En un mundo en el que las categorías de género asignadas a las personas son hegemónicamente dicotómicas, esto es: varón y mujer, es habitual escuchar lo que corresponde a cada uno de estos géneros. Primero en el hogar, luego en la escuela, en los grupos de pares y en el resto de los espacios de interacción social. Desde el nacimiento se determina cuál es el color que le toca a cada uno y cada una, siendo celeste para el primero y rosado para la segunda. Más adelante esto se manifiesta en lo lúdico cuando nuevamente se separan los juguetes que son para nenas y los que son para nenes, que de alguna forma están moldeando nuestras preferencias de adultos y adultas, dado que en general la nena recibe el mensaje de que es deber de ella el ocuparse de los cuidados del hogar y de la descendencia.
Estas pautas son internalizadas y luego se revelan como elecciones o tendencias “naturales” de uno u otro género por actividades muy similares a esas a las que jugábamos cuando pequeños y pequeñas. Recuerdo que cuando era muy chiquita recibí en una Navidad una muñeca que cuando la apretabas lloraba y pedía por una mamá, un juego muy extendido entre niñas. Mi reacción, por el contrario, fue buscar a mi madre y decirle que la bebé necesitaba una mamá, dado que yo no me percibía con 4 años como la madre de nadie, ni siquiera en un juego. Eventualmente, gracias a la influencia de dibujitos animados, espacios de escolarización y de la sociedad toda, fui reconociéndome, no sin dar batalla, en un rol de cuidadora en muchos de los juegos en los que participaba, porque era a lo que mayoritariamente jugaban muchas niñas a mi alrededor.
Así, la construcción de roles de género es un producto social y no responde a un deseo innato del sexo que nos asignan al nacer, ni menos aun a una ausencia en los hombres del deseo de proveer esos cuidados o afecto. La expresión de lo anterior en el terreno laboral implica una diferenciación por género en el mercado laboral, no sólo en el pago sino también en las tareas que uno y otro género desempeñan. A ello se le suman todas las tareas que hacen las mujeres en el hogar en forma de trabajo no remunerado y socialmente no reconocido como tal. Según la Encuesta de Uso del Tiempo (Eut) que se llevó a cabo en Uruguay en 2007 y en 2013, el total de horas que se trabajan en Uruguay se reparte casi por igual entre trabajo remunerado y no remunerado –50 por ciento en cada uno de los casos en 2013 y una cifra virtualmente igual para 2007.
Si bien la cantidad de horas globales que se dedican al trabajo se reparten equitativamente entre remuneradas y no remuneradas, no se comparten de igual forma entre hombres y mujeres, dado que existe una injusta organización social del trabajo no remunerado. En el total de trabajo que realizan hombres y mujeres hay grandes diferencias entre las horas destinadas a cada una de las categorías. Por un lado podemos ver que los varones dedican 32 por ciento de su tiempo a tareas no remuneradas, mientras que las mujeres dedican a eso 65 por ciento de todas las horas que trabajan. Esto implica que no se reconoce con el pago de un salario más de los dos tercios del total trabajado por las mujeres en nuestro territorio, lo que se traduce en una mayor precarización de su tiempo y en una desvalorización específica de esas funciones. De esta división sexual de tareas resulta que más del 70 por ciento del trabajo no remunerado en nuestro país es realizado por las mujeres.
Estas tareas, que implican un esfuerzo físico y emocional, juegan un rol protagónico en el sistema productivo capitalista. “Si no existiera el trabajo de cuidados que permite que todos los días haya fuerza de trabajo disponible para trabajar, el sistema capitalista no podría funcionar, no podría reproducirse, no podría acumularse el capital”, afirma Corina Rodríguez Enríquez, al considerar que esta actividad posee un rol esencial para que el sistema pueda funcionar. Por un lado, nos toca a las mujeres hacernos cargo de cuidar a niños y niñas, así como de otras personas con mayores grados de dependencia. Pero no sólo, sino que también nos encargamos de las personas menos dependientes, ya que nos aseguramos de que el hombre pueda ir a trabajar con la ropa limpia después de haber comido y descansado.
