Terence Davies (1945) –cuatro de cuyos filmes fueron exhibidos en Cinemateca en distintos festivales (Voces distantes, imágenes quietas, 1988; Del tiempo y la ciudad, 2007, Trilogía, 1984 y The Long Day Closes, 1992), en ese orden y algunos bastante después de la fecha de su realización–, aunque considerado de manera bastante unánime el más importante autor cinematográfico de su país, nunca hasta hoy había llegado a las salas comerciales locales. Y llega con un filme extraordinario, sobre un tema también extraordinario. Un biopic sobre Emily Dickinson, la poeta que llegó a ver publicados apenas unos pocos de sus poemas durante sus cincuenta y cinco años de vida, transcurrida, con el paréntesis de un internado escolar, en el hogar paterno en Amherst, Massachusetts. Apoyándose deliberadamente en la poesía de Dickinson, cuyos fragmentos atraviesan como ráfagas apasionadas la película de comienzo a fin, Davies construye un relato donde la vivacidad de los diálogos desafía la atmósfera visual signada por la quietud, la delicadeza de la iluminación –de fuerte impronta pictórica– y de los movimientos de cámara, que dan el aire de épocas donde el tiempo parece tener otra medida y otro valor. Hay escenas de una concentración tan perfecta que es tan difícil olvidarlas como describirlas. Como la que a partir de unos retratos hace limpiamente transcurrir el tiempo sobre los miembros de la familia Dickinson, o como la que muestra, en un calmo paneo, a esa familia reunida en la noche, en una casi oscuridad que permite ver a uno leyendo, a otros simplemente pensando, a un tercero contemplando el fuego, logrando una sensación de tiempo detenido, de un grupo humano en el que cada quien está en lo suyo sin dejar de estar, a la vez, con los demás.
Davies construye su relato usando el mismo dualismo que caracteriza a la poeta estadounidense. Cuestionadora, desafiante, Emily es a la vez la chica rebelde y la hija devota de padres a los que adoró y cuidó con ternura, la misma con la que su hermana menor Lavinia la cuidó más tarde a ella (y después de ella, la que logró hacer conocer su poesía). En un mundo donde se avizoraban ya cambios importantes –la guerra de secesión estalla cuando Emily transitaba la mitad de sus 30 años–, el hogar de los Dickinson, de severa religión puritana pero iluminado por el evidente amor mutuo de todos sus integrantes, es el único lugar donde esa mujer de espíritu movedizo quiso permanecer. Los diálogos son intensos, a veces dolorosos –como las confidencias que hace a Emily su cuñada Susan–, confrontativos –Emily desafiando a su padre, a su hermano o al pastor de su iglesia– y en ocasiones –como cuando expresa sus opi-niones la amiga de las hermanas Dickinson, la pícara Miss Buffam– con una ironía que puede rozar alguna forma de pragmático cinismo. El reparto que lleva adelante esta puesta en escena es soberbio. Cynthia Nixon anima con finos matices a Emily madura, y no le van en zaga Jennifer Ehle (una especie de Olivia de Havilland más vivaz y con más alegría en la mirada) como su hermana Lavinia, Jodhi May como la intensa y recatada cuñada Susan, Catherine Bailey como Miss Buffam y un augusto Keith Carradine como el padre Dickinson.
Sin ninguna retórica ni manifiesto, la película de Davies se ocupa de asuntos como el lugar y la significación de la mujer en un mundo férreamente patriarcal, los raros y difusos acuerdos entre la rebeldía interior y la calma ubicación exterior, el miedo y la atracción de lo carnal, las infinitas contradicciones que pueden sacudir una vida pacíficamente recluida en el lugar más seguro. Haciendo honor al título, la serena y apasionada experiencia de una película singular.
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