La época en que la democracia uruguaya dio su primer paso no era la mejor. En 1913 estalló una de las más graves crisis económicas, que fue comparada con la de 1890. La retracción producida en los momentos previos a la Primera Guerra Mundial fue central. Todas las potencias, y especialmente Gran Bretaña, retiraron sus inversiones y sus depósitos de las periferias y bloquearon los créditos. En esa situación, el batllismo debía hacer frente al pago de los intereses de la deuda colocada en el mercado internacional para la compra del Banco Hipotecario. Debido a la crisis, la segunda emisión de la deuda no se pudo vender y no había fondos para pagar los intereses.
VIENTO EN CONTRA. La única solución era tomar un préstamo, cosa imposible en 1913, salvo que se aceptaran condiciones extremas. El Banco de Londres y América del Sur ofreció al gobierno de Batlle un crédito a intereses leoninos y obligó a garantizarlo con el oro del Banco República (Brou). El acuerdo fue depositar la mitad del encaje en oro del República en las bóvedas del Banco de Londres, y conforme se pagara el préstamo se devolverían los lingotes. La operación era muy arriesgada. El oro era el respaldo de la moneda, y si la operación se hacía pública existía el temor de una corrida que vaciara el República. Y eso fue lo que hicieron el Banco de Londres, el Comercial y el Italiano.
Cumpliendo órdenes de la City, cuando el oro estuvo en la bóveda del banco inglés los directorios del Banco de Londres y del Comercial hicieron una importante operación de cambio de billetes por oro, operación que el Brou no pudo cumplir. El rumor del incumplimiento disparó la corrida. La maniobra imperial fue monitoreada por teléfono desde la sede londinense, y cuando la corrida comenzó a afectar a todo el sistema financiero, los bancos hicieron público su respaldo al República para detener los retiros masivos.
Pero el daño ya estaba hecho. El batllismo fue tocado en su línea de flotación, y al año siguiente, además, cuando Europa entró en guerra, todas las opciones de crédito se cortaron definitivamente.
La crisis tuvo un fuerte impacto social. Batlle y Ordóñez se vio obligado a realizar un ajuste fiscal, que si bien gravó principalmente a las clases altas, no pudo evitar descargar una parte importante en el consumo popular. La inflación se disparó junto con la escasez, y la desocupación llegó a niveles altos. Para un país que vivía desde 1897 una onda de prosperidad, el impacto fue terrible. Y la sociedad responsabilizó al gobierno.
La respuesta batllista fue radicalizar su programa, en lo social y lo económico, espantando aun más a los sectores conservadores, pero sin lograr mantener el apoyo de las capas medias y populares. El colegiado transformó esa tensión social en tensión política.
LA PROPUESTA BATLLISTA. En ese contexto, José Batlle y Ordóñez publicó sus “Apuntes” sobre la reforma constitucional. No había nada que no se hubiera dicho antes. El voto universal y secreto y la representación proporcional formaban parte ya de un acuerdo tácito por el que habían muerto miles de paisanos blancos. La novedad que dividió al país por largo tiempo era el colegiado.
Batlle propuso sustituir la Presidencia de la República por un consejo de nueve miembros, del que todos los años se elegiría un nuevo integrante por voto popular. La propuesta aspiraba a detener toda forma de autoritarismo, pero en realidad Batlle buscaba garantizar la permanencia del batllismo y del Partido Colorado en el poder. La oposición, para llegar al gobierno, debía ganar cinco elecciones seguidas…
Fue un grave error. Batlle y Ordóñez le regaló una bandera a la oposición conservadora, la bandera que estaba esperando luego de diez años de desorientación.
En primer lugar, Pedro Manini Ríos intuyó muy bien el momento y se separó de Batlle, convocando a su alrededor a los sectores más conservadores del coloradismo. Manini –que había sido secretario de Batlle– consideró que el colegiado era algo artificial, que nada tenía que ver con las tradiciones del país y del partido, por lo que propuso volver a las raíces del coloradismo original. Así llamó a su corriente Partido Colorado General Fructuoso Rivera, más conocido como “riverismo”.
Su directiva estaba integrada en un 63 por ciento por empresarios o dirigentes vinculados directamente a los grupos económicos. Al riverismo se sumó el Partido Nacional, liderado por Luis Alberto de Herrera. Éste había editado en 1910 La revolución francesa y Sudamérica, un ensayo político donde intentaba refutar las propuestas progresistas y liberales, y proclamaba la doctrina conservadora que fue dogma histórico de su sector. La reivindicación del clasismo, de la jerarquía, y sus reticencias frente a los derechos universales, perfilaron al nacionalismo como la opción conservadora y elitista de Uruguay. En esta época, el 83 por ciento de la dirigencia blanca tenía vínculos directos con los grupos económicos. Al bloque anticolegialista se sumó la Unión Cívica, con Zorrilla de San Martín a la cabeza.
