La liturgia tupamara no necesita de Héctor Amodio Pérez (o Walter Salvador Correa Barboza, o Gustavo Silva) para ser interpelada. Son ya numerosos los libros de investigación histórica y periodística que cuestionan aspectos ideológicos, estratégicos e incluso éticos de la leyenda, con mayor o menor variedad de fuentes y de contrastes. Varios relatos oficiales han sido controvertidos por otros relatos disidentes, pero el problema es que en ocasiones un testimonio sale al cruce de otro con la mera palabra, cada testigo termina reivindicando ser el portador de “la verdad”, y todo termina pareciéndose a un tinglado, en el que finalmente prima la ruidosa voz de los mismos personajes. Los historiadores se han cansado de precisar que el testimonio es sólo una de las fuentes de las que se vale la historia, pero no es la única. Actas, documentos, cartas, artículos de prensa, y también los testimonios, son el arsenal del que se nutre el historiador. Lo mismo le sucede al periodismo, pero a pesar de lo que se lee por ahí, un periodista no es un historiador.
Hay periodistas que consideran que la palabra de Amodio vino a cambiar para siempre la épica tupamara. En lo personal, creo que el pasaje de los “héroes” tupamaros por el Poder Ejecutivo desnudó más contradicciones políticas que las que Amodio pretendió revelar en su primera irrupción en 2013 y más recientemente con el libro Palabra de Amodio (La otra historia de los Tupamaros), publicado por Ediciones de La Plaza (la editorial del diario El País). Las posturas del ministro de Defensa, Eleuterio Fernández Huidobro, en torno al pasado reciente (y su relación con las Fuerzas Armadas) o las del ministro del Interior, Eduardo Bonomi, en torno a episodios de violencia institucional quizás aporten mucho más contexto para explicar, por ejemplo, el sello militarista de la experiencia del Movimiento de Liberación Nacional. Esos errores, y otros de la época, han sido admitidos por otros antiguos jefes como Jorge Zabalza. La radicalización de la violencia ejercida por los tupamaros en los setenta (y también por el Estado, desde épocas bastante más tempranas a las del golpe), el iluminismo vanguardista o la extrapolación de métodos aplicados en países con un altísimo componente de población campesina, tan distintos a la planicie suavemente ondulada uruguaya, han sido analizados extensamente por académicos que no dudan en definirse como investigadores de izquierda.
Hasta el momento la voz de Amodio no me ha resultado especialmente esclarecedora ni potente en ninguna de sus versiones. El ex dirigente se empeña en querer dialogar con sus pares sin aportar nada esencialmente nuevo. Insiste en rebatir su protagonismo en hechos meramente operativos, en algunos casos sin aportar documentos u otros testigos fundamentales. Hasta en medios con posturas editoriales alejadas de la izquierda se repara en las inconsistencias de su relato. El periodista de El País Gonzalo Terra, quien lo interrogó con profundidad, señaló en el copete de su entrevista: “como hace dos años cuando abandonó la clandestinidad, su relato se vuelve frágil a la hora de precisar su colaboración con los militares del Florida” (El País, 8-VIII-15). Antes, en un artículo sin firma publicado en el semanario Búsqueda en el que reseñaba el libro que vino a presentar, alguien apuntaba que las afirmaciones contenidas en el flamante opus son “controvertidas” y “de difícil confirmación”.
