La gran mentira - Semanario Brecha

La gran mentira

A pocos días de cumplirse un año de la masacre de los estudiantes de Ayotzinapa, el informe elaborado por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales (GIEI), encomendado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), resulta clave para desentrañar los hechos ocurridos entre el 26 y el 27 de setiembre de 2014.

Familiares de los estudiantes desaparecidos rezan en Ayotzinapa, el 6 de octubre de 2014 / Foto: AFP, Yuri Cortez

El informe es un preciso estudio sobre las dos investigaciones realizadas por la justicia mexicana: la primera, a cargo de la Procuraduría General de Justicia (Pgj), y la segunda, de la Procuraduría General de la República (Pgr). A este el Giei sumó entrevistas y pericias propias, así como el reconocimiento de los cuatro escenarios donde se desarrollaron los hechos a lo largo de tres horas terroríficas en los alrededores de Iguala, ciudad del estado de Guerrero, justo entre Michoacán y Oaxaca, y Chiapas, un poquito más abajo. Una diadema de estados sureños que comparten una fuerte impronta cultural, política y de autogestión. Por no decir también de pobreza.

El “Informe Ayotzinapa”, del Giei –“una contribución a la lucha contra la impunidad”,1 presentado públicamente el domingo 6–, desmiente la versión oficial sobre el destino final de los estudiantes. La Pgr había sentenciado “la verdad histórica” de que los cuerpos de los muchachos habían sido incinerados en el basurero de Cocula, una localidad vecina de Iguala. Además de los 43 desaparecidos, la masacre dejó un reguero de víctimas. Seis ejecutados extrajudicialmente: tres estudiantes de Ayotzinapa y tres transéuntes (entre ellos un menor) que fueron tiroteados por la policía, y al menos 40 heridos (uno de los estudiantes está en estado vegetativo tras recibir una bala en la cabeza en la primera emboscada policial).

Otro de los hechos probados por el Giei es la coordinación represiva establecida entre las tres fuerzas policiales intervinientes. También la participación del Ejército, particularmente del Batallón 27 de Infantería. Sin embargo, ningún militar ha sido aún interrogado (tampoco se le permitió al Giei interrogarlos) y el acceso al batallón continúa vedado.

Pero la gran golpeada tras la investigación de los expertos internacionales es la justicia mexicana. Los jueces no sólo actuaron tarde y perdieron buena parte de la prueba, sino que omitieron incluir información (no pidieron las imágenes de las cámaras de seguridad, por ejemplo, clave para seguir la ruta de los desaparecidos, y tampoco se las facilitaron al Giei), siguieron a pie juntillas la versión que dieron los integrantes del cártel Guerreros Unidos, que acusaron a los estudiantes de interferir en un acto político guiados por dos de ellos –desaparecidos ambos–, a quienes señalaron como integrantes de un cártel enemigo. La maniobra no sólo buscaba ensuciar a los chiquilines –una centena de estudiantes de magisterio desarmados– ligándolos al crimen organizado, sino que también torcía el asunto haciéndolo aparecer como una pelea entre bandas. Todo este andamiaje fue echado por tierra por la investigación del Giei. Además de hacer recomendaciones puntuales sobre cómo debe seguir la investigación, los expertos plantearon una hipótesis del caso según la cual los pibes habrían interferido, sin saberlo, en el sistema de distribución –protegido institucionalmente– de cocaína y heroína armado para sacar estas sustancias de Iguala y llevarlas a Estados Unidos.

