Las comparaciones nos fuerzan a enfrentar la magnitud del asunto: los gobiernos del Frente Amplio marcan una era de la historia uruguaya, claramente delimitable y analizable en sus grandes trazos de una manera que las convulsionadas décadas en las que los gobiernos no lograban reelegirse (o continuaban por la fuerza) resistían.
La crisis fue lo constante en los tiempos revueltos que transcurrieron desde los cincuenta hasta el triunfo del Frente Amplio, apenas dando respiros puntuales. 2002 fue tan sólo uno de los episodios de esa larga crisis, el último de los ajustes. Se trataba de la crisis del batllismo como proyecto político, económico y modernizador, y el problema era económico, pero también existencial. La rareza de la continuidad de los gobiernos era tan sólo un síntoma de esto. Ninguna de las alternativas y los ensayos que buscaron suceder al batllismo como gran narración nacional logró legitimidad, al punto de que la propia viabilidad de la nación estaba en cuestión.
El Uruguay como problema, de Alberto Methol Ferré (1967, que felizmente será reeditado en 2015 por Hum), fue la obra emblemática sobre este asunto. Más allá de que el libro busca centrarse en asuntos geopolíticos, su fino análisis de la situación general del Uruguay de la crisis (se extrañan los tiempos en los que se podía hablar de lo general) nos permite pensar la situación actual.
Lo que parece indicar la tercera victoria del FA es el fin de la crisis. Seguramente en el futuro habrá problemas y crisis, pero serán otros, y el hoy ya tiene suficiente con sus problemas. Ya no vivimos en la crisis del batllismo, y por lo tanto éSste terminó de terminar. Es sintomático, entonces, que últimamente se discuta tanto sobre el batllismo, y específicamente sobre si es hoy representado por el Frente Amplio. Creo que la comparación entre ambos no debe hacerse de manera abstracta entre los proyectos y los programas de ambos, sino histórica. En parte, la comparación sólo es posible porque el FA no es el batllismo, sino otro proyecto.
El batllismo mismo, para hacer esta comparación, tiene que ser visto también de manera histórica, y no como un conjunto abstracto de ideas y valores, y para ello Methol Ferré también es de utilidad. El historiador y teólogo narra el pasaje de los “tiempos revueltos” de guerras civiles posteriores a la caída de la colonia a la “île hereuse” batllista, distribuidora de renta agraria y amortiguadora de la lucha de clases en la que Uruguay había dejado de ser un problema. Pero para ello fue necesaria la violencia del disciplinamiento. “[S]obre el estado básico construido bajo Latorre, Batlle será el gran reformista”, dice Methol.
Esta amortiguación se hizo imposible cuando la recuperación de Europa y el empeoramiento de las relaciones de intercambio hicieron que hubiera menos renta para distribuir, sembrando el descontento en los trabajadores y arrojándolos a la acción. El capital tampoco estaba contento, y en consonancia con la contrarrevolución global neoliberal, contraatacó exigiendo más libertad para el flujo de capitales, y la logró.
Se abre entonces un ciclo de disciplinamiento neoliberal. Primero económico, congelando precios y salarios y enfrentando a las organizaciones de trabajadores. Después brutal, torturando, exiliando y matando a quienes defendían al trabajo. Y finalmente reorganizador, transfiriendo el riesgo de la competencia del capital al trabajo, reduciendo la seguridad laboral, disolviendo redes de protección, entregando al capital una parte de la seguridad social, haciendo de la competencia el valor máximo de la sociedad, y de la competitividad la razón de Estado. Al igual que en el disciplinamiento de un siglo antes, emergió un nuevo sujeto, un nuevo Estado y un nuevo país.
Y sobre el estado básico construido por el neoliberalismo, el Frente Amplio fue el gran reformador. La expansión del Estado de bienestar, la búsqueda de una competitividad sistémica y no por abaratamiento del precio del trabajo, el estímulo a la organización de los trabajadores, la creación de impuestos progresivos (pero no lesivos al capital) y de políticas sociales fueron las claves de la construcción de la legitimidad del Frente Amplio, y de sus reelecciones. El neoliberalismo, por su fe en la ridícula teoría del goteo, nunca logró crear consensos en las masas. De esta manera, el FA sigue el esquema básico del batllismo: distribuir parte de los frutos de la inserción semicolonial (competitiva) del país en la forma de acumulación del capitalismo internacional, sin cuestionar el fondo de esta organización.
