En contextos democráticos, “la voz” –en palabras del economista Albert Hirschman1– es el mecanismo que ejercen los ciudadanos, los votantes y los consumidores para manifestar sus insatisfacciones y sus reclamos de manera pública y, en mayor o menor medida, concertada. La voz da información valiosa, es una fuente insustituible para identificar el malestar con lo ya existente y para dar a conocer nuevas demandas. Además, la voz promueve la conformación de actores sociales y políticos, al tiempo que dota de sentido a los ya existentes. Las personas, al poder expresar su descontento, pueden evitar lo que el economista citado llama “salida”. La salida –siempre de carácter privado– se manifiesta en un cambio de un proveedor de servicios, el abandono de un partido político e incluso puede llegar al desapego respecto de las instituciones democráticas. La voz puede ser “progresista” o “reaccionaria”, puede promover la democratización o lo opuesto, puede provenir de sectores subalternos o poderosos, pero siempre es rica en datos y merece ser escuchada. Un tercer elemento que introduce Hirschman es la “lealtad”, que constituye el conjunto de identificaciones que los individuos tienen respecto de una empresa, comunidad, asociación voluntaria o institución. La lealtad aleja la salida y activa la voz. Es lo que ocurre en general con las fracciones discrepantes de los partidos políticos: antes de optar por una decisión extrema, como la salida, recurren al planteo de sus demandas en los congresos o instancias estatutarias pertinentes. Pero si no hay respuestas y los problemas persisten, entonces los insatisfechos pueden alejarse, siempre que se trate de contextos competitivos y sistemas políticos multipartidistas (no así en situaciones monopólicas o de partido único).
Las voces siempre molestan. Toda protesta genera adhesiones y rechazos. Ya sea por el tema que plantea –aumento salarial, ampliación de derechos, rechazo a ciertas políticas–, por las formas de manifestación –huelga, paro, ocupación, corte o movilizaciones en la calle–, o por los actores que lo plantean –sindicatos, organizaciones sociales, organizaciones políticas, vecinos, grupos religiosos–. Al mismo tiempo, no hay protestas ni actores “puros”: en toda movilización se mezclan reivindicaciones de distinta naturaleza, actores diferentes y acciones colectivas diversas e incluso, a veces, contradictorias. Aunque los agrupe una consigna, los matices se revelan rápidamente. Ello puede generar conflictos dentro de esas movilizaciones, y voces disonantes que distorsionen el mensaje original. La lealtad juega entonces un rol central, pues amplifica la voz y es el cemento de las organizaciones, y cuanto más sólidas son las organizaciones, menos probables son las salidas individuales. Las lealtades se construyen en torno a la solidaridad y se refuerzan con los ritos (como el voto, las asambleas, las protestas y otras formas de expresión de dicha solidaridad).
Los gobiernos tienen diferentes opciones para lidiar con el descontento. Pueden dar respuestas universales o parciales a la insatisfacción, intentar la cooptación, el soborno o la corrupción de algunos miembros insatisfechos, también pueden optar por la indiferencia y apostar al desgaste de los manifestantes, o directamente reprimir las voces. Cualquier respuesta tiene costos para el gobierno y para las voces. Esos costos no están dados, ni son previsibles en contextos democráticos: la represión puede derivar en el fortalecimiento de los actores o su anulación, el otorgamiento de los derechos puede contribuir a que se levanten otras voces o a generar nuevas lealtades al partido o gobierno de turno. Asimismo, como dice Hirschman, “nadie conoce la magnitud de la defensa o la protesta de los ciudadanos que se requiere para imponer, cambiar o eliminar una política dada”.
Además, toda protesta afecta otros derechos, como la libre circulación –en un corte de ruta o de calle– o el acceso a servicios –cuando se hace una huelga o un paro de actividades–. La definición acerca de qué derechos priman conlleva una definición ideológica que el Estado debe sopesar en cada caso, más allá de algunas normas universales. Aunque se debe privilegiar la tolerancia y el derecho a expresarse, eso no supone que el Estado no intervenga cuando se vulneran derechos esenciales (como la atención básica a la salud o salvaguardar la integridad de las personas frente a hechos de violencia). Por otra parte, también hay que considerar las características de los actores movilizados. Como señala Roberto Gargarella, cuanto mayor la distancia con el poder y mayor la dificultad de hacer visible la problemática de un grupo o sector social, aumentan los motivos para proteger el derecho a la libre expresión, por sobre los demás derechos.2
Voces contra el neoliberalismo. En América Latina las voces se transformaron en movilizaciones contra los ajustes promovidos por los organismos internacionales en la década del 90. Las voces fueron diversas y tuvieron distintos resultados. Así, en Cochabamba (Bolivia) el aumento de las tarifas del agua (entre un 45 y un 100 por ciento) fue el detonante de las protestas y generó un rechazo tan fuerte que obligó a revisar el contrato de Aguas de Tunari (un consorcio creado por capitales de Estados Unidos, Italia, España y Bolivia) y la ley de aguas, que habilitaba su progresiva privatización. Las protestas se fueron extendiendo a La Paz, Santa Cruz y Potosí, entre otras ciudades, y se transformaron en un ejemplo para los movimientos de la región, que contribuyeron a que años después el agua fuera declarada un derecho humano a nivel constitucional en buena parte de América Latina.
