Alguien se llevó tres de sus valijas. En los nueve meses que Jihad Dhiab llevaba en Uruguay no había juntado muchas posesiones, pero justo esas tres valijas las había llenado con la ropa que su esposa le mandó con mucho esfuerzo desde Siria para que pudiera vestir otra cosa que su traje naranja de preso con el que llegó desde Guantánamo. Desaparecieron misteriosamente del depósito donde las había dejado cuando se mudó de la casa en la que hasta entonces había vivido, perteneciente al Pit-Cnt, al apartamento pequeñito donde se instaló cuando la central obrera volvió a necesitar la casa.
“Ya no me importan las valijas porque en Guantánamo era igual; te daban ropa y luego de repente venía un guardia y te la sacaba”, relata con cierta ironía Abu Wae’l Dhiab, o Jihad, como prefiere que lo llamen. Es que la ironía es tal vez lo único que le permite a este hombre de 44 años mantenerse parado y entero cuando un percance, un error o una promesa incumplida, así sea un hecho crucial o un mero detalle, le vuelve a recalcar que él no tiene poder sobre casi nada. Así fue durante casi trece años.
A partir del momento en que lo detuvieron en Pakistán en abril de 2002, para encerrarlo después –sin nunca haberlo juzgado– primero en un campo de internación estadounidense en Afganistán y luego en la cárcel de la Bahía de Guantánamo, su vida dejó de pertenecerle. Eso deja sus marcas.
El fin de la fe. Cuando a fines de mayo, después de las protestas realizadas ante la embajada de Estados Unidos, todos sus compañeros de la cárcel terminaron firmando un acuerdo con la Ong Servicio Ecuménico para la Dignidad Humana (Sedhu) para recibir cierto acompañamiento y apoyo económico, Jihad se negó a seguirlos. “Me opuse a firmar porque no estoy de acuerdo con las condiciones del convenio”, explicó a Brecha.
A diferencia de sus compañeros, Jihad tenía hijos y una esposa que durante todos estos años lo estuvieron esperando. Su libertad en Uruguay sólo tenía sentido si la podía compartir con ellos. “Las condiciones del contrato con Sedhu a las que me opongo son que la casa y la subvención económica que recibiré para asegurar el mantenimiento de mi familia sólo duran dos años, pero mi salud no me permite mantenerme a mí mismo y menos a mi familia”, explicó. Le preocupa pensar que hará venir a su familia a un país que no conocen sin estar seguro de poder trabajar. Guantánamo le dejó secuelas. Entre los problemas de salud que tiene el más obvio es la parálisis que afecta su pierna derecha.
No poder garantizar el sostén de su familia es una gran preocupación que envuelve en cierto pudor. Desde que volvió a comunicarse con su esposa nunca osó preguntarle de qué vive, si tiene dinero para comer y mantener a sus hijos, ni cómo lo consigue. “Tengo miedo de enterarme de algo y que no los pueda ayudar. Es difícil sentirse incapaz en este tipo de situación”, explica.
Por negarse a firmar no recibe dinero del Estado uruguayo. Desde entonces come gracias a los tiques de alimentación que le proporciona el Mides. Sus compañeros se mudaron de la casa del Pit-Cnt a los que serían sus nuevos hogares y allí quedó él, solo. Llegó el invierno. La oscuridad y el silencio acompañaban la tristeza de las habitaciones vacías de un sitio donde el único indicio de que allí había vivido alguien más eran las cuchetas vacías en uno de los dormitorios. Jihad permanecía en lo que parecía haberse transformado en su nueva celda, porque sus muletas rara vez lo sacaban de allí.
Vivía pendiente de cualquier sonido de la computadora o el celular que le anunciara alguna nueva noticia de su familia, expuesta al peligro diario de los bombardeos en Siria. Cuando tenía fuerzas, mataba la ansiedad y la preocupación mirando las noticias del canal Al-Jazeera, o se dedicaba a pintar y dibujar paisajes. Pero en sus bosques, lagos y montañas resaltan casi siempre trazos negros. Da la impresión de que las tantas sombras de su vida se hubieran colado en sus pinceles.
El movimiento que había marcado el mes de mayo, cuando la protesta de la embajada, cesó. Ya no venía casi nadie a tocarle la puerta para hacer alguna pregunta o simplemente a visitarlo. Como no quiso firmar el contrato con el Sedhu, el Estado dejó de buscar otras soluciones o de mediar con él. Durante tres meses el único contacto que tuvo con el Estado fue una asistente social del Mides que pasaba a verlo de vez en cuando, aunque en esas visitas había mucho compromiso personal. “Estuve quince días enfermo en mi casa y nadie me llamó o vino a verme”, recuerda.
