Ciudad de pobres corazones - Semanario Brecha

Ciudad de pobres corazones

La sensación fue corroborada por las estadísticas: cada vez son más las personas viviendo en la calle. La otra percepción es que la ciudad –desde su arquitectura, desde su gente– no quiere recibirlas, y muy por el contrario, expulsa de nuevo a los expulsados. Los dispositivos “anti-homeless” avanzan en el mundo y la discusión sobre el derecho a la ciudad (¿ciudad para todos o para algunos?) llegó hasta aquí.

Puerta del teatro Victoria / Foto: Pedro Pandolfo

Primera foto de la ciudad. Hace unos meses el diario El País se refería a una “invasión zombi”, y no hablaba precisamente de la serie The walking dead, sino que daba cuenta de cómo un “éxodo de malvivientes” se había trasladado desde la avenida 8 de Octubre, escapando de las nuevas cámaras de seguridad, y habían copado la esquina de avenida Italia y Comercio.

Estos “espectros que se mueven como en las series de tevé”, según denunciaban los vecinos en la curiosa nota informativa,1 tenían en vilo al barrio y eran vistos como la principal causa de todas las inseguridades. La solución para los ciudadanos preocupados era instalar nuevas cámaras en esa esquina; incluso los comerciantes se ofrecieron a pagarlas con la esperanza de que los caminantes se mudaran a “merodear” por otra esquina.

Segunda foto: luego de cerrar sus puertas al público, el viejo teatro Victoria se arma de unos pinchos de hierro colocados en las puertas de entrada sobre la calle Río Negro, con el fin (aparente) de que los “deambulantes” no se tiren a dormir allí. Lejos de ser un invento uruguayo, estos pinchos forman parte de una tendencia mundial conocida como “arquitectura hostil” o “arquitectura defensiva” (véase recuadro) que incluye púas, bancos incómodos, enrejado de plazas y otros dispositivos anti-homeless colocados por los gobiernos locales para disuadir y alejar a los pernoctantes no deseados de los espacios públicos.

La foto número tres, y tal vez la más paradigmática: sobre 18 de Julio, la propia sede central del Mides –principal organismo encargado de dar atención a los sin techo– enreja totalmente su patio frontal, cada día, al cerrar sus puertas.

Más allá de las fotos, la verdad es que cada vez son más las personas en situación de calle (véase nota central), y la ciudad cada vez las acepta menos, cada vez se vuelve más hostil y excluyente.

HOSTIL Y URBANO. Según Adriana Barreiro Díaz, profesora del curso de sociología de la Facultad de Arquitectura, hay determinados procesos sociales en la trama urbana –de segregación social, zonificación, distribución despareja del territorio, gentrificación– que también plantean aristas asociadas con la hostilidad, y no son recientes.

Según la socióloga, la hostilidad de la ciudad no sólo implica poner púas o enrejar las plazas, casas y edificios, sino que también aparece con aquellos bares y restaurantes que avanzan sobre el espacio público poniendo mesas sobre la calle (“ese lugar no deja de ser público, sin embargo me gustaría ver si pasan por allí dos personas ‘harapientas’ qué sucede…”), o con los nuevos complejos de vivienda que se cierran y se vuelven “guetos” privatizando varios espacios de uso libre. Explica la experta en urbanismo: “Hay una tendencia a cerrar y volver privado algo que no lo es: ¿ahí no hay hostilidad? Además, hay hostilidad sólo hacia quienes son de bajos recursos, hacia quien es percibido como otro: el otro es aquel que no es propietario, el que no vive aquí, el que no arrienda, y por supuesto el que vive en la calle. Pero nos olvidamos de que ese otro en definitiva también está transitando por la misma trama urbana”.

Para la experta, que no dejen entrar al shopping a un niño que trabaja en la calle empujando un carrito también es hostilidad, y “tiene que ver con cómo convivimos en la ciudad, cómo interactuamos unos con otros, y con una serie de supuestos y de prejuicios que tenemos híper incorporados”.

LA BALDOSA DONDE ESTÉS PARADO. Tiempo atrás el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, firmaba en la web del ministerio un editorial titulado “Libertad, convivencia y seguridad”. Allí dejaba planteada una contradicción de derechos, bajo la lente con la que muchos miran el asunto: “Se trata de la libertad individual –individualista– ante todo: se defiende el derecho de la gente que quiere dormir en la calle o vivir en los espacios públicos, bañarse en las fuentes, hacer sus necesidades y hasta tener relaciones sexuales en las plazas, porque sacarlos de las calles y las plazas atenta contra sus libertades individuales. No se tiene en cuenta que permitir esas conductas atenta contra la libertad de las personas que quieren llevar a sus hijos a las plazas para pasar un rato en familia; atenta contra los que quieren sentarse en un banco y disfrutar de la mañana o de la tarde, atenta contra las parejas que quieren hacer uso de los espacios públicos… Atenta contra la convivencia y contra las normas que ésta requiere para vivir con los demás”.

