Era casi una leyenda que acunaban los tupamaros clandestinos, esa especie de simbiosis (relación estrecha de organismos de diferentes especies, en este caso política) entre Raúl Sendic y Eleuterio Fernández Huidobro: el Bebe, retraído, acaso tímido, de pocas palabras, aportaba una sólida formación y una intuición inusual para analizar la coyuntura; el Ñato, exuberante, extrovertido, irreverente; el Bebe imponiendo los fundamentos ideológicos y estratégicos, el Ñato aportando destellos de genialidades. Ambos llegaron a formar, en ocasiones, un equipo aceitado que produjo los más importantes documentos internos de la guerrilla urbana y que daba fluidez a una dirección con una especial condicionante, ser colectiva en la clandestinidad.
Esa cooperación sufrió un quiebre definitivo a mediados de 1972, en plena derrota militar de los tupamaros. El cuartel del Batallón Florida, en el Buceo, fue el centro de un proceso de negociaciones con características inusitadas: prisioneros que salían del encierro para establecer contactos con los dirigentes en la clandestinidad, dirigentes empeñosamente buscados (Sendic) que ingresaban al cuartel para discutir con sus compañeros presos. Justificado en el hecho (real) de que al menos se atenuaría la tortura sistemática, el diálogo entre prisioneros y oficiales pronto derivó a otro plano cuando los oficiales pusieron como condición la rendición incondicional con entrega de armas. Fernández Huidobro apoyó la propuesta y en sus salidas del cuartel, acompañado del capitán Carlos Calcagno, fundamentó ante sus compañeros las ventajas tácticas. Sendic se opuso terminantemente, pero en lugar de una negativa condicionó la entrega de armas a un tercero (la Iglesia Católica) a la aceptación de un programa de medidas económicas y políticas para la superación de las causas que promovieron el enfrentamiento armado. La contrapropuesta provocó división entre los oficiales jóvenes de menor rango involucrados en las negociaciones, pero el estado de asamblea –que se extendía a otros cuarteles– fue cortado de raíz cuando los altos mandos rechazaron de plano el programa político. (Pero unos meses después los mandos utilizaron cínicamente las propuestas en los comunicados 4 y 7 de febrero de 1973, en el primer escalón del golpe, como engañabobos, tal como confesara más tarde el general Abdón Raimúndez.)
Ya en el segundo piso de la cárcel de Libertad, Sendic reprochó duramente a Fernández Huidobro por haber dado trámite al planteo de rendición incondicional de los militares, y ese cuestionamiento se mantuvo, después de una década larga de encierro como rehenes de la dictadura, cuando en 1985, tras la liberación, se produjo la reagrupación de los tupamaros en la legalidad.
En aquellas diferencias puede estar el origen de los cambios radicales en la conducta política del hoy ministro de Defensa Nacional. Raúl Sendic mantuvo, hasta su muerte en 1989, una postura intransigente frente a los violadores de los derechos humanos y los responsables del terrorismo de Estado. Como Fernández Huidobro, Sendic jerarquizaba la responsabilidad de personajes civiles en su carácter de cómplices de los militares y de ideólogos de la dictadura. Pero a diferencia de aquél, éste no diluía la culpabilidad militar por el hecho de compartir responsabilidades y manifestó siempre un sentimiento de repugnancia por aquellos que, aunque fueran, en todo caso, simple mano ejecutora, cometieron las mayores atrocidades. Fernández Huidobro, en cambio, acentúa la responsabilidad civil para amparar a sus amigos militares.
¿De dónde proviene esa amistad? Comienza en el Batallón Florida, producto de aquellos intercambios que, a pretexto de una discusión sobre el papel de las oligarquías y la utilización de la “mano de obra militar” para la defensa de los intereses, derivó en las negociaciones para la superación de “la guerra”. Los intercambios se multiplicaron a lo largo de los años en la rotación por los diferentes cuarteles del Interior, donde Fernández Huidobro, aislado, y con un precario contacto con sus dos compañeros de encierro, aceptó la continuación del intercambio, que a veces se disfrazaba de interrogatorio y a veces era un simple diálogo entre combatientes. En una situación similar, Sendic se negó sistemáticamente a aceptar el intercambio, y los únicos diálogos se redujeron a salvajes torturas, so pretexto de interrogatorios.
