Era campo en febrero - Semanario Brecha

Era campo en febrero

Febrero.

Febrero por Ombú.

Faltaba aún para comenzar las clases. Febrero todavía prometía vacaciones. Solía entonces quedarme unos días en el campo, al cuidado de mis abuelos. Algo diferente aguardaba, no era como los domingos del resto del año, cuando se sumaban hermanos y primos, diversas edades con sus propios intereses y rivalidades.

En enero llamaba más la playa, el Río de la Plata y su habitual calma, a veces la borrasca que no impedía zambullirnos. El mes más corto del año era otra cosa, invitaba a despertar –literalmente– con el canto de un gallo señorial, y a la vez me daba entrada para recorrer la tierra, la quinta, el arroyo, junto a los padres de mi madre. El campo era una extensión fecunda peinada por caminos de balastro, donde las vacas parían terneros y producían leche para un enorme camión que pasaba cuando el sol caía. También era el lugar donde el girasol podía coquetear con el maíz criollo, altivo, plantado no muy lejos. Entre El Tembleque y La Mulada, el río Rosario serpenteaba cerca hasta morir en otro río, mucho más ancho, parecido a mar. No hace de esto tanto tiempo, algo más de dos décadas, pero son años suficientes para pasar de niño a adulto y para cambiar ciertas formas de producción; una naturaleza que se mutila bajo un rigor que podría nombrarse con pocos dedos.

“Tus hermanos cazaban patos y apereás y vos aparecías con flores”, me recordó alguien no hace mucho, con una mueca de sorpresa en el rostro. Y era cierto, los primos más chicos –desligados de los varones mayores, que portaban hondas y chumberas– nos perdíamos entre el nogal, el estanque, el gallinero, los caminos de tierra floridos en primavera, hermosos pero nunca tanto como el jardín de la abuela, intenso para siempre en el recuerdo. En esos caminos tomábamos las flores silvestres con las que terminábamos armando pequeños ramos. Cortábamos, entre otras que no sabría nombrar, la popular margarita, la amarilla diente de león (el de soplar era, por supuesto, soplado) y la preferida de todos: la verbena colorada, frágil, de sabor dulce.

Pero febrero no traía primos ni tíos, al menos en los días de semana. Los abuelos estaban sólo para mí, entonces podía formar parte de su rutina llena de labores por cumplir. Cerca de la casa de techos rojos –construida en tiempos de los bisabuelos–, como comprobación del influjo de Juan Ramón Jiménez, se hacía lugar entre los eucaliptos el caballo Platero, su frente adornada por una estrella blanca que bajaba hasta el hocico. Tenía mala fama, se había quebrado una pata y con mucho esfuerzo logró recuperarse, aunque eso lo había vuelto un poco arisco. Lo cierto es que lo usábamos para salir en el charretín –un simpático sulky– rumbo a la casa de unos parientes que vivían no muy lejos, aunque a suficiente distancia para disfrutar de ser pequeño y viajar apretujado entre una Lilia atenta, un manso Américo de manos en las riendas, y un loco Platero al trote con sus anteojeras.

El hueso. Una imagen aparece de pronto. El largo corredor trasero de la casa con techo de chapa –tambor del cielo–, el abuelo caminando rumbo a la cocina, un enorme hueso en su mano. Al ver al niño se detiene.

—Mirá qué hueso… Es un fémur –dice con picardía, con esa ruda ternura de hombre de campo–. Uno igual a este me sacaron cuando me operaron de la cadera.

El niño mira con asombro esa enormidad fresca, blanquísima, generosa carne colgando a sus costados.

La secuencia sigue dos horas después en la cocina, sobre la mesa de cármica con mantel de hule. Allí tres platos de tirabuzones humean. Junto al tomate, la cebolla, la albahaca, hay trozos de carne que el niño prueba y luego aparta, impresionado.

—Pero… ¿por qué no comés la carne? –dice la abuela, con sorpresa.

—Es que el abuelo me dijo que el hueso se lo habían sacado a él –responde el niño.

La mujer gira su cabeza hacia el responsable. Un rezongo instantáneo cierra la escena.

La quinta. Quizás fuera la huerta la principal actividad en su etapa de jubilados. Tenían una alrededor de la casa, con lechugas, frutillas, cebollas, porotos, pero la principal estaba a unos cien metros. Debíamos cruzar algunos alambrados que yo siempre miraba con desconfianza, temiendo la descarga eléctrica de algún pastor que tomara demasiado en serio su trabajo.

Era un espacio inmenso, o así lo sentía desde mi altura. Si daba vuelta la mirada, podía ver al ombú de largas tardes, detrás el tambo, muy cerca el molino. Pero si –canasto en mano– volvía la vista hacia el objetivo, lo primero a observar era el ejército de maíz con sus coronas hirsutas. Penetrando en sus filas, veía cómo cargaban en brazos a sus hijos barbados y llenos de granos; me atraía su particular forma de aferrarse al suelo con ese pie de mil dedos. Era un lugar ideal para jugar a la escondida, pero esas cosas no se hacen con los abuelos, a menos que uno sea nieto único.

Al frente del ejército verde, la tierra era gobernada por el zapallo rastrero. Ya estaban secas sus guías y hojas pinchudas, pero las calabazas reposaban como gigantes caídos en desgracia, esperando la madurez suficiente para ser puchero o dulce sobre la rebanada de pan. Detrás de los choclos estaban los zapallitos de tronco y la gran producción de tomates, deformes pero muy sabrosos, a veces terminados de sazonar en la penumbra del granero, junto a un tanque que durante mucho tiempo sirvió para hacer queso.

La cosecha de papas, tubérculo americano que le peleó al hambre en tantas guerras, era algo que me gustaba ver y, de tener más fuerza, practicar. Una pala de dientes entraba a la tierra y en la disputa emergía –sucio, lleno de pequeñas raíces– un racimo de papas. Algunas eran gigantes; todas diferentes. La nobleza se veía en la propia tierra generosa, en los cielos limpios, en la inocencia de una niñez que habrá de encallar en el mundo adulto, no del todo convencida.

Es cierto que es falso el regreso. En un tiempo iba cada domingo, pero volví una vez –después de varios años clave– y ya nada era igual; no estaba la quinta, no estaban ellos, y yo era ya un cuerpo grande que veía todo pequeño. Queda la memoria que también intenta ser fecunda, un pasillo por el cual –a veces– elegir perderse; quedan las imágenes, como la huerta sobre un terreno que nunca quedará yermo.

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