En un primer momento su agradecimiento hacia el gobierno uruguayo fue grande. Para mostrar su gratitud al ex presidente José Mujica, tuvo la intención de regalarle unas espadas de decoración que su esposa envió a tal fin desde Siria, pero que quedaron varadas en la aduana por ser consideradas armas. Pero en los tres primeros meses de su estadía el recelo que tanto sintió durante sus años de preso empezó a dirigirse contra sus salvadores. La duda de si el gobierno está jugando con él regularmente atraviesa por la cabeza de Jihad.
Es que cuando la delegación uruguaya viajó a Guantánamo le hicieron muchas promesas que luego no se cumplieron. “Me prometieron varias veces que mi familia iba a estar en Uruguay cuando yo llegara o que a lo sumo iban a llegar a los pocos días de mi arribo”, recuerda.
Cuando pisó tierra uruguaya su familia no estaba y los diferentes plazos que le daban para su llegada se fueron extendiendo cada vez más. A los tres meses de su arribo aún no había ningún equipo profesional para ayudarlos a él y a sus compañeros a encaminar sus vidas, y Jihad comprendió que estaba muy lejos de tener un hogar para recibir a sus familiares. El proceso para traerlos también demoró en iniciarse. Fue ahí que perdió la confianza en quienes le decían que todo iba a estar bien.
EL DERECHO AL NO. Si Jihad Dhiab fuera un hombre realmente libre podría haberse reencontrado y reasentado con su familia en otro país. Evaluó esta posibilidad durante un tiempo pero no encontró país que lo aceptara. Además, según informaciones que recogió Brecha de diferentes fuentes, los ex presos de Guantánamo que vinieron a Uruguay tuvieron que firmar un acuerdo en el que aceptaban no viajar fuera del país durante dos años, condiciones que Estados Unidos ha impuesto a todos los países que reciben presos de esa cárcel, pero que según han declarado las autoridades uruguayas, Uruguay nunca aceptó.“Son totalmente libres”, volvió a insistir por su parte José González, director de la delegación que envió José Mujica a Guantánamo para seleccionar a los presos que vendrían al país, cuando Brecha lo consultó sobre este dato, negando que esa cláusula haya sido impuesta a estos seis hombres.
En la cárcel de Guantánamo, tras una década de detención sin juicio y sin perspectiva de cambio, varios presos recurrieron a la huelga de hambre como forma de denunciar su detención indefinida. Jihad Dhiab fue uno de ellos. Para intimidarlo los carceleros los alimentaban por la fuerza a él y a sus compañeros de lucha con una sonda nasogástrica, amarrándolos a la que los detenidos llamaban “la silla de la tortura”.
Cuando sus abogados llevaron el caso de su alimentación forzosa a una corte de Estados Unidos, argumentando que era un tipo de tortura o tratamiento inhumano, Jihad Dhiab se transformó en el protagonista de uno de litigios más importantes relacionados con esta cárcel.
Ante las demoras sobre la llegada de su familia y la incertidumbre de cómo sería su vida en Uruguay, Jihad Dhiab recurre a lo mismo que había usado durante su detención: negarse. Cuando a fines de febrero, a los tres meses de llegar, ni su familia estaba en Uruguay ni su vida se hallaba encaminada, se negó también a hacer venir a los suyos. Hace tres meses reconsideró su decisión siempre y cuando el gobierno le pueda garantizar una casa de cuatro dormitorios para hospedar a los ocho integrantes de su familia. Le dijeron que tardarían unos dos meses en llegar, pero otra vez todo resultó ser más complicado de lo que se pensaba.
Desde Reprieve, que quizás sea la Ong con más experiencia en tratar con presos y ex presos de Guantánamo, explicaron a Brecha que, por el hecho de no haber tenido control sobre nada durante tanto tiempo, entre los ex presos de Guantánamo que son liberados y tienen que recomenzar sus vidas es muy común que se nieguen a colaborar si no se cumplen las promesas que les hicieron o si las cosas no salen tal como ellos lo habían esperado.
En Guantánamo, Jihad fue manipulado, sufrió violencia, maltrato físico y psicológico. Algunas de sus vivencias las relató para la edición de Brecha del 21 de mayo de este año.