Caído el pacto batllista entre capital y trabajo adaptado a una forma de funcionamiento de la economía mundial, existió un interregno durante el cual Estados Unidos derrotó a la alternativa socialista y se reorganizó este funcionamiento en favor del capital. El pacto frenteamplista implicó una adaptación a esta situación, y a juzgar por los resultados económicos y electorales, esta adaptación fue exitosa. A un precio, claro está, especialmente alto para aquellos que veían al Frente Amplio como parte de un camino a la superación del capitalismo.
El disciplinamiento fue al batllismo lo que el neoliberalismo al frenteamplismo. Tal como en el batllismo no se discutía el disciplinamiento porque era su precondición, y sí sobre proyectos de vanguardia o sobre diferentes modos de repartir la renta y organizar el Estado; en el frenteamplismo no se discute la continuidad del neoliberalismo ni los imperativos impuestos por la estrategia de competitividad, pero sí la expansión de derechos y la regulación laboral.
Methol cuenta sobre Luis Alberto de Herrera la siguiente anécdota: “Siendo canciller Fructuoso Pittaluga se preparaba una conferencia panamericana, y el ministro tuvo la idea de llevar en la delegación a un herrerista para darle mayor representatividad nacional. Visitó a Herrera y le expuso su propósito. Herrera agradeció la atención, pero respondió: ‘No es conveniente para el país ir todos. Nos ataríamos las manos. Una fuerte oposición ayuda a negociar y preserva de concesiones gravosas. Podrá usted decir ¡no puedo, allí está Herrera con medio país en contra! Confío en su patriotismo, pero le advierto que El Debate lo atacará duramente desde ya. Buena suerte’”.
El rol del movimiento social, el movimiento sindical y la izquierda (que no es lo mismo que el FA) parece ser, hoy, esa oposición que fuerza a negociar de manera lo más favorable posible al país con el capital trasnacional, que asume la forma de la metrópoli colonial. La oposición de derecha, en cambio, implica más bien la destrucción de este relativamente vivible orden. El problema, para la izquierda, es cómo trascender ese necesario pero triste rol.
En este punto, conviene prestar un poco de atención al hecho de que si bien la comparación es plausible e interesante, el momento es muy otro. Si el problema del batllismo era la inmovilidad y la postración (“como Uruguay no hay”), y su sujeto histórico era el empleado público, el problema del frenteamplismo es el dinamismo y la competitividad, y su sujeto histórico es el emprendedor (“Uruguay no se detiene”). Antes, en la modernidad, el problema era lo estático, y lograr el movimiento el objetivo. Hoy somos continuamente forzados a movernos, a competir, a reinventarnos, a hacer informes, a ponernos objetivos, a asumir deudas, a ser positivos, y por ello se trata de cómo ver al movimiento como problema.
Los problemas, entonces, son otros y los temas políticos tienen que ser otros también: si antes era la discusión sobre la democracia (recordar décadas de bizarra polémica sobre el colegiado) y la burocracia, ahora el problema es el capital trasnacional y los emprendedores. No es sencillo pensar estrategias ambiciosas en este contexto, pero es necesario para salir del rol de “leal oposición” de manera responsable.
El planteo de Methol imaginaba formas de trascender al Uruguay, y su propuesta era la integración con América Latina, la latinoamericanización. Hoy esa perspectiva está muy lejos. No sólo porque las instituciones de la integración latinoamericana no parecen funcionar, sino también porque el FA en el gobierno ha cultivado y enfatizado siempre que ha podido el excepcionalismo uruguayo, que como imaginario se mantiene más fuerte que nunca.
Sin embargo, y especialmente para la izquierda, la “necesidad de trascender al Uruguay” es más fundamental que nunca. Sólo acordando con otros países se puede evitar el chantaje de la fuga del capital trasnacional, sólo con redes trasnacionales de resistencia se pueden ganar peleas políticas y sólo con cierto cosmopolitismo anticolonial se puede ir más allá de las demonizaciones que los escribas de los centros de poder imponen a nuestros potenciales compañeros (y sobre nosotros si nos portamos mal). Si el problema en la época de Methol era la nacionalización de izquierda, hoy es, sin caer en un globalismo abstracto ni en una (aun mayor) elitización de la política, su trasnacionalización.