Las personas. La escuela normal rural Raúl Isidro Burgos está situada en Ayotzinapa, paraje del municipio de Tixtla, en el estado de Guerrero. Es pública, tiene 500 estudiantes y abre un cupo de 140 por año. Los que acuden suelen ser hijos de campesinos, y los que entran en el primer curso rondan los 18 años. De las 36 escuelas normales rurales que surgieron tras el impulso de la revolución mexicana sobreviven sólo 17. Muchas de ellas han estado vinculadas a la formación de líderes campesinos y populares, como el guerrillero Lucio Cabañas. Las huertas en las escuelas y su organización (en torno a la Federación Estudiantil de Campesinos Socialistas) les han permitido hacer frente a los actuales recortes del financiamiento estatal. La semana anterior a la masacre más de 300 delegados de 13 de las 17 escuelas normales se habían reunido en la escuela Emiliano Zapata, en Amilcingo, Morelos. Al jueves siguiente de que la violencia los envolviera como un huracán, los estudiantes de Ayotzinapa planeaban participar de la marcha que recuerda la masacre de Tlatelolco, en 1968.

La Isidro Burgos había sido seleccionada como el lugar en el que se reunirían todas las escuelas para partir juntas hacia el DF. “De esta forma se veía la caravana y daba impacto al entrar a la Ciudad de México, porque se veía a las diferentes normales que entraban juntas, es una norma de trabajo que hemos sostenido durante años.” Los pibes de Ayotzinapa se preparaban para el malón de compañeros (unos cien de cada normal, al menos mil personas) que llegarían en los días siguientes, y habían resuelto, por ejemplo, que la comida destinada para ese fin de semana se ahorrara para tener una base con la que atender al resto. Otros quedaron encargados de conseguir la locomoción para llevar a todos a la ciudad de México, distante 400 quilómetros de la escuela, para lo que precisaban entre 12 y 15 ómnibus, que tomaron del transporte público. No utilizaron armas ni la fuerza, sino que se acercaron a algunos de los peajes de las rutas que van hacia las vecinas Chilpancingo y Huitzuco y conversaron con los choferes. Los que accedieron, dejaron el pasaje y entregaron el vehículo. Esta práctica está tan extendida que algunas empresas aconsejan a los choferes que no se aparten de los ómnibus, por lo que suelen quedarse en las escuelas normales hasta que pueden volver a sus rutinas.

Los estudiantes de Ayotzinapa, así como los del resto de las normales rurales, son actores políticos con un buen grado de autonomía. “La acción de toma de camiones (ómnibus) ha sido práctica habitual en Ayotzinapa y otras escuelas normales, sin conllevar nunca una respuesta violenta de este tipo, aunque en ocasiones se produjeran incidentes. (…) Nunca se había dado una acción masiva de ataque indiscriminado, atentados directos contra la vida, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas, con ataque sostenido en el tiempo y un operativo coordinado y masivo. No hubo un uso adecuado, necesario, racional ni proporcionado de la fuerza. Todo ello supone que la acción de los perpetradores estuvo motivada por lo que se consideró una acción llevada a cabo por los normalistas contra intereses de alto nivel”, analiza el Giei.

LOS HECHOS. El jueves 25 tenían ocho ómnibus. A las cinco y media de la tarde del 26 de setiembre salieron cien estudiantes en dos de ellos, la mayoría del primer año y ocho de segundo y tercero, “que se repartieron en los autobuses como referencia para los más jóvenes”. Uno paró en un lugar conocido como el Rancho del Cura y el otro se dirigió al peaje de Iguala. Además de tomar los coches, los estudiantes “hacían boteo”, es decir, pedían dinero a los automovilistas. El informe sostiene que desde que se instalaron en los dos puntos de la autopista, cerca de las seis de la tarde, los estudiantes fueron vigilados y las fuerzas de seguridad sabían que se trataba de alumnos de la normal rural haciendo actividades de boteo y de toma de ómnibus.

