Cada tanto encuentra lugar entre los pliegues de mi memoria. Pide salir, expresarse, tocar el viejo piano del hospital con sus manos flacas y ancianas. Así la evoco, un cuerpo menudo y fuerte, una ropa perdida en otra época, un perfil como signo de interrogación. No era longeva, rondó apenas las ocho décadas, pero en su actitud y en su beatitud sin iglesia podía sugerir más almanaques.
Evoco a Ana Esther en el umbral de un concierto que hoy dirigirá Piero Gamba en el Teatro de Verano. Lo haré desde la luz –ella me lo inspira así–, aunque no sé qué tan fácil será derramarla en la escritura, no sonar mustio. Vivía en el Cerro, en una época en que un vaporcito hendía la bahía y en pocos minutos unía la fortaleza con el centro de Montevideo. Allí permaneció toda su vida y allí partió, como siempre quiso, luego de décadas entregadas a sus padres y a su piano, al que siempre dedicó febril estudio –hasta el último momento–, por más que el sueño de ser concertista ya estaría encallado en el mismo barro del Plata, para siempre.
Durante treinta años trabajó en el hospital Maciel, y al cumplir 70 años y jubilarse, sus compañeros consiguieron un piano y organizaron un concierto para despedirla y hacerla feliz. Desde entonces, dos veces por semana, viajaba en ómnibus desde su barrio con una noble aspiración: levantar el velo del instrumento dormido, hacer florecer en sentidas notas el jardín de invierno del antiguo nosocomio. La música se transformaba así en medicina.
La vi llegar varias veces, por fortuna tan de paso como ella. Todos se acercaban a saludarla. Pies ligeros y cuerpo pequeño, aparecía Ana Esther con su sonrisa, moviéndose como alfil entre el hermoso damero del pasillo. En una mano llevaba una antigua banqueta vienesa, de perfecto esterillado, que guardaba en la capilla contigua gracias a la enorme hospitalidad de las monjas que no vacilaban en bajar por el ascensor y acompañarla en sus ejecuciones. En la otra mano una bolsa con viejas partituras, ya que –según insistía– nada podía aprenderlo de oído. Entonces ponía la llave, abría la tapa y nada volvía a ser como antes. Música clásica, valses, algún tango colado. Beethoven, Aliábiev, Kalender, Matos Rodríguez. Las personas allí presentes, heridas en alguna parte del cuerpo o heridos sus seres queridos, no tardaban en ofrecer sus oídos y miradas. La imagen era poderosa: una señora mayor de dedos finos e instruidos, una cabeza que se inclina ofreciendo sentimiento, alma, como si la música existiera porque las palabras no alcanzan.
Teléfono. Corría 2014. La había buscado en la guía porque me interesaba entrevistarla. Entonces la llamé a su casa y su voz me respondió lejana, casi imperceptible. Se traducía en ella el miedo, la desconfianza, el dolor: hacía apenas una noche un hombre había entrado a su domicilio para robarla. El relato fue atroz y a la vez literario: en la madrugada tormentosa se despertó con fuertes golpes en su puerta, luego arribó un silencio que, lejos de calmar las aguas, dio paso a la luz de una linterna ingresando a su casa. Después vino el maltrato, el intento de hacerle comprender al hombre que era insano lo que hacía, el robo de lo poco de valor material que tenía.
Desde entonces no iría al Maciel, no estaba de ánimo. Me agradeció el llamado y me pidió que lo repitiera en tres días. Así lo hice, y si bien se sentía todavía mal y eso se traducía en su voz temerosa, volvería a cruzar Montevideo en procura del piano, en la búsqueda de aquellos que pudieran necesitarlo.
Un mes después del primer encuentro, con el entusiasmo de ver su imagen y sus palabras en el papel, se veía tan feliz, tan alegre de ser, al fin, reconocida, que la irrupción en la noche parecía superada. Volví al hospital varias veces porque me conmovía verla tocar y luego dialogar con ella; era lúcida e inteligente, y tanto sentimiento podía brotar de su frágil apariencia, tanta virtud. Sin dudas no era consciente de lo que generaba en los otros, no percibía la majestuosidad de su imagen entregada al piano (nadie ve majestuoso lo que le resulta demasiado conocido), tampoco parecía consciente de la melancolía que le imprimía a sus interpretaciones.
Con un amigo pensamos en celebrar sus 80 años con un documental, “Ana Esther en tres pianos”: el del hospital adquirido para que ella llenara las tardes de música; el de su casa, comprado con el enorme esfuerzo de sus padres; el mejor piano del Sodre, posible imagen de completud para ella. Todavía añoraba el viejo instrumento de la institución en sus épocas de concursante: “El piano era divino, me contestaba todo lo que yo quería; qué horrible cuando se quemó, qué angustia me dio”.
Antes de su partida la seguí llamando, buscaba alegrarla, alegrarnos. Ella me contaba de su inevitable mudanza a casa de un querido ahijado de su madre. De antemano ya se preocupaba por lo que implicaría mover todo: “Fijate que yo no estoy sola, soy yo y mi piano”, decía, para siempre despedirse con un “Hasta siempre”, que lejos parecía estar de un “Hasta nunca”.
Piero Gamba. A veces interesan más las aspiraciones que no se concretan –y no uso el bastardeado sustantivo “sueños”– que las que logran su objetivo, y no me limito a la falsa dicotomía entre éxito y fracaso. El relato de Ana Esther es una de las tantas historias mínimas de aspiraciones que no se concretan, y no por falta de talento, a veces pesa más la falta de tesón, de empuje, más en el mundo riguroso de la llamada música culta, más bajo la realidad de ser una mujer tímida, sencilla, sensible a las palabras pronunciadas en voz alta.
En un país donde las niñas estudiaban piano, con 8 años se inició con una profesora del barrio y se recibió de docente diez años después. Por recomendación de la mesa examinadora siguió estudiando para perfeccionarse. Durante años se presentó a los concursos anuales del Sodre, siempre obteniendo la segunda categoría. Hasta que hacia 1960, cuando contaba 25 años y eso implicaba su última posibilidad de concursar, el joven Piero Gamba –italiano, ex niño prodigio de visita en Montevideo– integró el jurado y puso otro interés en la audición: “Me escuchó distinto a los demás, de todo el programa me pidió una parte, los otros escuchaban un poquito y gritaban: ‘¡Basta!’. Yo me ponía a tocar y parecía que ya estaba esperando ese grito”.
Lo usual por entonces era dar los resultados por la prensa, pero esta vez fue distinto: “Ese año salió el mismo Piero Gamba a trasmitir el resultado, y me dieron la primera categoría”. La alegría de las inseparables madre e hija terminó en el llanto. Pero la dicha no siguió en los hechos: era pianista de primera categoría, pero eso no presuponía que la contrataran.
Cuando Ana Esther evocó el nombre de Piero Gamba apenas me sonaba, y desde luego lo imaginaba hundido en el pasado. Fue bueno saber que se mantiene en plena actividad y que esta noche sonará bajo su dirección la Novena Sinfonía, de Beethoven. Su nombre consagrado me devolvió a Ana Esther y su pequeña historia, a la vieja tarde en la que fue feliz, al piano mudo de un hospital que podría llamarse mundo.