En las últimas semanas se dio un debate sobre si el uso del velo por parte de las alumnas sirias –emigradas recientemente– violaba la laicidad. Esto fue resuelto muy bien por el Consejo de Educación Inicial y Primaria, primando el sentido común, el sentido de democracia republicana y la salvaguarda de la cultura de esas familias. No obstante, no entró en debate ni se está advirtiendo un problema de fondo, en relación con la laicidad, que surge de las declaraciones y propuestas de los máximos dirigentes de la Iglesia Católica uruguaya.
En efecto, en diversos medios –y en forma reiterativa– la Iglesia Católica, a través del cardenal Daniel Sturla, ha venido haciendo propuestas que rozan las bases de sustentación de la vinculación de las iglesias con el Estado y con las normas que rigen a nuestra nación.
En primer término, el obispo aseguró que Uruguay necesita una oficina o departamento de asuntos religiosos para que controle a las sectas que –según su visión– tienen un “afán de recaudación y abusan de los sectores más necesitados de la sociedad”. Por otra parte, también ha afirmado que así “como hay un Fonasa en la salud, debería haber uno en educación, un acuerdo entre el Estado y privados solventes para que se pueda brindar un servicio educativo”, agregando que los pobres no pueden enviar a sus hijos a los colegios religiosos y que es una “desi-gualdad” marcada por una “mentalidad anacrónica”.
Esta es una novísima concepción de la laicidad, que pide al Estado regular las religiones y financiar la educación formal confesional. Novísima porque hasta ahora la evolución del concepto de laicidad en Uruguay, luego del largo proceso de secularización del Estado entre mediados del siglo XVIII y principios del XX, se había venido procesando con mutaciones menores o muy propias de este país –como introducir la dimensión de proselitismo político en la laicidad– pero en un consenso casi generalizado de mantener la separación del Estado respecto de las religiones.
La laicidad es un concepto polisémico, que ha mutado en el tiempo y que dio lugar a difíciles momentos de relación del Estado uruguayo con la Iglesia. La laicidad surge durante la construcción del Estado uruguayo y se afianza con la separación de éste y la Iglesia plasmada en la Constitución de 1919. No obstante, el mojón inaugural fue el decreto de secularización de los cementerios, del presidente Berro, que surge como consecuencia de un exceso, la negativa de la Iglesia a sepultar a un ciudadano por ser masón, y que culminó con otro exceso, la deportación de monseñor Jacinto Vera por decreto del 7 de octubre de 1862, que lo intimaba a salir del país en un lapso de tres días. El debate público por la secularización entre los años 1865 y 1878, conocido como “el conflicto intelectual”, fue el contexto donde emerge la reforma vareliana de 1877. Un conflicto entre los liberales, que promovían la laicidad en la educación, y la Iglesia Católica, que pretendía mantener la situación dominante en la educación pública.
Un hito simbólico en este vínculo fue la ponencia que presentó el presidente Vázquez en la sede de la Gran Logia de la Masonería del Uruguay en julio de 2005. En ese simbólico contexto tendió un puente de acercamiento señalando que “la laicidad es un marco de relación en el que los ciudadanos podemos entendernos desde la diversidad pero en igualdad (…) es garantía de respeto al semejante y de ciudadanía en la pluralidad (…) es factor de democracia”, es “generar las condiciones para que la gente decida por sí misma en un marco de dignidad”. Y concluyó que “la laicidad no es incompatible con la religión; simplemente no confunde lo secular y lo religioso”.
Pues bien, estas dos propuestas del cardenal Sturla confunden lo secular con lo religioso, y atribuyen una “mentalidad anacrónica” a quienes no estamos de acuerdo con que el Estado financie la educación formal privada en una perspectiva religiosa. El locus natural de la educación religiosa son las iglesias, las sinagogas, las mezquitas y los terreiros: no lo pueden ser las escuelas y liceos que deben formar en ciudadanía
LA OFICINA DE ASUNTOS RELIGIOSOS. El pacto fundacional de la laicidad uruguaya emana de la tercera de las instrucciones de Artigas del año 1813, que reza: “(Se) promoverá la libertad civil y religiosa en toda su extensión imaginable”. Por su parte, la Constitución de la República en su artículo 5 dispone que “todos los cultos religiosos son libres en Uruguay. El Estado no sostiene religión alguna”. No parece razonable que se legisle sobre la religión, ni que haya una oficina que laude asuntos religiosos, eso sería –en palabras de Artigas– comprometer la libertad religiosa en toda su extensión imaginable. No obstante, en un Estado laico, si alguna de las religiones o sectas incumple las normas nacionales, deberá ser responsable de ello. El engaño, la estafa, la pedofilia, entre otras, son figuras del derecho penal uruguayo y para juzgarlas no es necesaria la existencia de una oficina de asuntos religiosos. Por otra parte, y con disculpas por la hipérbole, no me imagino que debería disponer un reglamento sobre el principal producto de estas sectas: los milagros.