Los estudiantes del Rancho del Cura se dividen, al acordar con el conductor de un ómnibus tomado que llevarán al pasaje hasta las afueras de Iguala y volverán a Ayotzinapa. El conductor los engaña, entra en la ciudad y en la terminal encierra a los normalistas en el ómnibus. Éstos avisan al resto, que sale en su ayuda. A las 9.15 de la noche todos los normalistas están en la terminal y sus compañeros son liberados por el chofer. Luego de que el peligro pasa, deciden llevarse más ómnibus. “Los videos de las cámaras de la Central, obtenidos a petición del Giei, y que no habían sido investigados hasta entonces, muestran a un grupo numeroso de jóvenes que se baja de los dos autobuses y deambula por la zona de andenes. Algunas personas observan la escena sin mayor sobresalto. Se mueven en grupos y se llevan tres autobuses.” Se dividen al azar, por eso aún persisten dificultades para identificar en qué ómnibus viajaban ocho de los desaparecidos.

Todos buscan la salida a Chilpancingo, para llegar a la escuela normal. Tres ómnibus toman un camino y los restantes otro. La caravana de los tres primeros es rodeada por patrullas que los persiguen tirando al aire, “aun en medio de la calle y con presencia de gente”. Los conductores están desnorteados y el pánico cunde. Cuando consiguen encontrar la salida hacia el Periférico Norte, se dan de frente contra un patrullero estacionado y vacío que les impide el paso. Algunos se bajan para intentar moverlo y así poder huir. No lo logran. Entonces los disparos dejan de apuntar al aire. “Todos los autobuses fueron tiroteados, quedaron muchos cristales rotos y las carrocerías agujereadas, especialmente el que iba más atrás, que resultó con 30 disparos que impactaron su interior.” Los tiros alcanzan a Aldo Gutiérrez en la cabeza (la ambulancia no llegará hasta media hora después). En los dos primeros ómnibus tiroteados iban 16 y 20 jóvenes, respectivamente. En el tercero entre 25 y 30. “Los chavos estaban llorando, acostados, mientras nos estaban disparando”, cuenta el chofer.

Este es el momento de la desaparición del primer grupo de estudiantes: “Para tratar de protegerse de la agresión los normalistas cerraron la puerta del tercer ómnibus, que estaba algo más separado de los otros dos, hasta que fueron obligados a bajar por la policía. Los jóvenes fueron bajados del autobús con las manos en alto, siendo reducidos por la policía y quedando tumbados en el suelo en fila, uno al lado del otro, mientras les apuntaban con armas de fuego, antes de ser subidos en unas seis o siete patrullas de la Policía Municipal de Iguala que se encontraban atrás de los tres autobuses. Uno de los estudiantes que había sido herido de gravedad es el único sobreviviente conocido del tercer autobús. Todos los demás están desaparecidos. Eran aproximadamente las 22.50”. Entre llantos y gritos, los de los otros dos ómnibus se niegan a entregarse. “Como no se quieran entregar, les vamos a decir una cosa, se van a arrepentir el resto de su vida por haber entrado a Iguala. Más tarde venimos por ustedes”, les dice uno de los agentes. “Era claro el mensaje que nos habían dado. Ahí se van todos”, recuerda un sobreviviente.

En un segundo escenario desaparecen los estudiantes del cuarto ómnibus, emboscado a metros del Palacio de Justicia de Iguala. “Todos los normalistas que iban en ese autobús fueron detenidos y están desaparecidos, por lo que no hay testimonios directos de lo sucedido más que lo declarado por el chofer, los agentes de policía y un miembro del Ejército.” Los videos que registran los alrededores del Palacio de Justicia aún no han aparecido.

Una primera versión sostenía que los 43 pibes secuestrados habían sido llevados a la comandancia de policía de Iguala. En junio, quien se desempeñaba como “oficial de barandilla” (algo así como un asistente del juez) lo desmintió en una entrevista realizada por la revista Proceso, en la que reveló otros detalles importantes, como la presencia de un capitán del Ejército y otros siete militares que revisaron los calabozos de la comisaría.

