Cuando recuerda lo que ha pasado, todavía hoy a Almas –quien prefiere ocultar sus apellidos por razones de seguridad– le tiembla todo el cuerpo. Tiene 25 años y ha arriesgado su vida dos veces: la primera, trabajando para las tropas estadounidenses en Afganistán, y la segunda cruzando ilegalmente Afganistán, Irán, Turquía, Bulgaria, Serbia, Croacia, Eslovenia, Austria, Italia hasta llegar a Francia. Siempre empujado por una amenaza, la de los talibán, acentuada por la pobreza de su familia, que lo alentó a trabajar para las tropas estadounidenses.
Pero hay una historia que Almas no olvida. “Cada noche conducía de Bagram a Kabul y escondía mi carné de identidad. La carretera era muy peligrosa.” A medio camino los talibán los arrestaron a él y a dos compañeros más –que no trabajaban para Estados Unidos– y los llevaron cerca de las montañas, hasta el interior de una tienda de campaña pequeña. “Habían conseguido fotos de personas locales que colaboraban con las tropas estadounidenses. Afortunadamente mi fotografía no estaba allí, si no me hubieran matado directamente. Nos preguntaron si trabajábamos para los norteamericanos y dijimos que no.”
Después de una hora de interrogatorio, casi milagrosamente se acercaron tropas del ejército afgano. “Un talibán dijo: ‘Mátalos y nos vamos’. Pero otro se opuso: ‘Déjalos, son musulmanes’. Los dos chicos que estaban conmigo gritaban y lloraban: ‘Por favor, no nos matéis, tenemos familia y estamos en medio del bosque, nuestros cuerpos se perderán y nadie los podrá encontrar’.” Los talibán huyeron y seguidamente entraron las tropas afganas, que los pusieron a salvo.
De vuelta en su casa, Almas le contó la pesadilla a su padre: “Yo tenía la cara amarilla, me temblaba todo”. Aquella experiencia al filo de la muerte requería respuestas inmediatas. “Mi padre dijo: ‘Se acabó, no trabajes más con los americanos’.” A día siguiente Almas les explicó a los soldados estadounidenses lo que le había pasado. Como le dijeron que lo ayudarían, Almas pidió el visado especial que concede Washington a los afganos que han trabajado para “el país líder del mundo libre”. “Me dijeron que tenía que pasar al menos un año en un campo con un solo grupo militar. Yo había trabajado cuatro meses en un campo, luego tres en otro, después seis meses en Bagram. También para el ejército británico y para una compañía local respaldada por el ejército norteamericano. No me bastaba.” A Almas se le cerró cualquier posibilidad de acogerse al asilo.
Una noche debió acompañar a las tropas estadounidenses a “detener a agentes del Talibán” en la provincia de Helmand. Una casa fue rodeada y atacada. En un primer tiroteo hubo muertos y heridos del lado talibán. Pero quedaba una pareja dentro de la vivienda. Los soldados querían que Almas ingresara con ellos a la casa. Él se rehusó. Desde dentro dispararon. “Fue la peor noche de mi vida. Nunca he visto nada parecido. Una carnicería así… La sangre… Dios mío.” A su retorno a la base, “vomitaba a cada minuto. Me temblaba la mandíbula. Le dije a mi jefe que estaba muy asustado y que no iría más”.
Almas todavía no logra comprender lo que está pasando en su país, devastado tras más de tres décadas de conflictos inacabables. “Nacimos en guerra y quizás moriremos en guerra. Talibán, muyahidines, Estado Islámico; asesinatos, secuestros, robos… demasiada mafia. No entiendo a nadie, es un desorden en todos lados. Viajas de una ciudad a otra, paran el bus en medio de la carretera y empiezan a disparar: bum, bum, bum. Matan y se van en motocicleta. No lo entiendo, ese país está lleno de mierda.” En su familia la inestabilidad se vivía diariamente. “Cada vez que alguien salía de casa se despedía diciendo: ‘Adiós, quizás no volveré’.”
Los padres de Almas eran maestros de escuela y mantenían un nivel de vida estable. Todo cambió cuando los talibán llegaron al poder. El padre fue encarcelado durante seis meses por ser originario del norte de Afganistán, un lapso en el que nada se supo de él, y su madre quedó recluida en la casa.
Al caer la familia en la pobreza, los hijos abandonaron sus estudios –Almas cursaba informática– y empezaron a buscar trabajo desesperadamente. Un hermano fue contratado como chef en la embajada de Estados Unidos en Afganistán y el otro como traductor dentro del campo estadounidense. “Arriesgué mi vida porque era pobre. Lo tenía que hacer porque mi familia pedía comida, dinero: el salario de mi padre, unos 150 dólares, no alcanzaba para mis dos hermanas, mis cinco hermanos, mi madre y mi hijo. Yo cobraba 800 con las tropas norteamericanas, aunque al final eran unos 1.500 porque me daban más como regalo.”
Almas se ha quedado con una sensación ambivalente respecto del trabajo de las tropas extranjeras en su país. “Trabajé un año con los estadounidenses y no entiendo qué quieren exactamente. Han estado aquí 11 o 12 años para retirar a los talibán. No han podido. ¿Qué quiere decir esto? Los talibán no son fuertes si no los apoyas. Quizás son 2 mil. En el ejército afgano tenemos 72 mil militares. ¿Quién apoya a los talibán? ¿De dónde salen? ¿Bajan del cielo? Estados Unidos debe responder a la familia de cada soldado. ¿Por qué murieron? ¿Para hacer a Afganistán seguro? ¿Por qué atacar desde una parte del mundo a la otra? Para sacar beneficios, ¿verdad?”
Tras recibir cartas de amenaza de los talibán y ver la muerte de cerca, Almas decidió que ya tenía bastante y se decidió a atravesar Asia y Europa a pie. Así fue que llegó hasta Francia, donde pidió asilo. “Francia es perfecta, aunque durmamos en las calles”, dice hoy, dando cuenta de su desesperación. “Siento que soy humano.”