LAS MANOS TENDIDAS. Diversas fuentes oficiales insisten en que Jihad Dhiab, al rechazar las propuestas ofrecidas, como el contrato del Sedhu, es dueño de su propia situación. Pocas son las personas que le tienen paciencia.
Pero existen. Una de ellas es el ex preso político Jorge Voituret, uno de los fundadores del Museo de la Memoria. Voituret se ha solidarizado con Jihad por razones humanitarias y porque apoya la política de asilo del país, y ha estado para contenerlo, apoyarlo y solucionarle los problemas del día a día de manera totalmente voluntaria, al igual que en su momento lo hizo el Pit-Cnt. El ex tupamaro entiende las preocupaciones de Jihad Dhiab y la falta de confianza que lo carcome. “Yo veo que él no tiene recursos, en el sentido de respuestas, ante una situación como la que está viviendo y en la que está muy solo”, evaluó. “El problema es que tampoco uno puede exigirle mucho, porque cuando a una persona en esta situación se le exige, se encierra, yo he visto muchos casos de esos en la cárcel.” El propio Voituret estuvo 11 años preso durante la dictadura y reconoce reacciones como las del sirio en muchos de sus compañeros que vivieron torturas y aislamiento. “Pero no es lo mismo; mis compañeros volvieron a sus familias, a su país, a sus trabajos”, advirtió.
El ex tupamaro conoció a Jihad Dhiab en junio y desde entonces no dejó de verlo porque notó que no estaba recibiendo suficiente atención por parte del Estado. Sostiene que a pesar de que el sirio se haya negado a firmar el convenio con el Sedhu, el gobierno debería ocuparse más de su bienestar. “Si primero anunciamos una política y luego parece que no funciona, ¿qué le estamos diciendo a la gente? ¿Que la forma de hacerlo es así, que se establece un acuerdo entre el gobierno y estas personas que recibimos y que cada uno tiene que cumplir con su parte? ¿Es tan fácil?”, se pregunta. “¿Quién lo contiene a Jihad para que pueda cumplir su parte?”, insistió.
Formalmente Jihad Dhiab tiene derecho a ser atendido por sus problemas de salud como cualquier uruguayo. Pero el acceso efectivo es otra cosa: “¿Cómo va a saber él dónde ir? ¿Cómo va a saber qué hacer sin la contención, sin generar la confianza y la seguridad que él necesita?”, se preguntó Voituret, que es quien lleva a Jihad Dhiab en su auto a todas las consultas médicas y otras visitas que precisa hacer. Junto con otros voluntarios, este hombre fue quien se aseguró de que se hiciera el seguimiento médico que Jihad Dhiab requiere. Para eso hay que estar pendiente, ir al hospital temprano para sacar hora para los distintos especialistas, coordinar los estudios… “A veces no puedo hacer todo”, admite, y lamenta “un déficit en la gestión de esta política”. “La realidad, en la práctica, muestra que no se hizo lo que habría que hacer con él”, sentenció Voituret, que dice que si el Estado carece de recursos debería llamar a la sociedad civil a involucrarse. Le consta que cuando se anunció que vendrían refugiados hubo muchos uruguayos solidarios que se ofrecieron a dar una mano. “Es posible hacer esto, pero hay que romperse la cabeza. Las carencias se pueden resolver, entonces pongamos cabeza para solucionarlas.”
Desde que Jihad Dhiab se negó a firmar el contrato con el Sedhu, su situación no parece preocupar demasiado al gobierno, ya que la información que sobre su situación se maneja a nivel de varios ministerios es incompleta o contradictoria. “No tengo información certera de lo que se ha hecho por él ni me animo a decir quién la puede tener”, comentó a Brecha Alejandra Costa, secretaria de Derechos Humanos de la cancillería, quien desde hace poco más de un mes empezó a trabajar para traer a la familia de Jihad Dhiab con la ayuda de la Cruz Roja y conseguirle una casa. Costa dijo a Brecha que no está a cargo de su caso: “¿A cargo? Nunca hubo nadie a cargo. No es responsabilidad de nadie. Los medios se le ofrecieron, él optó por no tomarlos”, aseveró. Contactado por Brecha, el Ministerio de Desarrollo Social no quiso agregar ninguna información acerca de su involucramiento en el caso.