El anticolegialismo fue la bandera que Batlle regaló a las derechas y que éstas supieron usar muy bien. A los partidos conservadores pronto se sumaron la Asociación Rural del Uruguay, la recientemente fundada Federación Rural y las gremiales empresarias más importantes. Todas ellas conformaron lo que Batlle llamó “el contubernio”.
EL 30 DE JULIO. Finalmente llegó el día. Batlle estaba convencido de que su propuesta sólo perdería en Artigas, porque la lejanía impedía que su “mensaje” llegara con claridad. Cuando se abrieron las urnas la propuesta colegialista sólo había triunfado en Artigas. El “contubernio” había ganado. El reformismo fue derrotado y frenado, y por números contundentes. Los colegialistas –batllistas y socialistas– obtuvieron el 42,61 por ciento contra el 58,12 del “contubernio”.
¿Qué había sucedido? Sin duda una primera explicación debe tener en cuenta el impacto de la crisis en la gente. Los índices socioeconómicos se dispararon a cifras como hacía tiempo no se veían. La ilusión de estabilidad, de progreso y de ascenso social quedó rota para muchos. En otro orden, los beneficios sociales y el discurso batllista no llegaron al Interior profundo, donde el pobrerío era aún el 10 por ciento o más de la población rural. Asimismo, la última guerra civil aún estaba fresca en la memoria de todos y el 30 de julio de 1916 les ofreció a las paisanadas blancas la posibilidad de votar contra el que había matado a su caudillo.
En otro orden, una importante abstención colorada –57 mil votos fue el cálculo en la época– dio cuenta de lo poco convincente de la propuesta colegialista, y se tradujo en un “voto castigo”. Al fin y al cabo fue una propuesta –o invención– presentada de manera sorpresiva que dejaba entrever la intención colorada de monopolizar el poder. Así, los discursos políticos se habían radicalizado a niveles desconocidos en Uruguay, generando, además, un escenario dicotómico, que no era el mejor para las propuestas renovadoras en un momento de crisis.
El voto reformista fue esencialmente urbano, montevideano, mientras que la opción conservadora se afincó en el Interior. Los sectores populares de la capital, así como los medios, apoyaron la propuesta batllista, mientras que en el Interior fue exactamente al revés. Las clases altas, en casi todo el territorio, votaron contra el colegiado. En síntesis, el voto batllista y socialista coincidían con el centro capitalino, el inmigrante europeo, los sectores populares y de clase media urbanos y profesionales. El voto conservador era rural, de los propietarios, de los sectores populares originarios del Interior y de las clases altas.
Esta compleja realidad social y sus expresiones políticas no fueron previstas por Batlle y Ordóñez. Hijo del patriciado, al fin de cuentas, y de una política elitista y excluyente, quizá el histórico estilo de “ordeno y mando” influyó cuando calibró la situación. Batlle supuso, como siempre, que el hecho de ser gobierno y de hacer una propuesta, cualquiera fuera, bastaba para que la gente la votara como un mandato. No comprendió que había puesto en marcha un mecanismo –la democracia– que empoderó a la gente. Y la gente hizo uso de ese derecho como mejor entendió.
Su abjuración posterior del voto secreto, por ejemplo, así como toda la operativa de transición a la democracia pensada para que el Partido Colorado no perdiera el poder, confirman en gran parte el error de cálculo inicial, fundado en ese estilo no democrático de la política aristocrática del siglo XIX.
Pero independientemente de las razones, este acto fundacional de la democracia moderna uruguaya tuvo consecuencias largas en el tiempo. En 1916 el gobierno convocó al pueblo a votar, a decidir su destino. El pueblo se expresó, el gobierno perdió y tuvo que aceptar la decisión. Esa noche, por ejemplo, mientras Zorrilla de San Martín llegaba al Club Católico al grito de “¡Viva el sagrado corazón de Jesús!”, Batlle y Ordóñez les prohibía a sus “jóvenes turcos” descolgar los pizarrones de las puertas de El Día, donde se daban las malas nuevas. Era lo que la gente había decidido y era lo que había que acatar.
José Pedro Barrán, analizando magistralmente el 30 de julio de 1916, concluyó: “Aquel día las mayorías pudieron expresarse, los comicios demostraron poder decidir un cambio importante en el rumbo de la sociedad, y el gobierno acató esa decisión. Que esos tres sucesos iniciaron una nueva etapa en la vida del país lo demuestra el hecho de que los valores políticos que de ellos emanaban volvieron a resplandecer en el plebiscito del 30 de noviembre de 1980, casi intactos a pesar de todo”.
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