La cosa no termina ahí. Alrededor de las 23, llegan estudiantes que se habían quedado en Ayotzinapa: “Los estudiantes se reagruparon y trataron de resguardar el escenario, señalando con piedras los sitios donde encontraban los casquillos de bala percutidos”. También acudieron maestros de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero, pibes de la vuelta, algún reportero. Mientras se organiza una improvisada conferencia para relatar lo sucedido, el lugar del primer ataque es ametrallado por segunda vez. Allí son acribillados Daniel Solís Gallardo, de 18 años, y Julio César Ramírez Nava, de 23. En medio de la violencia recargada, Julio César Mondragón, confundido y profundamente angustiado, sale corriendo solo, separándose del resto. Su cuerpo aparecerá al día siguiente con señales de tortura. Tenía 22 años y una hija de tres meses.

Otros ataques violentos contra la población civil se dieron esa noche en otro escenario, tras un partido de fútbol en el estadio de Iguala. El ómnibus que transportaba al equipo Los Avispones fue tiroteado: uno de los futbolistas murió en el acto, otro recibió cinco balazos, el entrenador dos y hubo muchos heridos graves. También falleció una mujer que pasaba en un taxi. Las pruebas de balística demostraron que las armas utilizadas pertenecían a la Policía Municipal de Iguala. “La hipótesis más probable es que el autobús habría sido confundido con uno de los que transportaba a estudiantes normalistas y que había tomado otra ruta.”

¿Qué falta? El quinto ómnibus, el único que hasta ese momento aún no había sido detenido. Se había retrasado por distintas acciones del chofer (sobre quien las sospechas son grandes) y siguió la ruta del cuarto. A diferencia de los otros, al quinto no lo tirotean. En el entorno del Palacio de Justicia hay dos patrullas con cuatro efectivos de la Policía Federal que detienen a los autos que pasan. El cuarto ómnibus, acribillado y vacío, corta el tránsito. Los pibes del quinto ómnibus aprovechan la confusión, huyen hacia un monte cercano y se esconden durante la noche.

LA EVIDENCIA. El Giei es claro al afirmar que la cantidad de policías movilizados en escenarios distintos “da cuenta de la coordinación y mando existente que dio las órdenes”. “Uno de los choferes sobrevivientes señala que fue llevado a una casa de seguridad en el centro de Iguala y presentado ante un hombre que dirigía el operativo o bien tomaba decisiones sobre las acciones a realizar con los detenidos. Dicho modus operandi señala una estructura de mando, con coordinación operativa.” El informe sostiene que en el momento en que se estaban desarrollando los ataques hubo llamadas telefónicas, “en forma reiterada y continua”, entre dos de los inculpados: José Luis Abarca, presidente municipal de Iguala, y el secretario de Seguridad Pública, director de la policía de Iguala, Felipe Flores Velázquez.

Los expertos barajan distintas hipótesis sobre el origen de la agresión –que Ayotzinapa fuese una base social de movimientos políticos o insurgentes; o un castigo contra los normalistas de parte de Abarca–, pero ninguna explica el modus operandi o el nivel de coordinación y violencia. Según informaciones obtenidas por el Giei, en un caso investigado por la Dea de Chicago “algunos autobuses son utilizados para transportar heroína, cocaína y el dinero obtenido de este tráfico, entre Iguala y Chicago. Es decir, el negocio que se mueve en la ciudad de Iguala podría explicar los hechos. A pesar de esto, esta línea de investigación no se ha explorado hasta ahora”.

NOS FALTAN 43. “Desde el inicio de nuestras investigaciones el Giei tuvo dudas del número de autobuses involucrados.” La investigación de la Pgj menciona cinco, pero la de la Pgr cuatro. Los expertos independientes no estuvieron cuando se le tomó declaración al chofer del misterioso quinto ómnibus y tienen serias dudas de que el que inspeccionaron fuera el que participó de la masacre. “La única circunstancia que explica las contradicciones sobre este autobús es que sea un elemento central del caso. La toma de autobuses por los estudiantes para participar de la marcha del 2 de octubre puede haberse cruzado con la existencia de drogas o dinero en ellos, específicamente en ése.”

