La luz cae sin entusiasmo sobre la estantería donde las botellas a medio vaciar acumulan el polvo que el tiempo les ha ido arrancando a los clientes habituales, ya casi parte del inventario de ese bar de la ciudad de León. Es una luz lechosa, casi fofa. No tiene la fuerza de los rayos del trópico que al otro lado de las despintadas paredes asan la calle transformando en brasas de vidrio los cascotes del empedrado.
Es tan definitiva esa somnolencia, tan independiente de lo que pueda estar ocurriendo afuera, que llamarla el sopor de la siesta es apenas una concesión a la hora del día. Podría ser noche cerrada y todo estaría igual de inmóvil. Los tres parroquianos. El cantinero. La estantería con botellas cubiertas de polvo.
Entre esos despojos que apenas respiran, llama la atención una foto sostenida por un marco de madera que alguna vez fue dorada. Puede ser una ilusión óptica, pero el vidrio que la protege parece limpio.
—¿Es Darío? –le pregunto al hombre que, apenas terminó la estudiada serie de mínimos movimientos necesarios para recibir el billete y guardarlo en un remedo de caja registradora, volvió a la inmovilidad en la que se deja erosionar sin oponer resistencia.
—Sí, Darío, el pueta picao.
Todo en Darío es acción, escribió una vez en su exilio venezolano Ángel Rama, y lo que ocurre en ese bar de Nicaragua, apenas se invoca al “príncipe de las letras castellanas”, parece darle la razón.
Las historias que justifican su leyenda de sátiro, su estatura de figura mitológica que habiendo salido de ahí, de ese mismo bar, recorrió en triunfo los salones de un mundo de ensueño, se abren paso en la imaginación del cantinero, complementadas por algún apunte que llega de las tres mesas donde dormitaban los inmóviles maniquíes.
Casi nada es cierto.
Darío era un hombre entredormido al que se le daba mal el minué de la alta sociedad.
Pero no importa.
Hay algo en su figura –en su aura, diría el mismo Darío, que como buen hijo de su tiempo supo ser un torpe entusiasta del ocultismo–, algo que lo emparenta con la estampa icónica de los bares de este lado del mapa, Carlos Gardel, algo que le hace conectar con el imaginario de sus coterráneos.
En una obra fundacional para la crítica literaria latinoamericana (“Rubén Darío y el Modernismo”, Caracas, 19701), Ángel Rama se desborda entusiasta y asegura que todo, incluso el oficio autónomo del poeta, fue inventado por Darío, originalísimo demiurgo de una época en la que América, tal vez por la cámara lenta en que llegaban las ideas y las innovaciones europeas, no tenía más remedio que crear aunque se imaginara imitando.
Pero no es eso lo que encanta a los parroquianos del bar de León.
“¿Por qué aún está vivo? –se preguntaba Rama en 1970–. ¿Por qué, abolida su estética, arrumbado su léxico precioso, superados sus temas y aun desdeñada su poética, sigue cantando empecinadamente con su voz tan plena? Sería cómodo decir que se debe a su genio, sustituyendo un enigma por otro. ¿Por qué tantos otros más audaces que él, de Tablada a Huidobro, no han opacado su lección poética, en la cual reencontramos ecos anticipados de los caminos modernos de la lírica hispánica? ¿Por qué otros tantos que con afán buscaron a los más no han desplazado esa su capacidad comunicante, a él que dijo no ser ‘un poeta para muchedumbres’? ¿Por qué ese lírico, procesado cien veces por su desdén de la vida y el tiempo en que le tocó nacer, resulta hoy consustancialmente americano y sólo cede la palma ante Martí?”
Y se responde, Rama, “para interrogar su paradojal situación no hay sino su poesía”.
Una respuesta que no esconde otra cosa que una nueva interrogación.
—¿Lo ha leído? –le pregunto al cantinero, en un exceso de impertinencia.
Y entonces ocurre eso que García Lorca llamaba el duende, hablando del flamenco.
Los cantaores –pienso en el Agujetas–, en especial los de la vieja escuela, no puede decirse que empiecen y terminen una canción, tal como se la conoce en el mundo payo de los no gitanos. El guitarrista empieza su rasgueo y cuando el duende “baja”, el cantaor acomete, casi intermitente, la vibración de su quejido, hasta que al final, sin esa estudiada pose que tienen los finales, el canto se extingue, tal como vino. Es como si se produjera una “incorporación” en el sentido que se le da, en los terreiros umbandas, al momento en que el orixá posee a su médium, liturgia tomada en préstamos del espiritismo y que tanto hubiera gustado a Darío.
El cantinero –por toda respuesta– echa la cabeza hacia atrás, juraría incluso que pone los ojos en blanco antes de apretarlos mordiéndose el iris con los párpados, y como el Agujetas por soleá, comienza:
—Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,/ y más la piedra dura porque ésa ya no siente,/ pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo…
Recién cuando termina, dos estrofas más tarde (“y no saber adónde vamos,/ ni de dónde venimos”), abre de nuevo los ojos.
A mis espaldas sólo escucho tres golpes, secos.
Son los parroquianos que casi al unísono, celebrando ese final, como si fuera el “ole” que se susurra, quedo, en las peñas del Callejón del Niño Perdido, en la judería de Córdoba, chocan el fondo de sus vasos, ya vacíos, contra la madera despintada de su mesa.
- El ensayo de Rama es parte del libro Poesía, de Rubén Darío, publicado en Venezuela, y se puede descargar de www.bibliotecayacucho.gob.ve
León herido
A diez minutos a pie desde ese bar está la catedral de León. Ahí, un felino pétreo custodia –barroco y doliente– la tumba del poeta que murió en esa ciudad del occidente de Nicaragua el 6 de febrero de 1916, cien años atrás. Había nacido un 18 de enero de 1867, algunos quilómetros al noreste, cerca de la frontera con Honduras, en Metapa (hoy Ciudad Darío).
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