En todo festival bien nutrido hay alguna película de este tipo. Un documental de observación en el que se muestra a un grupo de obreros trabajando en una fábrica, o construyendo un edificio, o demoliéndolo, o peones en tareas agrarias. Las variantes son infinitas, pero en esencia es eso: gente realizando una labor física, generalmente ardua y reiterativa. Algunas de estas películas son poco más que un panfleto social, otras simplemente se enfocan en un proceso de producción desde la materia prima hasta el producto terminado, las más interesantes proponen una reflexión sobre un momento y una situación (como la brutal Workingman’s Death), o sobre los cambios sociales que acontecen en torno a ese mundo (En construcción, Edificio España). A veces, incluso, no se quedan en un solo oficio sino que trascienden a los de toda una sociedad (Suite Habana).
Nunca ha faltado esta clase de abordajes, y para rastrear sus orígenes habría que remontarse a obras como Nanook, el esquimal (1922) o Ballet mecánique (1924). La razón por la que son tan frecuentes seguramente obedezca a que existe cierta fascinación hipnótica generada por los cuerpos en movimiento, las maquinarias, la transformación de la naturaleza y los materiales ocurrida en el proceso; un extraño deslumbramiento quizá similar al de observar el fuego crepitando en una estufa a leña. Claro está que no son películas del interés de la mayoría, pero su apreciación es en muchos casos didáctica y estimulante. De este tipo de obras las hay peor y mejor filmadas, y esta película1 se encuentra entre estas últimas.
Lo curioso es precisamente el abordaje estilizado con que el director quebequense Denis Côté (Bestiario, Curling) se desempeña. Con una hermosa y armónica fotografía enfoca a las personas y las máquinas, por lo general en ambientes pulcros, con una elegante gama de colores y contrastes. Ya sea al filmar las máquinas de hacer bisagras, las tostadoras, las empacadoras de café, las cortadoras de madera, la fábrica de hule espuma o el taller textil, los cuadros –en su mayoría carentes de diálogos– sorprenden por lo pulcro y primermundista de sus instalaciones, como si más que una aproximación a la alienación o a la monotonía de esas labores fuese una propaganda de la prolijidad empresarial canadiense. Es dudoso que las intenciones del realizador sean provocar cierta envidia en los espectadores de los confines opuestos del continente, pero ese sentimiento es casi inevitable por estas latitudes.
Otra decisión llamativa es la de utilizar actores profesionales para ciertas escenas dialogadas, por lo que hay conversaciones entre trabajadores que en realidad están guionadas, y ni siquiera son obreros reales; este aspecto le da a la película un toque más trascendental y hasta experimental, y los diálogos parecen dar la pista de dónde se encuentra el énfasis del director: en el vínculo entre máquina y obrero, en el aspecto “narcotizante” de las fábricas y los discursos a veces integrados de los operarios, que en algunos casos no parecen cuestionar el hecho de pasar la mitad de su vida, encerrados, haciendo movimientos repetitivos. Una enigmática introducción de una mujer hablando a alguien fuera de campo, como si se dirigiese a una futura pareja y la preparara para una relación escabrosa, será más comprensible al finalizar la película y haber vivido más de cerca el vínculo simbiótico entre fábrica y trabajador.
1. Que ta joie demeure. Canadá, 2014.