LO SUYO. En las valijas que sobrevivieron a la mudanza al apartamentito que le consiguieron las personas lo acompañan voluntariamente, Jihad había guardado unas cuantas frazadas, una de las señales de que tiene a su familia presente en todo momento. Él se preocupa por ellos tal como sus familiares se preocuparon por él durante sus largos años en Guantánamo. Entre los tantos detalles escalofriantes que se desprenden de los documentos del juicio para detener su alimentación forzada, aparecen constancias de la presencia de su familia. En una declaración que Ahmed Rabbani, otro detenido, hizo de urgencia a uno de sus abogados (para comunicar que, tras el inicio de su juicio, los carceleros le habían sacado a Jihad Dhiab su silla de ruedas y le habían pegado tan fuerte que le salía sangre cuando defecaba y pasó la noche vomitando) mencionó que el remedio de yuyos que la familia de Jihad Dhiab le mandaba “había sido confiscado” como castigo.
Jihad Dhiab recuerda el remedio. Recuerda a su esposa, que era quien se lo enviaba. “Es una mujer muy buena, es una muy buena esposa”, dice. Con ella comparten vivencias: “¿Sabés que estuvo presa durante siete años?”. Según Dhiab, el régimen de Bashar al Asad la detuvo cinco años por intentar hablar con sus abogados. En esos períodos sus hijos quedaron a cargo de sus padres o sus suegros. La primera vez que lo dejaron contactar a su familia desde Guantánamo (luego de siete años de detención) habló con todos sus familiares menos con su esposa. “Me dijeron que estaba de viaje, no me querían contar que estaba en la cárcel.” Así le siguieron mintiendo cada vez que lo dejaban llamar, una vez por año, para no preocuparlo, hasta que en 2010 se enteró.
Cuando logra distraerse de su preocupación, recuerda también cosas lindas. Como la vida que dejó en Siria antes de tener que huir del régimen de Asad. Tenía una casa con un jardín muy grande donde crecían cerezos, naranjos, olivos. Había viñas al costado del largo camino que llegaba hasta la casa. Un verde que cubría todo el terreno. Le gusta el verde, le encanta la naturaleza, por eso se pasa retratándola. Su talento artístico lo llevó a trabajar en decoración interior y exterior de edificios, “¿Ves el techo ese?”, dice y señala las tejas de diferentes colores en el techo del Iava. “Yo hacía eso, por ejemplo”, relata. Trabajaba con yeso, azulejos, tejas, ladrillo. Un amigo le enseñó el oficio de cortar mármol y hacer mosaicos, geometrías árabes. Decoró varias mezquitas en Siria y en Líbano. Un día de éstos se motiva y se le ocurre averiguar cómo se consigue mármol en Uruguay, anuncia.“Para cortar el mármol con precisión hay que usar una máquina chiquita que se fabrica sólo en Siria”, sostiene, y asegura que conoce el origen de los mejores mármoles de diferentes colores. América Latina es proveedora mundial.
Pero los recuerdos felices de Jihad Dhiab siempre traen de la mano otros. Su pueblo, Al-Otaybah, ya no existe: “Vivían 20 mil personas ahí, hoy no queda nadie, está destruido”. Recuerda cuando nació su hija y fue padre por primera vez, a los 21 años. “En ese momento pensé ‘ahora mi vida va a cambiar, ya no soy responsable por mí mismo nomás, sino por otros’”, evoca sentado en un banco detrás de la Universidad de la República. “Me sentí feliz”, relata. Su hija es un gran orgullo para él: “Es inteligente”. Cursó el primer año de medicina en la ciudad de Dará en Siria hasta que estalló la guerra. Esa misma guerra le cobró un hijo a Jihad Dhiab.
Frente a un mapa de Siria muestra donde están los suyos. Su esposa e hijos están en la ciudad de Idleb, en el norte, cerca de Turquía, pero su madre estaba lejos de ahí, en Al-Bilaliyah, al este de Damasco. Hace unas pocas semanas ella empezó su larga y peligrosa travesía por el país hacia el norte para intentar reunirse con el resto de la familia. Su padre no se pudo ver con la madre durante dos años por la guerra, a pesar de estar a sólo diez quilómetros de distancia.
Saber cómo volver a ser padre tal vez no sea fácil cuando llegue el momento pero, mientras tanto, a la distancia trata de asumir sus responsabilidades. “Cuando hablo con mis hijos intento trasmitirles paciencia, darles esperanza”, dice el mismo hombre que cada día lucha contra su desesperación por que se acabe la espera y puedan vivir juntos “una vida simple, una vida en paz”. “No quiero traerlos aquí para que vivan en la miseria. Trece años de dificultades ya nos alcanzan. Necesito cerrar este capítulo y comenzar una vida nueva. No quiero que mi familia me diga después de unos meses que no está bien aquí y que se quieren ir”.