Las coincidencias son las parteras de la desconfianza, además de constituir el recurso más usado en los libretos hollywoodenses para suplir la anemia de imaginación. En ese sentido el diario El Observador puso a prueba, al máximo, la credulidad (“facilidad que tiene una persona para creer lo que otros le cuentan”, según la Rae) de sus lectores. Según las explicaciones a dos voces y en dos tiempos de El Observador, la divulgación en el semanario Búsqueda, el jueves 7, de la lista de instituciones y personalidades locales nombradas en los “papeles de Panamá” trastocó hasta la médula el criterio editorial que seguía paso a paso las desventuras de los Messi, los Figueredo, los Macri y los estadistas nórdicos de apellidos impronunciables.
Ese jueves 7 por la mañana, según las explicaciones de Gonzalo Ferreira, editor jefe de El Observador, los jefes de sección analizaron lo que calificaron de “debate periodístico” que estalló en la redacción y en los grupos de Whatsapp de sus periodistas. “¿Debemos tomar esa lista y difundirla a nuestros lectores?”, se preguntaron los jefes, y la respuesta democrática fue tan perentoria que no esperaron a la impresión el viernes del diario en papel, y adelantaron la conclusión en la edición web.
La decisión fue, claro, que El Observador no debía publicar la lista difundida por Búsqueda. ¿La fundamentación?: “Es una decisión que tiene que ver con la responsabilidad que tenemos como periodistas y con una consideración sobre cuáles datos son de interés público y cuáles no”. Un desprevenido podría decir que la responsabilidad de los editores de El Observador es, precisamente, publicar las noticias; pero esa peculiar responsabilidad implica, quieras que no, definir la irresponsabilidad de los periodistas de Búsqueda y la de todos aquellos que reprodujeron la lista.
Pero es más interesante analizar el asunto del interés público. En este plano, El Observador se lanza a un triple salto mortal. Para explicar por qué a sus lectores no les interesa saber quiénes integran la lista de tenedores de sociedades offshore, los editores utilizan un pase de magia y ponen en el centro de la fundamentación un elemento que no estaba en el libreto: “Seguramente a muchos de nuestros lectores les gustaría saber con qué dinero cuentan determinadas personas y dónde lo tienen guardado, pero eso es esencialmente una cuestión de interés privado”.
Hasta ahora nadie ha hablado de dinero guardado, de modo que el argumento cae por su peso. Un peso significativo, acusador, descalificador. No hay razones para ocultar la lista, y por tanto no hay elementos válidos para asegurar que el ocultamiento es una prueba de responsabilidad. La falacia muestra la hilacha. El Observador perdió una oportunidad de representar los intereses de sus lectores y reveló la ausencia de transparencia informativa.
Pero no quedó allí la cosa: el viernes 9 Caras y Caretas informó que Ricardo Peirano, director de El Observador, integraba el directorio de tres compañías offshore radicadas en Panamá. Esa misma mañana, Peirano publicó una carta en la edición web del diario que dirige. Contó que los editores tomaron la decisión de no publicar la lista “sin consulta alguna con esta dirección y sin tener conocimiento de si los directores de este medio tenían o no sociedades offshore”. Para comprender la reacción hay que señalar que en la lista de Búsqueda no aparecían los Peirano.
Es posible que los periodistas de El Observador ignoraran la existencia de esas tres offshore que Caras y Caretas tuvo el mal gusto de revelar; pero seguramente deben de saber que la familia Peirano, en un pasado reciente, utilizó el instrumento de las offshore para desviar a un paraíso fiscal el dinero de los ahorristas del Banco Montevideo, del que eran propietarios. Quizás por ese antecedente, Peirano se sintió en la obligación de explicar que “la actividad de éstas (las tres offshore) estuvo siempre de acuerdo a lo establecido en la ley panameña y en la ley uruguaya. No constituyeron instrumento para ninguna actividad ilícita”. Las offshore, según su explicación, fueron creadas para “regular cuestiones sucesorias”.