Hay quienes explican la conducta del ministro como expresión de un “síndrome de Estocolmo”, la identificación del prisionero con sus carceleros; otros simplemente afirman que “el Ñato se quebró”. Con la salvedad de que se trata de un documento de origen militar, que puede o no reflejar la verdad, un informe interno del Ocoa de 1978 consigna tramos de una conversación mantenida por los interrogadores con el Ñato, por entonces recluido en los calabozos del cuartel de Paso de los Toros, en la que éste habría aportado valoraciones sobre tupamaros refugiados en el exterior. Por ese documento, Julio Marenales calificó a Fernández Huidobro de “traidor”, y el Ñato nunca desmintió el contenido de ese informe.
Cualquiera de las dos hipótesis resultan insuficientes para explicar la colaboración de Fernández Huidobro con los militares a lo largo de los años: como dirigente del Movimiento de Participación Popular, y como legislador integrante de la Comisión de Defensa Nacional del Senado, Fernández Huidobro mantuvo sistemáticos contactos con los mandos militares, pero también con aquellos oficiales, en actividad o en retiro, integrantes de la logia Tenientes de Artigas.
En ocasión en que la justicia chilena solicitó la extradición de tres oficiales, Tomás Casella, Eduardo Radaelli y Wellington Sarli, involucrados en el secuestro y asesinato del químico chileno Eugenio Berríos, para impedir que testificaran en el juicio por el asesinato del ex canciller Orlando Letelier, Fernández Huidobro argumentó que la entrega a los magistrados del país andino sería un acto de ensañamiento por tratarse de militares, “un plan cóndor al revés”, y que los oficiales acusados serían “presos políticos”. Casella y Washington Sarli eran integrantes de la logia Tenientes de Artigas.
Con el paso del tiempo, el hoy ministro subió la apuesta en la defensa de los militares acusados de delitos de lesa humanidad: “Existen sectores que quieren justicia, además de verdad. Quieren castigar a los culpables de las violaciones de derechos humanos. Yo no lo acepto”, afirmó en un programa periodístico de Teledoce. Fue a raíz de la publicación de un documento atribuido a Fernández y a varios militares de los Tenientes de Artigas, un proyecto de pacto para “cerrar definitivamente las heridas del pasado”, elaborado en 1989, y que consagraba la “teoría de los dos demonios”. Fernández Huidobro confirmó que él y José Mujica “siempre” tuvieron diálogos y encuentros con los militares, pero negó la autoría del documento. En 2011 Fernández Huidobro renunció a su banca de senador, discrepando con el Frente Amplio por el proyecto interpretativo de la ley de caducidad, argumentando que el pueblo ya se había pronunciado en dos plebiscitos. En ese mismo año el ministro de Defensa públicamente discrepó con el fallo de la justicia que procesó a Miguel Dalmao, general en actividad, por el asesinato de Nibia Sabalsagaray. “Es inocente”, dijo, quizás induciendo al presidente Mujica a dar un paso insólito, visitar al general procesado en su lugar de reclusión. También es parte de la defensa de los militares la carta que escribió “a quien corresponda” afirmando que el coronel retirado Juan Carlos Gómez, procesado por la muerte de Roberto Gomensoro, también era inocente. La carta facilitó el desplazamiento de los magistrados que se disponían a condenar a Gómez, y alentó la liberación del procesado.
Estos y otros ejemplos confirman la determinación del ministro de respaldar la postura de los militares que enfrentan acusaciones por violaciones a los derechos humanos. Los insultos y groserías contra militantes y organizaciones de derechos humanos pueden atribuirse a una forma de ser estimulada por el enojo. Pero la coherencia de su postura a lo largo de los años, edificando la teoría de los dos demonios, debe tener una explicación todavía oculta.