Seguramente sería más fácil vivir en un mundo donde las cosas fueran blancas o negras, pero mucho menos interesante. La profesión periodística ofrece no pocas oportunidades de enfrentarse a dilemas éticos y a menudo obliga a quien la practica a tomar decisiones que por su misma naturaleza serán por siempre ajenas al consenso.
Como es de público conocimiento, el periodista Samuel Blixen accedió a una porción limitada del mal llamado “archivo Berrutti”. Luego de varias notas periodísticas sobre el espionaje militar en democracia (en una serie que comenzó en setiembre de 2016 y fue reunida en el especial “Infiltrados”) y de comprobar que, en los hechos, la divulgación contenida en el archivo comenzaba a desmadejar tramas de espionaje largamente ocultas, Blixen propuso a Brecha la democratización del acceso al archivo, que pasó a estar disponible a través de nuestra página web.
El relato, así contado, parece lineal. Sin embargo hubo –y todavía hay– infinitas consideraciones y dudas, las mismas que se han debatido largamente en las redes sociales y la prensa. La más socorrida, pero no la única, fue la de la decisión de exponer públicamente datos personales de las víctimas.
Lo cierto es que, para Brecha, la publicación del archivo “purgado”, con nombres e información tachados, no era una opción disponible. No lo era porque lo que está en entredicho es, justamente, el manejo que se ha hecho hasta ahora de los archivos, la discrecionalidad con que se han manejado quienes han tenido el privilegio de acceder a ellos y cómo han resuelto las tensiones entre ocultar y publicar, y entre dar acceso o negarlo o restringirlo. ¿Cómo podría Brecha arrogarse el derecho de decidir qué datos censurar? No lo era, tampoco, al tratarse de un archivo ilegal en el que se registran incluso delitos impunes, y que oculta los nombres de quienes integraron el aparato de espionaje y sus “manipuladores” (en la jerga de la inteligencia, los agentes encargados de solicitar las tareas a los informantes contratados). Desmadejar la compleja trama es, necesariamente, una acción colectiva llamada a atar cabos que permitan echar luz sobre las identidades que el archivo prolijamente esconde.
Cabe recordar que la discusión sobre la manipulación de documentos de archivos fue el centro de una polémica en Brecha entre Samuel Blixen y Álvaro Rico con motivo del manejo discrecional de los historiadores en la notación nominal en la “Investigación histórica sobre detenidos desaparecidos y asesinados políticos” encargada por Presidencia de la República, un cuestionamiento que, al decir de Blixen, “deriva del cúmulo de errores, algunos involuntarios, menores, otros no tanto, ni menores ni involuntarios; de la manipulación, la aplicación de diferentes criterios de valoración, de las interpretaciones antojadizas y del tratamiento diferenciado de temas y personas, que hacen de esa extensa compilación de información un todo poco creíble y sospechoso. Porque, ¿cómo creer, cómo aceptar lo que dicen cada una de las 5.508 páginas, si en algunas se han manipulado documentos, se han tijereteado textos y se han introducido ‘inexplicables’ criterios de divulgación?”.1
Así las cosas, y considerando que no se puede esperar más, Brecha decidió mostrar lo que se ha mantenido oculto y aguardar a que se produzca el necesario debate y transformación de este ignominioso estado de cosas. Tenemos claro que nuestra decisión comporta dilemas para los cuales no hay una solución limpia.
En el primer tomo de Lo que los archivos cuentan, Carina Blixen2 escribía: “El difícil, peleado, intrincado proceso de dar cuenta y juzgar los crímenes de la dictadura hizo emerger una dimensión verdaderamente problemática de los actos de testimoniar, hacer memoria y justicia. La memoria adquirió una dimensión colectiva inédita en nuestra cultura, y fue y sigue siendo el eje de una puja política. No parece posible que el acto de archivar, tan ligado a la posibilidad de la memoria y al ejercicio del poder, haya quedado inmune a las transformaciones de nuestra sociedad en los últimos años.
En un sentido muy amplio tal vez pueda pensarse que en el marco del rechazo de la impunidad y la negación, el acto de investigar, recuperar, guardar, en definitiva, archivar, se vuelve un acto ostentosamente político. ‘Ostentosamente’, escribo, porque siempre es político, pero en un sentido amplio y, en principio, ajeno a la puja más inmediata. Tengo presentes las reflexiones de Jacques Derrida sobre la acción de archivar como un acto no inocente de legitimación, su manera de plantear el archivo como un lugar de gran violencia, su alerta sobre la necesidad de evaluar no solamente los contenidos, sino también los gestos archivísticos, quién ha decidido registrar, qué se conserva y qué se excluye, por qué. Dónde debe detenerse el archivo público.
Si es inevitable pensar que la noción de archivo, su dimensión ética y las posibilidades que plantea como acto de conocimiento han sido afectadas por lo que ha vivido la sociedad uruguaya en los últimos cincuenta años, parece sensato empezar a preguntarse de qué manera, en qué dimensión y con qué consecuencias. El archivo es un espacio conflictivo. Hay razones políticas, sin duda discutibles, que llevan a los estados a manterner cerrados determinados archivos por un tiempo previamente establecido. Cada sociedad debe resolver la ecuación que juzga más adecuada para lograr cierto equilibrio entre el derecho de los sujetos a preservar su intimidad, el de los investigadores a documentarse y el de la sociedad de saber”.
Lo cierto es que aceptar la decisión de publicar el “archivo crudo”, sin los usuales cuidados periodísticos sobre la información y el contexto, si bien problemática, tiene un sentido y una razón de ser, y está llamada a intervenir directamente sobre una realidad que creemos insostenible, lo que transforma a la acción de liberar el archivo no en un hecho periodístico, sino en un hecho político. Es decir: volver patente la flagrante y sostenida falta de transparencia en el manejo de los archivos en manos del Estado, que ha venido a sumarse a las infinitas trabas en la investigación de los crímenes de la dictadura y en el acceso a la información acerca de represores y violaciones de los derechos humanos. Un hecho político tendiente a ayudar a que la sociedad uruguaya pueda establecer satisfactoriamente ese equilibrio de derechos al que hace referencia Carina Blixen.
No es la primera vez que Brecha da un paso alejándose de lo meramente periodístico. Lo hizo albergando las primeras reuniones por la anulación de la ley de caducidad, lo hizo, más recientemente, denunciando la situación desesperante de Jihad Diyab, entre varias otras ocasiones.
Sin embargo, a dos semanas de publicado el archivo no nos ha pasado desapercibido el silencio atronador de los responsables de que esta situación se haya perpetuado en el tiempo, y del sistema judicial y político en su conjunto. Y si bien es esperable y bienvenido el debate sobre la privacidad de las personas, no hemos dejado de notar que se ha dedicado más tinta y saliva en señalar al dedo que en caer en cuenta que este estaba señalando al sol.
Pero a fin de cuentas tienen que existir taras muy profundas en una sociedad y un sistema político que, aun con un inmejorable contexto político nacional y regional para la investigación de la violación de los derechos humanos, sigue cobijando, por decenas de años, la más rampante impunidad, cultivando la mentira sistemática y tolerando el crimen. ¿Qué razones había para pensar que iban a levantar la cabeza por unos archivos?
- “En respuesta a Álvaro Rico”, Brecha, 12-V-17.
- La coincidencia de los apellidos es fortuita. Carina Blixen es directora de Lo que los archivos cuentan, publicación de la Biblioteca Nacional dedicada al trabajo de los archivos literarios, pero cuya reflexión frecuentemente abarca el problema de los archivos en general.