En el caso de Montevideo, la oferta es mayor que nunca: nada menos que ocho candidatos, pertenecientes a cuatro lemas, se postularán a la Intendencia y muchos más aspirarán a ser alcaldesas o alcaldes. Y aunque todavía no llegó la hora de los jingles, esas candidatas y candidatos ya se esfuerzan, por un lado, en afirmar sus perfiles, y por otro, en realizar las promesas más variadas, aunque existan temas recurrentes.
Montevideo, por su tamaño y complejidad, tiene una especial singularidad; además, por primera vez en su historia el Frente Amplio presenta tres candidatos en vez de uno; los blancos y los colorados presentan los suyos pero además uno “independiente” (independiente respecto a blancos y colorados, pero no respecto al resto del universo) y todos ellos suman sus votos; el Partido Independiente (otros “independientes” más) y la Unidad Popular también tienen sus candidatos.
Pero, ¿de qué se trata? ¿de elegir al o la más simpática, al más elocuente, al más carismático, al más conocido o popular? ¿O de elegir entre propuestas, y a igualdad o similitud de ellas, como ocurre en el caso del FA y de la Concertación, de ver dónde pone cada quien los matices y los énfasis, cuáles son las sensibilidades, los estilos, las trayectorias y las prácticas de los candidatos y candidatas y de quienes los apoyan?
¿Y para gobernar qué intendencia y qué municipios? ¿Una que funcione como una empresa eficiente, que cumple impecablemente el famoso abecé (proveer el alumbrado público, recoger y disponer la basura, construir y mantener las calles) pero se limita solamente a eso? ¿O que asuma a cabalidad el rol que le asigna la Constitución de la República, que incluye el abecé, pero lo trasciende largamente? Porque lo que dice el artículo 262 de la Constitución es que, salvo los servicios de seguridad pública, compete al intendente y la Junta Departamental todo lo referente al gobierno y administración de los departamentos. Y por si no quedara claro a qué se refiere esto, la ley orgánica municipal atribuye a aquellos órganos nada menos que “velar por la conservación de los derechos individuales de los habitantes del departamento”. ¿Qué podría quedar excluido de un mandato tan amplio?
No se trata, por lo tanto, de un problema de jurisdicción, sino de vocación. De quedarse en el molde realizando las funciones básicas que siempre se le van a exigir porque a nadie más competen, o de asumir un papel distinto, no repitiendo lo que hace el gobierno central sino complementándolo. Y sobre todo sirviendo de vehículo a las preocupaciones y opiniones de la gente, porque no hay instancia de gobierno más democrática que la local, y eso en nuestro país quiere decir intendencias y, sobre todo, municipios y otros órganos locales.
En Montevideo esto tuvo un antes y un después de 1990. La descentralización, con todos sus problemas y sus limitaciones, que hay que seguir superando, cambió la forma de gobernar el departamento y la ciudad. No sólo porque las autoridades estuvieron más cerca de la gente, sino porque las preocupaciones de ésta pasaron a ser parte importante de los problemas a atender. Con eso desapareció la idea de que para gobernar un departamento alcanza con arreglar las calles, levantar la basura y cambiar las lamparitas del alumbrado. Otros problemas se instalaron, y para quedarse: la cultura, la salud, la vivienda, pero también la producción, los servicios y la calidad de vida de la gente.
Montevideo es una ciudad hermosa dentro de un departamento hermoso. Muy pocas ciudades capitales tienen el privilegio de mirar de una punta a la otra al mar, como mira nuestra ciudad, de tener magníficos pulmones verdes o tan alta proporción de cobertura de agua potable, energía, vialidad y saneamiento. Pero sigue siendo, todavía, una ciudad demasiado inequitativa.
Aunque en los últimos tiempos obras como los equipamientos urbanos en Casavalle y Gruta de Lourdes, la extensión de la rambla hacia el oeste, la multitud de plazas y placitas que han surgido en diferentes lugares, han contribuido a extender a las zonas más desfavorecidas el goce de los bienes urbanos, los grandes valores –la costa, los parques, las centralidades, los servicios– siguen sirviendo fundamentalmente a las familias de mayores recursos, que son las que viven cerca de ellos, porque son las que pueden pagar el alto valor que allí tiene la tierra. Las otras no pueden: porque están lejos, porque llegar hasta ahí cuesta caro, y hasta cuesta caro estar ahí.
Por otro lado, los automóviles se nos han venido haciendo dueños de la ciudad (una ciudad que no estaba preparada para tener tantos), y el automóvil es una importante herramienta que nos sirve para superar las distancias, pero no debemos transformarnos en sus servidores. La ciudad se debe poder recorrer en automóvil, pero también caminar, correr, o andar en bicicleta, o simplemente estar sentados mirándola, sin que nos aturdan las bocinas ni nos asfixien los escapes. Y a esto tenemos derecho todos: los que tenemos auto, cuando lo usamos y cuando no lo usamos, y sobre todo los que no lo tienen.
¿Quién puede actuar sobre estas cosas si no es el gobierno departamental? A través de las reglamentaciones y la normativa, desde luego, que son su competencia y su tarea específica, pero también mediante acciones directas, como la cartera de tierras. Un instrumento para que todos los montevideanos puedan acceder a la tierra urbanizada aunque no accedan al mercado, como la extensión de los servicios a las zonas con mayores carencias, como los programas de regularización habitacional y mejoramiento de barrios.
Para muchas de estas cosas se requiere el apoyo, la colaboración y muchas veces el protagonismo del gobierno central. Sobre todo, en lo que tiene que ver con los recursos. Pero nadie conoce mejor esos problemas que quien está más cerca de ellos, nadie es más apto para recoger las inquietudes de los ciudadanos, para hacer el seguimiento, para ayudar a solucionar los problemas de la gestión, que el gobierno departamental.
Yo quiero, desde luego, un gobierno departamental y municipal que levante la basura para que la ciudad esté limpia; que mantenga el alumbrado público, para que esté bien iluminada y sea más segura; que construya nuevas calles y mantenga las existentes, para que las conexiones sean mejores. Pero quiero también –y es algo posible y no debemos resignarnos a que no lo sea– un gobierno que trabaje para que la ciudad sea más democrática, para que los fantásticos bienes urbanos que tenemos sean accesibles a todos, para que haya menos inequidades y mejor calidad de vida, para que todos conozcan sus derechos y los ejerzan. Hace 25 años se viene luchando para eso, con mayor o menor éxito. Que no confundamos el camino.