¿Cuáles son las condiciones de posibilidad de una política pública? ¿Cómo leemos las políticas implementadas en otros países o en otros períodos históricos a la hora de pensar si nos conviene copiarlas o descartarlas? En Argentina solemos compararnos con Australia y Canadá, en Uruguay con Nueva Zelanda, en Chile con los países del este asiático, y nunca dejamos de mirar lo que pasa en Europa y en Estados Unidos. Claro está, hace relativamente poco hemos empezado a mirar un poco más de cerca a nuestros países vecinos.
Solemos preguntarnos por qué los argentinos no podemos ser como los australianos y los uruguayos no pueden ser como los neozelandeses. La mayoría de los economistas heterodoxos fija su mirada en cuestiones estructurales. Se habla de geopolítica, del tipo de propiedad de la tierra, de los oligopolios, del control de los recursos estratégicos, de la restricción externa. Así, se tiende a reivindicar los procesos de industrialización sustitutiva de mediados del siglo XX. Los ortodoxos, en cambio, tienden a focalizarse en las condiciones institucionales, como el respeto y la credibilidad de las reglas de juego. De ese modo, se reivindican las épocas de modelos primario-exportadores –agropecuarios en algunos casos, mineros en otros– de fines del siglo XIX y principios del XX. ¿Volvemos a 1910 o a 1960? ¿Copiamos a los países de Oceanía, a los de Asia o a los de Europa? En todas estas preguntas falta un elemento central: ¿cuáles son las políticas que se corresponden con los idearios, con los consensos sociales, con lo que es aceptable o no aceptable en cada momento y lugar?
Entendiendo a la seguridad social como un elemento que nos permite visibilizar qué expectativas se le asignan al mercado y qué rol le corresponde a la intervención estatal, en este breve texto nos proponemos discutir la trayectoria de las políticas de seguridad social en América Latina desde esta clave: cómo se fueron configurando, a lo largo del tiempo, los consensos y disensos que habilitaron estas políticas. Entendemos que sólo de esta manera podremos comprender los desafíos de la seguridad social en la actualidad, las condiciones de posibilidad de los proyectos que pretenden reformarla y, por qué no, las estrategias para proponer reformas alternativas.
En algunos países latinoamericanos las protecciones de la seguridad social se fueron consolidando desde principios del siglo XX (hablamos de Argentina, Brasil, Chile, Cuba, Uruguay, un poco más tarde Colombia y México) como conquistas sindicales para ciertos sectores. Esto se corresponde con la última fase de los modelos primario-exportadores, donde se empieza a verificar que el crecimiento económico –acompañado, en algunos de estos países, por procesos de inmigración masiva y acelerada urbanización– no garantiza automáticamente el bienestar social. En Europa se habla del surgimiento de la “cuestión social” o la “cuestión obrera”; en América Latina hablamos de los límites de los modelos económicos que miran hacia afuera, de la consolidación del poder de ciertos sindicatos y de las necesidades de pacificación social que reclaman los sectores dominantes. Desde ya, la seguridad social lejos está de cualquier pretensión universalista, y la protección a la población desamparada sigue corriendo por cuenta de las instituciones de beneficencia.
La crisis de los treinta va a provocar un cimbronazo en todas las economías latinoamericanas. En algunos casos, como Chile, los efectos serán brutales. En otros, como Venezuela y México, los recursos petroleros en tiempos de rearme bélico harán que la crisis se sienta menos. En Argentina y Brasil serán los propios sectores dominantes, otrora defensores a ultranza del librecambio y la especialización en productos primarios, quienes empiecen a proponer protecciones arancelarias, industrialización y mayor intervención del Estado. Así, hacia los años cuarenta y hasta mediados de los sesenta el diagnóstico más difundido sobre las economías latinoamericanas será el del subdesarrollo: se entendía que nuestras economías tenían menor productividad que la de los países centrales y que era necesario encauzar, desde el Estado, procesos acelerados de desarrollo económico por la vía de la industrialización sustitutiva. Los imaginarios sociales referían a una sociedad de pleno empleo –para lo cual la industria era necesaria, pues sólo ésta podía incorporar a toda la población en el mercado de trabajo–, en la que, en un futuro próximo, no habría más pobreza. En este marco, las políticas sociales y de seguridad social debían ser homogéneas y contributivas: todos debían acceder de la misma manera, y las prestaciones se financiarían desde los aportes sobre la nómina salarial. Si todas las personas tienen trabajo registrado, un sistema contributivo genera una protección universal. En este marco, una de las funciones de la seguridad social es asegurar que los trabajadores puedan seguir consumiendo después de agotada su vida activa o mientras están temporalmente desempleados.
