La actividad humana en todas sus dimensiones puede ser especificada a través de diferentes formas de asegurar lo necesario para la existencia del hombre. De acuerdo con lo defendido por Hannah Arendt, estas dimensiones son actividades que se corresponden con a) nuestra reproducción biológica, b) la creación de un mundo de cosas que media nuestra relación con el mundo objetivo, y c) la vida política. Arendt con su concepto de vita activa denominó a la primera de estas actividades como “labor” y a la segunda como “trabajo”. Sin embargo, lo distintivo de la condición humana radica en la tercera dimensión que denomina “acción” y que tiene por rasgo distintivo que es la única que se realiza exclusivamente entre los hombres. La “acción” remite a la capacidad del hombre para la organización política, es decir, a la actividad que tiene por objeto la regulación de los asuntos humanos.
Esta forma de entender la actividad humana ha sido históricamente desafiada y cuestionada; en particular la centralidad que se le otorgaba a la vida política ha sido contrapesada con un creciente peso de la vida íntima y de la esfera privada como algo igualmente relevante para los hombres. Esto llevó a un creciente acuerdo en que la vida del hombre no es equiparable a la del ciudadano, ya que alguien puede igualmente realizarse en otras esferas de la sociedad además de la política. Sin embargo, este proceso no ha erosionado lo que se entiende como el rasgo distintivo de la actividad política desde los antiguos hasta la actualidad, y es la mediación por el discurso sobre los asuntos comunes a los hombres. Puede decirse, entonces, que el objeto de la política remite a la regulación de aquello que podríamos acordar conjuntamente sobre la mejor forma de alcanzar objetivos comunes, y por eso los discursos políticos tienen como rasgo básico la generalidad, el ofrecer razones que puedan ser aceptadas desde un punto de vista compartido por los ciudadanos de una sociedad. Estos discursos articulan diferentes posiciones, que en sociedades altamente complejas como las contemporáneas manifiestan acuerdos, conflictos y disensos, dentro de un marco justificatorio compartido. El conflicto y el disenso en este contexto operan no como algo que bloquea la toma de decisiones, sino muy especialmente como dinamizadores de la vida pública, permitiendo hacer visible lo invisible y articulando reclamos de distintos sectores de la sociedad.
En la pasada elección del 26 de octubre tuvimos un radical desafío a esta forma de entender la política; se la denominaba como “la positiva” y afirmaba ser “otra forma de hacer política”; debe concederse que eso era absolutamente indiscutible. El rasgo distintivo más fuerte de esta “otra forma de hacer política” fue el de un discurso fuertemente autorreferido a la personalidad del candidato Lacalle Pou. Todas sus intervenciones se centraban especialmente en una revelación sistemática de su personalidad, de su proceso interior que lo llevó a esa especie de iluminación que era “la positiva”, y discurso tras discurso nos entregaba una serie de frases dignas de un libro de autoayuda. Esta forma de entender la política tuvo como consecuencia la marginación y la casi exclusión del tratamiento de los asuntos que típicamente conciernen a un candidato en una campaña, tales como las propuestas de gobierno o la crítica frontal a la gestión anterior. Esto, que es extremadamente saludable y característico de la mejor historia de la política, tanto la uruguaya como la del resto del mundo, fue excluido, como forma de realizar lo que se entendía como “la positiva”, es decir, de no confrontar posiciones. Como consecuencia, los uruguayos nos quedamos sin conocer la fortaleza o debilidad de las posiciones de Lacalle Pou, porque si las razones no se confrontan no queda muy claro cómo podremos dirimir cuáles son las mejores.
Las pasadas elecciones legislativas dejaron mucho para reflexionar, y en especial un escenario hacia la elección presidencial que parece imposible de revertir. Pero además de esto, nos han dejado ante una clara elección que han hecho los uruguayos: para nuestra sociedad la política debe ser algo parecido a esa “antigua política”, que implica confrontación, conflicto, desafío y acuerdos, todo llevado adelante dentro del espacio de las razones que podemos aceptar y ofrecer desde nuestra perspectiva de ciudadanos. Además, lo que claramente no es aceptable que sea la política es la mera manifestación de una serie de rasgos de una personalidad iluminada. Parece que los manuales de autoayuda no tienen lugar en la política uruguaya, y eso es una buena noticia.