Por su parte, la semana pasada la ministra de Desarrollo Social, Marina Arismendi, al presentar las cifras de personas en situación de calle, dejó bien en claro la perspectiva del Mides: “No queremos a nadie en la calle. Tampoco queremos ser de esas ciudades donde se naturaliza la presencia de las personas que viven allí. El objetivo del Estado no es que no se vean, o meterlos a todos en refugios para tenerlos fuera de la vista, al revés, nos planteamos empezar a sacar los refugios”.

La discusión está dada, y el “derecho a la ciudad” aparece entonces como un tema que trae más dilemas que verdades. El concepto apareció en el año 1968 cuando el francés Henri Lefebvre escribió su libro El derecho a la ciudad, tomando en cuenta el impacto negativo sufrido por las urbes en los países capitalistas, centros urbanos convertidos en mercancía al servicio de la acumulación de capital. Para Eduardo Viera, coordinador del Colectivo de Psicología Política Latinoamericana (Facultad de Psicología), quien además dedicó su tesis de posgrado al tema “derecho a la ciudad”, ciudadano es todo aquel que habita la ciudad, todos somos dueños de ella y tenemos derecho a disfrutarla, pero el sistema es expulsivo con los “ciudadanos no productivos”. Plantea un ejemplo: “Sin ir más lejos, la idea de la ‘ciudad para los turistas’, esa ‘gente linda’, establece que hay cierta gente que se tiene que ir, porque es la gente que asusta, que preocupa, que molesta”.

Y sacar a la gente de la calle tiene esa doble lectura: por un lado protegerla, y por el otro cuidar la estética y ocultar eso que “afea la ciudad”. “Toda ciudad busca mostrar lo mejor de sí, y los pobres no son la imagen de lo mejor. Porque además el pobre siempre está asociado al peligro. Lo mismo pasa con los refugios, nadie quiere tener un refugio al lado de su casa”, reflexionó el psicólogo.

Según Barreiro Díaz precisamente allí está la cuestión: “No es tanto el hecho de que afea la ciudad sino que me molesta a mí. Si le preguntás a la gente, a la mayoría no le importa si afea a veinte cuadras más allá de su casa, lo que le complica es tener que darse de frente con esa situación todos los días”. Y salvando las distancias, recuerda el ejemplo de los vecinos que se quejan por vivir al lado de los boliches nocturnos y se encuentran los domingos a la mañana con botellas y vómitos en el frente de su casa. Aunque el fenómeno es completamente distinto, la queja es la misma: en tanto me toca, me jode.

Entonces, según Barreiro, “depende de la baldosa donde te pares” la lectura de cada uno y la perspectiva de soluciones. Para la socióloga, es un problema que como sociedad tenemos que encarar en algún momento: “de qué forma entendemos y atacamos los elementos estructurales que generan el problema”. De qué forma encaramos esos asuntos que dejan más dilemas que respuestas. n

  1. “Denuncian invasión ‘zombi’ en avenida Italia y Comercio”, El País, 7-IV-16.

 

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Dispositivo anti-homeless

La llamada “arquitectura hostil” o “arquitectura defensiva” avanza en algunas de las ciudades más cosmopolitas del mundo (como Londres o Tokio), y es vista por algunos como un intento cínico para excluir a los pobres.

El gran ejemplo son los “anti-homeless spikes”, unas púas de acero que se colocan en los muros debajo de las vidrieras, en las puertas de entrada de algunos edificios luego de que éstos cierran, en muros de plazas públicas o incluso en forma de pinchos de cemento debajo de algunos puentes. También están los “anti-sit devices”, bancos diseñados específicamente para ser incómodos. Son de madera ondulada o incluyen arneses para que nadie pueda dormir en ellos, incluso algunas banquetas de acrílico están pensadas para recalentarse con el sol del verano y recontra enfriarse en invierno; o los bancos Candem, que están construidos con un cemento especial de forma tal que nadie pueda dormir, patinar, o grafitear sobre ellos.1 Otras estrategias incluyen plazas híper iluminadas para evitar que las personas duerman allí, o dispositivos de riego que se activan sin que tengan nada para regar.

Lo más paradójico, dice la docente de arquitectura Adriana Barreiro Díaz, es que luego de que pasa la polvareda –en cada ciudad que incorpora nuevos elementos de arquitectura hostil el debate se enciende–, una vez que la entidad municipal instala los dispositivos, la discusión se olvida y éstos permanecen.

  1. Véase The Guardian, 13-VI-2014.

 

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