Siento el hacha sonar y el árbol caer como un gigante sobre la yesca. De ahora en más calentará los cuerpos, formará un mueble con láminas de su carne o liquidará sus días –si es apto, si es blando– en un papel donde se encenderán las letras. Pocos destinos más hondos para un árbol: terminar en los confines de un libro infinito.
Se ha hablado mucho –se habla– del lugar del libro en la sociedad actual y, por extensión, del lugar de la lectura. Se discute sobre el fin del objeto real, tangible, frente a la omnipresencia de lo digital. Es cierto que la mayor biblioteca puede descansar en un pequeño dispositivo, así como los mejores discos. Es cierto que pueden escanearse obras enteras (libros, periódicos, manuscritos) y ponerse al alcance de todo el mundo. Pero, como es usual, la lógica no debería medirse por la cantidad y la capacidad para acumular, sino más bien por la calidad: buenos textos y tiempo suficiente para entregarse, para ser gozoso esclavo de la lectura. Tiempo para adquirir las herramientas que nos permitan interpretar el mundo. Preocupación por leer antes que por emitir un juicio, ese imperativo de las redes fantasmas. El mexicano Gabriel Zaid lo sugiere con contundencia: el gran problema cultural de nuestro tiempo no lo provoca la gente que no sabe leer ni escribir, sino la que no quiere leer y no para de escribir.
Pero esta es una apología del papel, de las hojas que envejecen con uno y, en casos, nos preceden, de las bibliotecas que se sueñan y se van construyendo conforme uno también suma años. No es igual la pantalla de turno a la página rugosa que se desliza por nuestros dedos. Los lectores necesitamos de los objetos que se disfrutan sin reloj, bajo una luz generosa, los ojos sepultados detrás del aumento, las palmas abiertas sosteniendo las tapas ya tomadas –tal vez– por un ser querido o por uno anónimo o por nosotros mismos cuando éramos otros; quizá un café acompañando el ritual, un cigarrillo, por estos suburbios, un mate. Un libro que se abre virgen a nuestras manos. Porque la lectura, así como la escritura, son actos esencialmente solitarios, y estamos en un mundo que escapa de la soledad con la misma fuerza que huye del silencio.
MESA DE ENTRADA. El mundo de los libros tiene sus vicios. Y cuesta explicar, en especial a los cercanos, por qué seguir adquiriéndolos. He escuchado excelsos planteos legitimadores. Un amigo, por ejemplo, justificaba su compra compulsiva diciendo que quería ganar libertad, más libros garantizaban un margen mayor para la elección. Una estudiante de profesorado me dijo una vez: “mi vida es miserable en muchos aspectos, pero no puedo permitirme eso en mi biblioteca”. Otro, que por su edad podría ser mi padre, confiaba que detrás de la adquisición había una ilusión de inmortalidad: agenciarse libros que uno puede sospechar que no leerá esconde el deseo de sumar un porvenir, de robarle un tiempo más a la vida, un éxtasis nuevo. Conversé con otro amigo hace muy poco: de tantos libros había recurrido a cajas de cartón, ya no le alcanzaban los estantes ni su apartamento. Parecen haber múltiples razones para este comportamiento, algo menos ruin que un simple acto consumista, algo menos lineal que el afán del coleccionista, acaso el deseo de sentirse vivo con nuevos descubrimientos, ensanchar el universo aunque más no sea para sentirnos cada vez más ignorantes.