Las revelaciones del grupo de expertos siguen cimbrando a un país en el que se estima que unas 22 mil personas han sido víctimas de desapariciones forzadas en los últimos seis años. Los familiares y los sobrevivientes de la masacre de Ayotzinapa llevan un año resistiendo los intentos de que el tema pase al olvido y tratando de cosechar la solidaridad internacional. Miles de personas se han movilizado en los más diversos rincones del planeta exigiendo verdad y justicia, enarbolando el “Nos faltan 43”. El domingo 13, Omar García, uno de los sobrevivientes, subió un video a las redes en el que insta a participar de las múltiples manifestaciones que se harán el sábado 26, en la vigésimo sexta “Acción global por Ayotzinapa”. “Lo que tanto habíamos repetido los sobrevivientes y los padres en su dignidad y rabia ya no son dichos. Ya no es mentira que participaron militares, ya no es verdad que nuestros compañeros fueron calcinados. Hoy podemos demostrar que en México gobierna un narcoestado, un narcogobierno. Lo decimos con fuerza, no nos van a callar, lo vamos a decir incansablemente.”

1. Todas las transcripciones que aparecen en este artículo (salvo cuando se indica otra fuente) fueron extraídas del “Informe Ayotzinapa. Investigación y primeras conclusiones de las desapariciones y homicidios de los normalistas de Ayotzinapa”, que puede leerse completo en http://prensagieiayotzi.wix.com/giei-ayotzinapa

Los desaparecidos

La versión oficial sobre el destino final de los desaparecidos la armó Jesús Murillo Karam, un abogado priista a cargo de la investigación de la Pgr. Fue el autor de la frase de que su trabajo estaba aportando la “verdad histórica” de lo sucedido. Las revelaciones del Giei muestran cómo a esa verdad le faltó sustento científico y le sobró confianza en lo que dijeron los sicarios. “La versión oficial enfatiza un nivel de organización y tipo de decisión de un grupo de delincuentes (se refiere a los narcotraficantes) que no se corresponde con el conjunto de otros casos en la zona, ya sea de asesinatos o desapariciones y ocultamiento en fosas.” Es que en hechos anteriores los intentos por hacer desaparecer los cadáveres siempre habían sido parciales, y no el que dice el gobierno fue utilizado en el caso de los 43, supuestamente convertidos en cenizas para que no pudiesen ser identificados por el Adn. Esta fue la versión que la Pgr compró y difundió, y que basó en los restos humanos mezclados con cenizas, tierra y material combustible carbonizado que permitieron la identificación de uno de los jóvenes asesinados. Pero no de los 43 cuerpos. Según las conclusiones a las que arribó el peritaje del experto José Torero, del Giei, no hay evidencia alguna que apoye la versión de que todos los pibes fueron quemados en el basurero de Cocula. Para que así fuera hubiese sido necesario un fuego similar al que produce un horno crematorio, que en las condiciones del lugar hubiera levantado una llama de siete metros (y una humareda de 300), dejando rastros tanto en la vegetación como en la propia basura circundante. La evidencia demostró que en el basural sólo ha habido fuegos pequeños.

Esta versión de lo sucedido con los 43 desaparecidos había sido objetada por el Equipo Argentino de Antropología Forense (Eaaf), que trabajó en el lugar, y que esta semana volvió a cuestionar la información aportada por la investigación oficial.

El miércoles 16 la Pgr anunció haber identificado a un segundo normalista (Jhosivani Guerrero de la Cruz se sumaría a Alexander Mora Venancio, identificado a fines del año pasado). El Eaaf puntualizó en un comunicado emitido al día siguiente que los restos que permitieron la identificación de ambos muchachos “provienen de la bolsa que según la Pgr fue recuperada del río San Juan. No provienen de restos recuperados en el basurero de Cocula”, que “existen serios interrogantes sobre el origen de las muestras analizadas” y que “la coincidencia entre los restos y la madre de Jhosivani no es considerada por el Eaaf como un resultado identificativo definitorio”. Los familiares tampoco aceptan esta nueva identificación.

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