De modo que los editores del matutino tomaron la decisión de ocultar información a sus lectores sin que mediara ninguna sugerencia del dueño del diario; cuando leyó la nota publicada el jueves, Peirano estuvo de acuerdo con sus periodistas, por lo que no hubo, en ese caso, gracias a Dios, conflicto entre los criterios periodísticos de los dueños y los de sus empleados. “Di el okay al artículo, cambiando sólo la palabra ‘capaz’ por ‘quizá’ en el inicio del penúltimo párrafo.”
De hecho, la conducta de El Observador no difiere en esencia de la de otros medios interpelados por los Panama Papers. El País, por ejemplo, tampoco publicó la lista de Búsqueda, evitando exponer a abogados, políticos y empresarios, a la sospecha pública. Pero en cambio, como es habitual, utilizó los títulos de las notas para dar un sesgo conveniente a sus inclinaciones ideológicas y de clase (de las que, dicho sea de paso, fue un ejemplo contundente la crónica sobre el desplazamiento de personas en situación de calle, desde 8 de Octubre, donde hay cámaras, a avenida Italia, donde no las hay, para hacer pichí y caca en la calle, molestar a los vecinos con su ruidosa y maloliente presencia y eventualmente para intentar algún robo; según El País esas personas son “zombis”). Tal es así que las consideraciones del secretario antilavado, Carlos Díaz, expuestas profusamente, que revelan un conocimiento de la situación y resultan ilustrativas en el tratamiento crítico de distintas facetas de las empresas offshore, fueron reducidas en un título a “Son legales”.
El País no difundió la lista, pero en varias notas hizo referencia a bufetes, abogados y deportistas, sin dar nombres, salvo el de Juan Pedro Damiani, del que todo el mundo ha hecho leña. Y en una crónica dio un ejemplo colorido del manido recurso a comparar las offshore con cuchillos: “En estos días se viralizó una explicación muy simple sobre el uso de las sociedades offshore. Un niño tiene una alcancía donde guarda sus ahorros. Cansado de que su mamá revise cuánto dinero tiene, decide llevar la alcancía a la casa de Pablito. La mamá de Pablito nunca revisa las alcancías, ni siquiera sabe de quiénes son ni pide explicaciones. Entonces muchos amiguitos del barrio comienzan a llevar sus alcancías a lo de Pablito. Algunos, como Federico, guardan el dinero que juntaron legítimamente cuando se les cayeron los dientes de leche. Otros, como Gustavo, almacenan las monedas que les robaron a sus hermanos menores. ¿Es legal tener el dinero en lo de Pablito? Sí. ¿Todo el dinero que hay en la casa de Pablito es legítimo? No”.
El argumento de la legalidad de las empresas ha sido una constante, como si el hecho de que su creación fuera legal borrase cualquier sospecha. No obstante, las explicaciones de los implicados son graciosas: las offshore sirven para comprar una casa en Punta del Este; resolver cuestiones sucesorias; encauzar el futuro de los hijos. Atajando esas explicaciones demasiado simplistas, el secretario antilavado Carlos Díaz tuvo que explicar lo evidente: fabricar un cuchillo es legal, pero el fabricante debería fijarse a quién se lo vende. Se podría agregar: “Abstenerse de venderle cuchillos a Jack el Destripador”.
Salvo en el caso de Figueredo-Damiani –cuya historia era absurdo encubrir porque ya está consignada en expedientes judiciales–, la conducta de los medios, con excepciones, fue la de secundar el amable pretexto de la legalidad para eludir el fondo del asunto que, según consignó el propio diario El País, implica, como consecuencia de las offshore de uruguayos, una evasión fiscal del orden de los 215 millones de dólares anuales, que no se justifican con casas en Punta del Este, el reparto de una sucesión o el futuro de nuestros (vuestros) hijos, y que podrían rejuvenecer un Hospital de Clínicas por año.
De modo que tenemos cientos de empresas offshore, en Panamá y en otros paraísos, de las que no sabemos sus actividades reales. Por contraste, las actividades conocidas de algunas offshore revelan que invariablemente fueron utilizadas para vaciar y fundir bancos, evadir impuestos, blanquear dineros de la droga y del tráfico de armas; ninguna actividad inocente. Y por eso crea cierta expectativa –y también temor– la decisión de impulsar inspecciones en estudios jurídicos e interrogar a unos 80 empresarios y profesionales, “sujetos obligados”, como dice la jerga, a pagar impuestos.