Hay una dimensión ética en el asunto de Amodio que resulta insoslayable para cualquier periodista que se preocupe por algo más que legitimar una voz. Hay quienes circunscriben la “traición” de Amodio a circunstancias operacionales del tipo de haber entregado la Cárcel del Pueblo o de haber vendido algo así como “el plan de batalla”. De alguna manera, resumen la cuestión en que al octogenario guerrillero se lo acusa de haber sido el responsable de la derrota de la guerrilla. A esta altura, cualquier analista más o menos informado –e incluso dirigentes del propio Mln– ya no rebate que la experiencia guerrillera estaba condenada al fracaso por causas múltiples, la mayor parte de ellas inherentes al propio movimiento foquista. Tampoco la necedad llega al extremo de negar que pudo haber existido algún otro “delator” o que otros militantes debieron quebrarse en medio de la tortura o la amenaza contra un familiar (varios tupamaros no cuestionan esa humana debilidad). El problema es el alcance y la gravedad de esa “traición”. La palabra tiene una carga demasiado atada al honor, por eso prefiero utilizar un concepto más político y referirme a su colaboracionismo sistemático con las Fuerzas Armadas. Hasta el momento el hombre que apareció 40 años después no ha podido rebatir los numerosos testimonios –justamente– que lo identifican participando en operativos de detención junto a las Fuerzas Armadas (incluso hay quienes declaran, y ahora ante la justicia, que lo divisaron vestido de uniforme militar). Inmediatamente algunos dirán que eso forma parte de la “historia oficial” de los tupamaros. Pero como publicara Brecha hace ya más de dos años (31-V-13), hay militantes entonces claramente distanciados de la “orga” y hay militares antigolpistas (como el general Pedro Aguerre) que lo apuntan en un rol determinante para sus respectivas detenciones en 1972. Amodio no ha podido eludir su responsabilidad en el señalamiento de dirigentes políticos como Enrique Erro, Héctor Gutiérrez Ruiz y Wilson Ferreira, a quienes vinculó con el Mln. Más aun, esos lazos que él marcó quedan de manifiesto en el famoso manuscrito entregado a Fasano (e incluso en la versión ahora editada en Palabra de Amodio). En la época, luego de una interesante investigación parlamentaria en “el terreno”, el senador blanco Dardo Ortiz denunció públicamente toda esa movida gestada desde los cuarteles. Sin soslayar este antecedente, en sus preguntas Terra le planteó a Amodio un espectro de delación mucho más amplio que el de viejas cuitas entre camaradas. El entrevistado niega, vacila, para luego despacharse con la mención de una “entente” entre la “clase política” y el Mln, “dos enemigos que se unen para darme palos”. A Wilson Ferreira lo atiende en el libro con particular devoción, incluso con patéticos chismes de alcoba.
El retorno de Amodio a Uruguay le generó un efecto búmeran. Por un lado, se abrió un expediente judicial en torno a una identidad labrada gracias a los documentos proporcionados por los militares en la época de su salida del país, salvoconductos que evitaron su reclusión en una celda, y también que pasara por todos los vejámenes sufridos no sólo por varios de sus compañeros de armas, sino por miles de presos políticos. La causa por ahora fue cerrada, pero Migraciones lo intimó a retomar su verdadero nombre. Por otro, la jueza Julia Staricco dispuso un oportuno careo, ya que el ex guerrillero ha sido mencionado por los militares Asencio Lucero (el primer uniformado en admitir en un tribunal que participó en torturas) y Orosmán Pereira, en una causa que –y esto hay que enfatizarlo– se viene sustanciando desde 2011. Se trata de una denuncia presentada por 28 presas que se animaron a testimoniar como víctimas de crímenes imprescriptibles, invisibles durante mucho tiempo: torturas y delitos sexuales. Algunas de las ex presas no sólo han dicho que estos delitos nunca fueron juzgados, sino que –y a propósito de historias oficiales– formaron parte de un “botín de guerra” no reclamado por nadie. Otras denuncias contra Amodio se sumaron, sí, a posteriori de su llegada.
El periodista Gabriel Pereyra de El Observador definió las citaciones judiciales de Amodio como un “desfile impúdico”. El articulista tiene derecho a fijar su postura editorial como cualquier periodista o medio de comunicación, y a adjetivar de ese modo una actuación del Poder Judicial, sin que nadie le endilgue que está atentando contra el Estado de derecho o limite su libertad de expresión. Pero también puede ser interesante y coherente, como él mismo reclamó encendidamente en otros casos, que espere a que la justicia avance o retroceda, a que la jueza Staricco y la fiscal Stella Llorente crucen información, indaguen, y eventualmente puedan dirimir si existe algún crimen imprescriptible que pueda ser aclarado. Y si finalmente no se asignan responsabilidades, la justicia habrá hecho lo suyo para hacer algo que también le corresponde como poder público: contrastar testimonios, pero sobre todo hacer un esfuerzo para no dejar bajo la sombra y el olvido todo otro campo que ha quedado impune.