Los desocupados en Argentina, en especial a partir de los cortes de ruta y las protestas en Cutral-Có y Tartagal, en 1997, construyeron un nuevo actor social –los piqueteros– y una relación particular con los gobiernos con base en la entrega de subsidios y planes sociales. Esta práctica se extendió al resto del país generando redes clientelares que aún hoy se mantienen, con las consecuencias que señala Julio Leonidas Aguirre en este dossier y que implican la reproducción de políticas sociales focalizadas, dependientes del gobierno de turno y sujetas a la capacidad de negociación de los grupos sociales.
El “Caracazo” (Venezuela, 1989) fue la explosión más clara de un malestar que venía aumentando al ritmo del alza en la desocupación y la pobreza, y que terminó con la salida del sistema de partidos tradicional y el surgimiento del chavismo. Trabajadores, estudiantes y en general las personas afectadas por el ajuste económico irrumpieron en el ámbito público mediante la protesta y los disturbios en la calle. Una apuesta original fue la “Marcha de los pendejos”, una movilización en repudio a la corrupción política (un “pendejo” sería una persona honesta).
Las ciudades ecuatorianas también registraron repertorios novedosos de protestas desde fines de los noventa, el “reventón” (reventar globos), el “tablazo” (golpear tablitas), el “rollazo” (salir con papel higiénico para limpiar tanta mierda), el “golpe de estadio” (protestas masivas en los estadios de fútbol), el “basurazo”, el “escobazo”, el “mochilazo”. La huelga general contra el presidente Mahuad en 1999 obligó a dar marcha atrás en algunas medidas económicas, y terminó con su renuncia. En 2005 se dio la llamada “rebelión de los forajidos”, en referencia al apelativo que utilizó el ex presidente Lucio Gutiérrez para denostar a los ciudadanos que se manifestaban en su contra. Buena parte de estas manifestaciones fueron promovidas por ciudadanos independientes y organizaciones indígenas. En dicho contexto emergió la figura de Rafael Correa, un outsider de la política.
Aunque buena parte de las movilizaciones demandaban una mayor protección frente al avance del mercado autorregulado, también exigían la ampliación de derechos, como el matrimonio igualitario, el aborto, la participación de las mujeres y los pueblos originarios en los cargos políticos, la legalización de la marihuana, el cese de la violencia de género, como analiza Inés Pousadela en este dossier, y tantos otros.
Estas y otras demandas fueron la antesala de los cambios de signo político en muchos países de América Latina. Fueron estas voces las que se manifestaron en contra de los partidos y elites políticas en el gobierno y promovieron un giro ideológico, al menos en términos discursivos.
Voces contra la izquierda. Las represiones a los quom en el Chaco (Argentina) y a los mineros en Oruro y Cochabamba (Bolivia), la abierta persecución a la oposición política en Venezuela, la promulgación por el gobierno ecuatoriano de un decreto que impide a las organizaciones sociales hacer política, y la aprobación de la ley antiterrorista en Argentina, las trabas para encarar una reforma educativa en Chile y Uruguay con participación de los actores involucrados, son algunas de las muestras de las dificultades de los gobiernos autodenominados “posneoliberales” para captar la riqueza de las protestas y promover puentes que permitan reconstruir el sentido de la política. El conflicto es inherente a la política, la búsqueda de acuerdos también. Las acciones colectivas, ya sean tradicionales o novedosas, demandan la presencia de un Estado que, como señala Marcelo Cavarozzi en este mismo dossier, debe reconstruirse, pero esto no puede hacerse al margen de los ciudadanos y sus demandas.
En palabras de Claude Lefort: “La originalidad política de la democracia, que me parece desconocida, es señalada en ese doble fenómeno: un poder consagrado a permanecer en busca de su propio fundamento, porque la ley y el poder ya no están incorporados en la persona de quien o quienes los ejercen, una sociedad que acoge el conflicto de las opiniones y el debate sobre los derechos, pues se han disuelto las referencias de la certeza que permitían a los hombres situarse en forma determinada los unos con respecto a los otros”.3
Aventurarnos en la construcción democrática supone aceptar la indeterminación y explorar los recursos de la libertad y la creatividad que surgen de los actores sociales. La presencia de protestas no sólo da información a los gobernantes de los malestares en una sociedad y promueve la creación de actores colectivos, sino que aleja la salida individual y el desinterés por lo colectivo. Los gobernantes deben escuchar a los demandantes, tender puentes y construir mecanismos de deliberación y negociación que permitan reconstruir el sentido de la política: esto es, la reinvención de ésta a través del reconocimiento de un espacio público diverso y contradictorio.
* Profesora titular de la Escuela de Política y Gobierno, Universidad Nacional de San Martín.
1. Albert O Hirschman, Salida, voz y lealtad. Fondo de Cultura Económica. México, 1977.
2. Roberto Gargarella analiza este tema especialmente en Carta abierta sobre la intolerancia. Apuntes sobre derecho y protesta. Edición Siglo XXI. Buenos Aires, 2015
3. Claude Lefort, La incertidumbre democrática. Ensayos sobre lo político. Barcelona, Anthropos Editorial, 2004