Es grande la tentación de no decir nada sobre Venezuela, en este momento confuso, en el que liberales e izquierdistas renovados celebran la decadencia del chavismo. Pero mejor que no decir nada, por una vez, es decir algo confuso.
Casi nunca hablar de “Venezuela” es hablar de Venezuela. “Venezuela” es un lugar imaginario, al que los centristas (y derechistas) siempre encuentran motivos para atacar, y al que los izquierdistas intentan defender, sin tener siempre muy claro qué está pasando allá. “Venezuela” representa en el imaginario centrista el exceso romántico del socialismo populista, el desdén por lo productivo en favor de la épica, el desborde de la institucionalidad por parte del voluntarismo. Y, en tiempos de crisis del chavismo, es una de las principales armas contra la izquierda.
Para la izquierda, es un referente del discurso antimperialista y patriagrandista, un gobierno que apoyó a sus pares progresistas con sus petrodólares en momentos de crisis y enarboló un discurso socialista y revolucionario que brilló por su ausencia en el sur del continente. En tiempos de crisis del chavismo, aumenta la presión sobre los izquierdistas para finalmente renegar de él, lo que será interpretado por los centristas (y derechistas) como una prueba más de que el socialismo lleva siempre a la crisis y el autoritarismo.
Es duro pensar a Venezuela, especialmente porque los discursos que estructuran la discusión se dan en dos terrenos extremadamente complejos y despolitizadores: el del simulacro mediático y el del formalismo liberal.
Alternar entre Telesur y la Cnn es una experiencia enloquecedora. Los hechos básicos son radicalmente diferentes según qué medio se consulte. Todos los actores admiten que lo mediático es un campo de batalla, y las afirmaciones inverosímiles y mutuamente excluyentes campean al punto de que no es posible escuchar a las diferentes versiones para buscar puntos medios o en común, y se impone en su lugar un sinsentido baudrillardiano. Las redes sociales, lejos de dar acceso a información verídica sin filtros, amplifican las versiones autoglorificadoras de alguno de los bandos.
Como espejo de la confusión y la niebla de la guerra, se impone la certeza de un formalismo moralista que se centra en discutir quiénes incumplen la constitución (según el gobierno, la Asamblea Nacional en de-
sacato, según la oposición, el gobierno que desconoce la voluntad popular de un referéndum revocatorio), quiénes apelan a la violencia política (el gobierno cuenta policías y chavistas muertos en las movilizaciones de la oposición, la oposición a sus muertos y presos políticos) y quiénes son más antidemocráticos (el gobierno señala el golpismo de la oposición, la oposición, el autoritarismo del gobierno).
Cada uno tiene sus verosímiles argumentos legales y materiales, pero la combinación del simulacro mediático y el moralismo genera discusiones cínicas y vacías entre el bien y el mal. Seguramente cada uno tenga una parte de la verdad en esta disputa, y seguramente la realidad sea una combinación compleja de todos estos fenómenos e interpretaciones. Pero ni dar cuenta de esta complejidad ni las censuras abstractas de la violencia y la ilegalidad nos permiten hacer lo que importa en un contexto de polarización: elegir un bando.
¿Cómo tomar posición entonces? Quizás alejando un poco la mirada e intentando ver cuáles son las fuerzas en disputa. Parece claro que del lado del chavismo está una parte del pueblo organizado en las comunas de los barrios y que del lado de la oposición están Estados Unidos y las elites empresariales. Para alguien de izquierda no debería ser difícil elegir entre estos bandos.
Pero esta interpretación tiene dos problemas. El primero, que el mapa es en realidad bastante más complejo, ya que del lado del chavismo también están un aparato del Estado corrupto y unas fuerzas represivas peligrosamente politizadas, y del lado de quienes quieren el revocatorio, la mayoría de una población golpeada por una crisis económica descontrolada. El segundo, que tomar una postura radicalmente antiformalista que sólo tenga en cuenta de qué lado están el imperialismo y el empresariado para ponerse en su contra puede llevar a un enceguecimiento que termine justificando errores y crímenes injustificables. Entre iguales derechos define la fuerza, es verdad, pero también es verdad que hay mucho de obsceno en especular con guerras civiles que van a pelear otros y romantizar como sacrificio revolucionario el sufrimiento de personas que, si pudieran elegir, probablemente no querrían ser peones de los grandes ajedrecistas de la historia.