Podemos ver que en promedio las mujeres trabajan más horas que los hombres. Si sumamos el trabajo dentro y fuera del hogar, los hombres dedican 50 horas semanales en promedio, mientras que las mujeres dedicamos 55.2 Esta carga de horas está asociada a una doble jornada, que implica desgastarnos en el trabajo por el esfuerzo que éste implica, y a su vez el trabajo que significa el llevarse la casa a cuestas como Manuelita. Porque el estereotipo de ser mujer está signado por estar siempre conectada al hogar, desde recordar qué es lo que falta en la heladera y así hacer alguna compra de última hora para la comida y siempre atender el llamado de algún hijo o hija para resolver los problemas que diariamente se dan en el hogar. Recuerdo que cuando niña siempre era a mamá a la que llamábamos para que nos dijera qué hacer para comer o cómo solucionar los problemas con mis hermanos.
Este esfuerzo no se da sólo en el caso en el que el hogar tenga hijos e hijas, sino que la carga horaria que dedica una mujer a las tareas en el hogar aumenta cuando está en pareja con un hombre, respecto, por ejemplo, a la situación de vivir sola. Para el hombre esto es lo contrario, y su carga horaria disminuye cuando está en pareja, trasladando en parte o toda su carga horaria a la mujer.3
Pero en esta sociedad que no es sólo patriarcal sino también capitalista, las diferentes desigualdades se sobreimprimen y refuerzan unas a otras, generando mayores grados de opresión. Como vemos en el informe de la Encuesta de Uso del Tiempo de 2013, la tasa de participación en tareas no remuneradas va descendiendo para hombres y mujeres a medida que aumenta el ingreso, y la brecha entre hombres y mujeres va cerrándose también, aun sin desaparecer. Esto no implica que esas tareas se repartan de forma igualitaria entre hombres y mujeres en los hogares de mayores ingresos, sino que se tiende a sustituir trabajo no remunerado por trabajo remunerado, realizado principalmente por mujeres y por salarios muy bajos.
La categoría mal llamada “ni-ni” para quienes aparentemente no estudian ni trabajan esconde una división sexual del trabajo incluso desde una temprana edad. Dentro de este grupo de lo más homogéneo podemos ver que “las mujeres están sobrerrepresentadas entre los jóvenes que no estudian ni trabajan, concentrándose particularmente dentro de la subcategoría no estudia ni trabaja y es responsable de realizar los quehaceres del hogar”,4 y en general estas jóvenes forman parte de un hogar emancipado. Esto nos muestra que las jóvenes que no están en el mercado laboral o estudiando no están inactivas, muy por el contrario, están ocupadas en sus casas.
Las tareas de cuidado y otras tareas en el hogar implican para las mujeres en la mayoría de los casos un esfuerzo energético y productivo en dos espacios, el laboral y el hogar. Pero estas dos esferas no pueden ser observadas como compartimentos estancos, sino que forman parte de un sistema que impacta sobre las mujeres en forma simultánea. En lo inmediato, implica que las mujeres cuentan con menos tiempo para dedicarse a su autocuidado y su formación para luego poder participar de un mercado laboral sumamente competitivo. En momentos de crisis las mujeres se muestran como la variable de ajuste, dado que son quienes cuentan con menos experiencia laboral y reciben peor pago, al mismo tiempo que las políticas públicas no son suficientes aún y el mayor peso de la provisión de cuidados recae en sus espaldas. A su vez, las dinámicas entre trabajo remunerado y no remunerado implican que las mujeres cuentan con menos autonomía económica y menos posibilidades de interacción social, incluso más en el caso de aquellas mujeres que se dedican exclusivamente al trabajo no remunerado dentro del hogar.
Estos factores, junto a la percepción de que las mujeres de alguna manera pertenecemos al sexo débil, y otras ideas preconcebidas sobre el “deber ser” de las mujeres y su posición relativa respecto de los hombres, implica una exposición sistémica a diferentes formas de violencia.
Uno de los objetivos de este 8 de marzo era visibilizar por medio del paro nuestra ausencia, el rol económico fundamental que desempeñamos las mujeres. Para que no se siga invisibilizando lo que hacemos dentro del hogar y desvalorizando lo que hacemos fuera en forma remunerada. Por eso, una obviedad negada e invisible se volvió grito y símbolo: ¡Si paramos las mujeres paramos el mundo!.
Ana Leiva es economista integrante del Espacio de Economía Feminista. Docente de la Udelar.
- Rodríguez Enríquez, radio Universidad Nacional de la Plata.
- Eut 2013.
- Eut 2007.
- “¿Ni ni? Aportes para una nueva mirada”, Mtss, Mides.