El “Fonasa para la educación” resulta también un exceso. El artículo 68 de la Constitución dispone que “queda garantida la libertad de enseñanza”. Asimismo, en el artículo 69 dispone que “las instituciones de enseñanza privada (…) estarán exoneradas de impuestos nacionales y municipales, como subvención por sus servicios”. Este arreglo institucional, es decir, la conformación de un modelo de servicio público con subvención por exoneración de impuestos a los servicios privados es fruto del pacto de 1916, plasmado en la Constitución de 1919.
No cabe duda de que el Estado se impone como subvención a la educación privada confesional o laica, sea o no con fines de lucro –únicamente– la exoneración de impuestos, lo que incluye no cobrar Iva, Irae y todos los aportes patronales de la enseñanza privada (jubilatorios, por seguro de enfermedad, de desempleo, Fonasa e Irpf). Esta renuncia significa un 0,39 por ciento del Pbi, es decir, el Estado subvenciona (término constitucional) a la enseñanza privada –sin contar la exoneración de impuestos municipales– con más de 200 millones de dólares anuales. Se estima que el Estado subvenciona un 25,1 por ciento de la educación privada. No resulta extraño que este “gasto tributario”, como señala la Dgi, sea de carácter regresivo –contradistributivo–, en la medida en que mayoritariamente acuden a este tipo de educación los sectores más pudientes.
Se puede afirmar que hay colegios de elite que reciben por estas subvenciones del Estado más dinero por alumno de lo que recibe un estudiante de liceo o escuela pública. Esto es conocido como “efecto Mateo”, en alusión al enigmático capítulo 13, versículo 12, del Evangelio según San Mateo, que dice: “a los que ya tienen les será dado, y poseerán en abundancia; pero a los que no tienen lo que poseen les será quitado”.
A esta subvención la propuesta del cardenal Sturla pretende agregarle un “Fonasa educativo”, lo que significaría una transferencia de –al menos– 170 millones de dólares más, si la cápita fuere estimada en 5 mil pesos mensuales por alumno y para unos 80 mil alumnos de la educación privada. Naturalmente, habría que instalar un impuesto para el “Fonasa educativo”, salvo que los fondos se quisieran sacar del presupuesto de la Anep. Esta cifra es sin contar el esfuerzo que hacen actualmente las familias que envían sus hijos a la educación privada –por el pago de matrícula y mensualidades–, que es del orden de 1,6 por ciento del Pbi uruguayo, más de 700 millones de dólares.
Pero veamos algunas falacias que adornan la propuesta del Fonasa educativo. Se afirma una analogía falsa: ya que el Estado hace transferencias a la educación pública de gestión privada a través de cápitas con destino a los niños de los Caif, por qué no hacerlo con las escuelas y liceos privados. O que las Aulas Comunitarias de Secundaria (Pac) son gestionadas por privados. Este razonamiento no es válido, porque los ejemplos tratan claramente de la educación no formal para menores de 3 años o desertores del sistema educativo, no de la educación formal, obligatoria y prescripta por la Constitución y la ley.
En segundo término, se afirma que este “Fonasa educativo” (al estilo vouchers en Chile) es para que las familias pobres puedan elegir a qué institución mandar a sus hijos. Aun así, la elección de los padres no podría ser efectiva, pues seguramente no los podrían inscribir en un colegio de elite con 5 mil pesos.
La laicidad en el marco de los derechos humanos es la libertad de conciencia, donde la religión sólo compromete a los creyentes, el ateísmo a los ateos y el agnosticismo a los agnósticos, quedando en la esfera del Estado todos los principios y valores que nos unen como nación. Es como dijo Tabaré Vázquez: “un marco de relación en el que los ciudadanos podemos entendernos desde la diversidad pero en igualdad”, es la neutralidad del Estado respecto de las diferentes opciones de conciencia.
No es laico que –como se propone– el Estado pueda financiar a la educación religiosa o pretender que sea árbitro de los conflictos interreligiosos. Eso es volver al escenario del Uruguay decimonónico y pedirle un milagro a un Estado laico.