Y, sin embargo, hay que elegir. Este es uno de los problemas que enfrenta Merleau-Ponty en Humanismo y terror. Si entendemos que la violencia y el crimen son inherentes a la política, y muy especialmente a la instauración de lo nuevo (no olvidemos que aun las épicas centristas como el batllismo y la revolución francesa nacen de guerras civiles), y que los intentos liberales y biempensantes de borrar este hecho son hipócritas, tenemos que poder lidiar con ser cómplices de algún crimen. Pero también tenemos que entender con Gramsci que, si bien a veces son necesarios y exigibles grandes sacrificios, nunca son ni deben ser perdonados los sacrificios innecesarios.
Y precisamente esto es lo que tenemos que pensar. Negar la corrupción, el autoritarismo y la crisis económica es contraproducente, especialmente porque son los terrenos en los que se dirime cuáles son los sacrificios necesarios y cuáles los innecesarios, cuáles evitables y cuáles inevitables, cuáles impuestos por el enemigo y cuáles fruto de errores y vicios propios. Y los responsables de estos últimos, si fueran generalizados, como parece el caso del gobierno venezolano, deberán ser señalados como los responsables del sufrimiento. ¿Cuánto se podría haber ahorrado durante el boom petrolero para alentar una economía más autónoma y sostenible? ¿Cuánto mejor se podrían haber diseñado las instituciones bolivarianas? ¿Cuánto más se podría haber perseguido la corrupción? Seguramente mucho más de lo que lo hicieron los gobiernos chavistas.
Pero entender esto y señalar estos errores no nos puede hacer cambiar de bando, sabiendo quién está del otro lado y que por ahora no están planteadas terceras opciones. Tampoco nos puede hacer caer en ilusiones de que un proceso más moderado y “socialdemócrata” habría evitado esta crisis. Después de todo, el moderadísimo gobierno del PT en Brasil acaba de caer igualmente sumido en una crisis causada por los bajos precios de los commodities, unas instituciones disfuncionales y una corrupción rampante.
Brasil y Venezuela, quizás, nos muestran el problema que aparece cuando los gobiernos “de izquierda” intentan quedarse en el poder a cualquier precio. La cúpula del PT pensó que participando de las redes corruptas de la alta política brasileña primero, y haciendo el ajuste que exigían los mercados después, podía salvar al gobierno para poder proteger sus conquistas. La cúpula del chavismo probablemente piensa que desconociendo a la Asamblea Nacional e impidiendo el referendo revocatorio puede salvar a su gobierno para defender sus conquistas. Estas decisiones no sólo son censurables moralmente, también lo son pragmáticamente, ya que (por lo menos en el caso brasileño) ni siquiera son efectivas para mantenerse en el poder. Pero, aun si lo fueran, el precio del ajuste o la dictadura es demasiado alto para mantener a “la izquierda” en el gobierno. Porque la izquierda no es el gobierno. Es la capacidad de autogobierno colectivo de la sociedad, la construcción de la libertad y el poder del pueblo, la conquista de su bienestar material y su dignidad. Una sociedad fuerte y organizada puede resistir los ataques de un gobierno de derecha mejor que el fracaso y la corrupción de un gobierno de izquierda. Los gobiernos y los partidos de izquierda no deberían ser ajenos a esto, y por ello deberían dedicar una parte importante de sus energías a apoyar y proteger la autorganización de lo social, cuya fuerza será la base de la resistencia y el avance de la izquierda, incluso si gobierna la derecha, cosa que en una democracia tarde o temprano va a ocurrir. Dada la radical desigualdad de poder entre el capital y el Estado en el mundo contemporáneo, mantenerse en el gobierno no es garantía del avance de la izquierda.
La pregunta “¿Y si Maduro cae?” nos evoca la imagen ominosa de la magnitud del ajuste y la represión que llevaría adelante la derecha si llegara al poder, pero esa pregunta no debería ocultar otra pregunta, quizás igual de ominosa: “¿Cómo sigue esto si Maduro no cae?”. Salidas negociadas con bendición divina otorgada por Francisco pueden ser deseables para evitar un baño de sangre en el corto plazo, pero difícilmente hagan desaparecer estas preguntas. Pareciera que no hay buenas opciones arriba de la mesa, si pensamos en términos de quién gobierna.
Vuelvo, para no eludir el problema que vengo eludiendo desde el principio de esta nota, al problema de tomar partido, y tomo partido por el chavismo. Entendiendo al chavismo como lo que hacen quienes construyen (a veces con el apoyo del Estado, otras resistiéndolo), en las comunas y otros espacios en medio de la tormenta, una economía, una política y una vida basadas en lo común, moviéndose en el tiempo lento de la política revolucionaria.
* Politólogo, integrante de Casa Grande (Frente Amplio).