A mediados de los sesenta se registra un leve viraje, principalmente en los países más grandes (como Argentina, Brasil y México, pero también se lo encuentra en Chile y Colombia): del diagnóstico del subdesarrollo pasamos al de la heterogeneidad estructural. Estas economías no serían ya catalogadas como meramente atrasadas, sino que se haría hincapié en la coexistencia de sectores de alta productividad, que habían acogido los frutos de la industrialización, con otros de productividad mucho más baja (en México y Brasil nos vamos a referir, ante todo, al campesinado). Ante este escenario, la política social y la seguridad social se transforman: se abandonan las pretensiones de homogeneidad y se plantea como deseable que algunos sectores o regiones puedan acceder a protecciones no contributivas, financiadas por el Estado. Más aun, se empieza a pensar que la seguridad social ampliada puede ser un medio para el desarrollo, una condición necesaria de su encauce. La propia Cepal empezará a incluir a la política social y a la seguridad social dentro de las propuestas de planificación del desarrollo, y los distintos planes nacionales de desarrollo de los países empezarán a incorporar, cada vez más, a estas políticas.
Desde fines de los setenta, primero en Chile y Argentina, y con más fuerza desde los ochenta en el resto de la región, estos consensos empezarán a cambiar, pero los cambios de paradigma se volverán hegemónicos en los noventa. Ahora el diagnóstico será el de una región repleta de mercados emergentes. Se sostendrá que la industrialización sustitutiva había sido un fracaso, que las industrias latinoamericanas siempre fueron deficitarias, y que es necesario volver a una América Latina exportadora de productos primarios, a lo que se agregarán los servicios financieros. Sin una industria que sostener, la seguridad social se convierte en una carga, deja de ser una solución y se convierte en un problema. Entonces esta ha de ser transformada. Como afirmaba Robert Castel, la cuestión social para el neoliberalismo es muy sencilla: se trata de rentabilizar lo que es rentabilizable y de marginar y descartar lo que no lo es. He ahí la clave argumental de las privatizaciones: si los aportes a la seguridad social pasan por las aceitadas ruedas de la bicicleta financiera, podrán canalizarse a inversiones productivas.
Hacia la primera década del siglo XXI, crisis del neoliberalismo mediante, volverá a cambiar el diagnóstico hacia algo parecido a la vieja heterogeneidad estructural, pero con utopías más escuetas. Los gobiernos progresistas en Argentina, Brasil y Uruguay, así como los no tan progresistas de otros países, tendrán como objetivo un desarrollo económico con inclusión social, reconocerán que el crecimiento económico no puede ser la solución a la precariedad y la marginalidad, y lanzarán políticas masivas –por ejemplo, los programas de transferencias condicionadas de ingresos, o los distintos planes de inclusión previsional– tendientes a amortiguar, a contener. Las políticas sociales no serán necesariamente precondiciones económicas del desarrollo, o lo serán parcialmente, pero sí serán sostenes políticos y sociales de modelos de crecimiento, bajo desempleo, mejor distribución del ingreso y en algunos casos lenta reindustrialización y aun más lenta autonomización de la dependencia respecto de las exportaciones primarias, cuando no de abierta reprimarización, principalmente en los países andinos.
En la actualidad, el avance neoconservador –que se verifica, sobre todo, con el macrismo en Argentina y con el ilegítimo gobierno de Temer en Brasil– intenta recuperar la agenda privatizadora –el caso de Brasil es el más evidente–, pero sabe que los consensos para implementarla no son los mismos que los de los noventa, que la confianza ciega en las fuerzas del mercado ya no es tal, y que la capacidad de resistencia a estas reformas es mucho más fuerte.
En síntesis, las distintas políticas públicas implementadas son inescindibles de sus contextos de formulación. La posibilidad de poner en práctica una propuesta no sólo está limitada por su financiamiento, su operativización o los acuerdos políticos para lograrla, sino, también, por los consensos sociales a su alrededor. Si queremos proponer políticas públicas e intentamos tomar como referencia a las experiencias del pasado, el tener en cuenta los contextos intelectuales, los consensos sociales y las ideas dominantes en cada momento resulta imprescindible.
* Doctor en ciencias sociales por la Universidad de Buenos Aires. Becario posdoctoral Ceil-Conicet. Docente de la Universidad Nacional de Moreno. Miembro de la Sociedad de Economía Crítica (Sec) y del Instituto Argentino para el Desarrollo Económico (Iade).