A pesar de todos los argumentos técnicos y legales que se han manejado en cuanto a que la rebaja de la edad de imputabilidad es un espejismo que no garantizará ni una leve mejoría en los índices de inseguridad ciudadana (y mucho menos en los de rehabilitación de los jóvenes infractores), las razones políticas de la derecha, a caballo de lo que se ha dado en llamar “populismo penal punitivo”, han triunfado. Todo indica que ya se juntaron las firmas y que en las próximas elecciones deberemos decidir si mandamos o no a la cárcel a los menores de 18 que infrinjan la ley.
Otro de los argumentos fuertes para explicar ese “triunfo” es el miedo. El miedo real que deriva de una sociedad cada vez más violenta que se compara con su propio pasado (lógicamente idealizado) y se horroriza. El miedo fogoneado por la presencia machacona de la crónica roja que nos envuelve en una atmósfera tan pesadillesca como irreal y distorsionada. El miedo que un país envejecido tiene ante sus jóvenes, a quienes demoniza con cierta saña. El mismo miedo que podría causar una peste incontrolable y contagiosa, cuando no hay más remedio que aislar y sacrificar a los individuos infectados para salvar al resto “sano” de la población.
El planteo victorioso es de la derecha política. Pero el Frente Amplio, el gobierno y casi toda la izquierda recién comienzan a desperezarse ante la posibilidad cierta de que se pueda dejar caer todo el peso de la ley penal sobre los adolescentes, y planea el comienzo de una campaña en contra. Pero hasta ahora dormía una profunda siesta que le permitía esquivar el costo electoral que podría devenir de marcar la cancha en el sentido de sus históricos fundamentos en estos temas. Se han susurrado discrepancias, se han tartamudeado argumentos, pero se ha dejado el terreno libre para sembrar falacias de toda calaña. Y no se trata de un reclamo que venga de la nostalgia anacrónica, es pura desilusión ante el pragmatismo simplificador o la abrumadora falta de ideas alternativas.
La semana pasada Brecha dedicó su portada a analizar y denunciar ciertas lógicas que hacen de los centros de privación de libertad adolescente una verdadera calesita penal sin salida, donde difícilmente alguien pueda mejorar su vínculo con el resto de la sociedad luego de su estadía tras las rejas. “Cuando uno ve a dónde entran y cómo los tratan, se puede entender por qué no salen más del circuito de la delincuencia y el encierro”, decía a este semanario una trabajadora social especializada en el tema. Los infractores ingresan en “hogares” donde para sobrevivir deben aprender rápidamente códigos de sumisión ante la violencia instalada, ya sea simbólica o concreta, donde las propuestas socioeducativas brillan por su ausencia, donde los educadores –con escasa formación– se mimetizan con los internos y carecen de herramientas para administrar conflictos (“si me pegan yo pego”, decía un funcionario hace un par de años, explicando su actitud en el marco de un motín, haciendo gala de su absoluta falta de profesionalismo), donde se les refuerza la identidad de “pibes chorros” y son tratados de “pichis de mierda”, donde existen –igual que en las cárceles de adultos– por un lado los “bagayos” y los “perros” y por otro los “pesados·que comandan” que cuentan con privilegios; donde vale más la llave que la palabra, donde la discrecionalidad de los “brazos gordos” anula cualquier propósito de establecer protocolos de buenas prácticas (“un juez no me va a decir a mí lo que tengo que hacer”, se le escucha a alguno de los directores del actual sistema); donde por denunciar a un funcionario que terminó preso por varios delitos de atentado violento al pudor, un joven puede ser violado, golpeado y marcado en la cara con un corte que lo estigmatiza como alcahuete. En esos mismos “hogares” los funcionarios que intenten romper el silencio y denunciar los abusos sistemáticos de autoridad, las amenazas constantes, la arbitrariedad de las sanciones o directamente la tortutra psicológica y física, son aislados y expulsados.
Brecha denunciaba también el apoyo que reciben desde el sindicato esos funcionarios llamados “brazos gordos” que están enquistados en un sistema que ha cambiado varias veces de nombre pero casi nunca de perfil. Una defensa sindical cerrada al statu quo más primitivo de los lugares de encierro donde los no violentos son calificados de “cagones” o de “traidores”, donde la impunidad reina a sus anchas por las complicidades, las mentiras y el terror de las amenazas. Y ese corporativismo tienen mucho poder, tanto que el viernes pasado 55 directores y coordinadores de los “hogares” pusieron su cargo a disposición en protesta por el trasladado de Francisco Ponce, director del Cemec, centro donde sucedieron los hechos que fueron denunciados por la edición pasada de Brecha.
Es justo decir que desde que el Frente Amplio gobierna se han hecho esfuerzos por intentar modificar esa dinámica y erradicar o minimizar la violencia: se cambiaron gerentes y estrategias, se le dio más presupuesto, se tomaron nuevos funcionarios, se abrieron las puertas a las visitas de organismos de derechos humanos locales e internacionales… Pero a la luz de lo que se ha filtrado en las nuevas denuncias se puede concluir que se ha fracasado con todo éxito.
Luego de hacerse públicos los hechos –como sucede casi siempre en estos temas– sólo hubo silencio. Mutismo mediático y político. Nadie se alarmó por la barbarie que se describía: o todos han naturalizado esas prácticas abusivas o sencillamente se prefiere mirar para el costado y seguir comprando candados. No paga defender a los “planchas” que nos tienen aterrorizados con su falta de códigos de convivencia. Lo que le suceda a esa “carne entre rejas” no parece importarle a casi nadie, o lo que es peor, se piensa que cualquier castigo es poco y lo tienen merecido. Y no se trata de hacerlos pasar por ángeles, sólo habría que dejar de considerarlos escoria para que pudieran asumir sus responsabilidades y darles en el proceso de detención herramientas para escapar del circuito delincuencial en que cayeron. Con algunos no será posible –eso se sabe–, pero valdría la pena poner más firmeza en el intento para salvar al resto. Sería más sano para todos, ya que esos mismos jóvenes cumplen penas relativamente cortas y en meses vuelven a la comunidad llenos de odio.
Pero quizás la única pretensión de la sociedad en su conjunto, de buena parte del sistema político y de una porción relevante de los funcionarios afectados al actual Sirpa, sea la de tenerlos lo más encerrados y aislados posible hasta que cumplan la pena impuesta por la justicia, y si se puede, más. Habría que castigarlos hasta que se convenzan de que están solos entre sus pares y de que el resto los desprecia. Convencerlos de que no tienen futuro ni derechos.
La intención que hay detrás del próximo referéndum sube la apuesta en esta vorágine punitiva. Propone más encierro en centros de privación de libertad viciados que no se dejan gestionar ni cambiar porque están corrompidos. Votar a favor suena bastante irresponsable, sobre todo pensando en la convivencia de mañana.