Montevideo es pródiga en páginas y en cielos plomizos. Posee lugares exquisitos para hacerse de libros, en especial si el gusto de uno no se obsesiona únicamente por la novedad literaria (siempre el pasado, en su enorme vastedad, será más interesante que el presente y hasta puede ser, por momentos, más novedoso, sólo se trata de buscar, aunque sin olvidar –jamás– dónde se está parado). La capital tiene atendibles bibliotecas y librerías, pero si el de uno es un bolsillo flaco, las ferias vecinales resultan un buen espacio, en especial si uno quiere dejarse sorprender. Tristán Narvaja es la clave, aunque no necesariamente su calle Paysandú. Es tiempo de caminar e ir con ojos atentos. La base es comprender que un buen libro no tiene tiempo, como la música, como las bellas personas. Y que el libro de largo trajín puede ser una luminosa puerta a otros mundos, anclados en el pasado –es cierto–, pero a punto de soltar amarras hacia lo que vendrá. Puede sonar frívolo, pero la hoja blanca de algunas ediciones nuevas y económicas –papel obra– rechina en mis ojos, y mejor no hablar de algunas tipografías. Parece necesario el distanciamiento para hacer de la lectura un acto especial que no puede confundirse con una hoja impresa en la computadora personal. Pero en tiempos de gran conexión y de artistas con Facebook, qué difícil es mantener ese distanciamiento parecido al misterio.
LA CASA BIBLIOTECA. Hay gente que nace en una casa sin libros, hay personas que lo hacen en una con gran biblioteca. Hay hogares con libros encendidos y televisores apagados, y otros con el silencio siempre enmudecido, porque dicen que hace preguntas, entonces mejor es prender alguna de las tantas pantallas o la radio o todo junto. Hay casas de gente sola, y otras llenas de personas y generaciones donde todo ello confluye, y parece ser lo más equilibrado.
Hay imágenes poderosas: la del padre leyendo una extensa novela decimonónica que aún no leí. Los lomos verdes de la editorial Jackson, leídos en orden, por segunda o tercera vez, descansando en una mesa de luz estilo francés. Dolina ironizaba sobre la costumbre actual de meterse en la cama con el celular en una mano. Hoy parece no haber tiempo para las grandes lecturas, hoy que todos leen y nadie lee. Hoy que todos son felices y nadie es feliz.
La biblioteca personal se descubre como un fetiche para su propietario. Como el edificio del alma que mejor nos defina, ladrillo a ladrillo al ritmo de los años. No deja de ser una ilusión, un sueño de algo trascendente, con poderes por fuera de los hombres. Y esa biblioteca tiene la peculiaridad de formarse de diferentes textos que el azar va juntando, con libros nuevos y otros que fueron parte de otras bibliotecas y han conservado sus marcas. Libros con fechas, inscripciones, recortes de diarios, entradas, cartas, dibujos, flores muertas, cabellos, una dedicatoria que uno se dedica. Qué decir del libro roto en procura de unas manos que lo revivan. Exlibris, viejos colofones, quien ha tenido la suerte de heredar una biblioteca y quien tuvo que darle nacimiento recién despuntada la adolescencia, desmontarla en divorcios o mudanzas en los que todo siempre cabe en algunas cajas, y donde los libros pierden su peso poético y ganan uno tangible que incomoda.
Ser el hacedor de una biblioteca personal, una Babel de bolsillo, con libros que fueron sumándose de múltiples ámbitos, que incluyen lo afectivo: el padre al hijo, el abuelo al pequeño nieto que se ha ido llenando de arrugas. Cómo eso que para uno es un tesoro infinito puede para otro ser un bulto a desechar que junta polvo y le quita espacio a una pantalla cada vez más grande. Es cierto, solo así el libro vuelve a vibrar, llega a otras mesas de entrada para volver a cambiar su destino en algunos años. Bibliotecas destripadas y nuevos encuentros, el sueño de saber, de ser inmortales. Aparece otra imagen: una profesora regalando a sus estudiantes los libros de una amiga que sabía que iba a morir y deseaba un buen destino para su biblioteca. Y ahora la imagen de nuestros libros, nuestras obsesiones, cuando ya no estemos y ellos queden allí, a punto de comenzar un nuevo periplo.
Esta es una apología del papel. No del que viaja en pasta y nos vende el espejismo del desarrollo; un elogio al papel que vale el árbol que tiró (¿lo valdrá este texto?) y que sabe esperarnos en algún lugar, o en las manos de alguien que cree que con él será mucho mejor. Mágicas páginas con sangre negra tatuada a golpes sobre su carne, páginas austeras y soberbias, sobrevivientes del último naufragio.