Esta costa es mía - Semanario Brecha

Esta costa es mía

Arachania es un balneario con una playa de aguas ariscas.

Costas por Ombú.

La costa uruguaya continúa siendo generosa. De este a oeste, todavía los pies pueden hundirse en solitarias arenas. Oceánicas, de río o de laguna. Blancas y finas. O pedregosas, gruesas, y hasta agresivas como una ciénaga. Aun es posible introvertirse al ritmo de la respiración, o dormirse con la banda de sonido del oleaje espumoso. Entre los balnearios hay considerables tramos en los que a un lado de la playa se ve el agua, y al otro una cintura de dunas sin casas ni paradores ruidosos. Pero el caminante no deja de sentir cierto desasosiego cuando visita algún rincón en el que estuvo no hace tantos años.

Arachania es un balneario con una playa de aguas ariscas. Saladas y peligrosas, no son aptas para bañistas tímidos y ni siquiera proliferan en ellas los surfistas. Entre La Pedrera y Antoniópolis, y muy cercano a La Paloma, es más bien un paraje de familias de clase media próspera, turistas argentinos de buen pasar y veraneantes solitarios, que lo disfrutan en alternancia con el agite de los balnearios que lo flanquean, más glamorosos y prolíficos en servicios. Sólo hay un autoservicio, por lo cual los consumidores más ávidos viajan constantemente a las playas limítrofes, fundamentalmente en busca de carne y la variedad de las actuales parrillas gourmet. Como buena integrante de ese tramo geológico caracterizado por las cárcavas “más extensas y numerosas”1 de los 180 quilómetros de la costa rochense, Arachania es pródiga en altos y en desniveles. De hecho hay un lugar que alguien, con tino de naturista o de promotor, bautizó como “Barrancas de Arachania”. Hoy esa seña topográfica ya denomina a un complejo privado de cabañas. Se puede llegar a él de casualidad, tomando atajos agrestes en los que una perturba el escondrijo de los apereás para evitar la bajada más concurrida a la playa o cuando las horas muertas del lagarteo empiezan a pedir otros rumbos.

No sé si habrá sido el influjo de los párrafos de Stevenson y La flecha negra, el libro de arena de esta licencia, con esas aventuras tan voluptuosas en detalles de acantilados y mareas, pero al llegar al terraplén, por momentos creí imaginar en el horizonte al Buena Esperanza, el barco robado por el joven y gallardo vengador, en la previa de un rescate furtivo desde la bahía, con una tripulación llena de bribones. Luego, recordé que esa escena era nocturna y tormentosa, y que a la hora del día en la que merodeábamos por las barrancas, el Atlántico entregaba una postal con tonalidades azules verdosas. A esa altura de la novela arreciaban las disputas entre caballeros medievales, estandartes y comarcas, los York no se daban tregua con los Lancaster, y alguien había sido despojado de sus tierras.

En las barrancas se ven muchas casonas, erigidas a la sombra del –también generoso– bosque nativo, con extensos metros de fondo y frente poblados de acacias, coronillas y otros árboles criollos, con porteras y faroles al mejor estilo rural. Las grandes residencias combinan lo rústico y lo moderno, con finas técnicas arquitectónicas y, hay que decirlo, una amable amalgama con el hábitat. Casi todas han sido levantadas de modo de asegurar una imponente vista al mar, pero a su vez proporcionar reclusión y aroma de monte. Cuando me iba acercando, no sabía si ya estaba en propiedad privada. No había nadie por la zona y no tenía certeza de si podía continuar por un sendero en pendiente que me recibía con la portera abierta y unas hendiduras muy marcadas de neumáticos todoterreno, sin olvidar una suerte de garita de madera vacía parecida a la de los guardabosques. Intuyo que debía de ser un servicio de seguridad privada. Sólo una búsqueda por Internet me permitió conocer, después, que aquello era un establecimiento con nombre y apellido.

Como en tantos otros balnearios, la faja residencial parece haberse extendido hacia ambos lados de la bajada principal, al punto que una se pregunta si la voracidad por urbanizar la costa no terminará provocando que las casas de Arachania terminen en un futuro (¿cercano?, ¿mediano?) lindando con las de La Pedrera. Pero también la peculiar urbanización parece extenderse hacia el lado norte, en el que viven todo el año los obreros que construyen las casas de los veraneantes y los abastecen de servicios múltiples. Ellos también quieren su terreno. Allí está asentado el artesano que recicla chatarra, y diseña estilizados pie de guitarras, pero que también fabrica mediotanques y parrillas. O el empleado municipal que cría en el fondo arbolado, lleno de gurises, una oveja, conejos, gallos y gallinas, y deja pastar a un par de caballos tostados. Ellos también van construyendo, de a pedacitos, la casa de sus sueños. Se divisan partes construidas con madera, otras con chapas, y los primeros asomos de los ticholos en la planta de abajo, a la espera de lograr un segundo piso que quizás pueda elevarse y avistar el océano. Hay vecinos que comentan un poco defraudados que esas construcciones le dan a la zona un toque “periférico” que atemoriza “a los argentinos”. Lo cierto es que esos padrones están a cuatro cuadras de la playa oceánica, y de las costosas residencias construidas con toques de urbanismo minimalista, enormes ventanales de vidrio, hamacas paraguayas combinadas con el color de las reposeras y feng shui.

También bastante cerca trabaja de sol a sol, incluso sábados y domingos, el capataz que construye otra casa de dos pisos, muy cerca de la principal, que no será para él. Pero el hombre también se compró su terrenito (“porque cada vez nos salen más trabajos por acá, y queremos dejar Florida; yo todavía no me puedo venir, porque me falta otro año de liceo”, me cuenta el hijo).

En la platea habitacional que mira al mar, se divisan varios dúplex o cabañas gemelas, con sus letreros de “se alquila”, aunque todas ya parecen estar alquiladas. Son una muestra de diseño rústico y funcionalidad. Al lado de uno de esos complejitos, alguien decidió instalar en su terreno un ómnibus. Porque él también quiere su vista al mar (todos la queremos), y lo que consiguió por ahora para delimitar su territorio es una bañadera no rodante. Es probable que no haya llegado al contenedor portuario, la estrella del momento en las comarcas costeras. A propósito hace un par de años, me topé con algunos de ellos instalados en la propia playa de La Tuna. No en un barranco, sino a escasos metros de la orilla (ingrata aquel año, infectada de las algas verdes características de la eutrofización).

Cada vez más en gran parte de la costa todo tiende a parecerse, porque lo que rige es el caos constructivo. Los balnearios, nacidos de un nuevo bautismo o conquista, van colonizando a la dadivosa faja costera. Alguna vez fueron punto de pioneros, de pescadores, o de argentinos o uruguayos de buen ojo y paladar. Pero todos queremos la costa, y el suelo se lotea y se vende. Y los decks encallan sobre dunas y se apropian de un pasadizo por el que antes podía bajar un ensimismado explorador. Los letreros de “propiedad privada” se enclavan como banderas, y las adyacencias de la costa se fraccionan sin ton ni son al servicio de la casa de veraneo, los complejos ideales para hacerse de una renta con los alquileres estacionales, o la permanencia de una población trabajadora, ya sea por los buenos oficios de promotores, con agrimensores a la carta, o especuladores que comercializan derechos posesorios. Todos queremos la costa, pero se tornan indescifrables, más allá de los obvios afanes de recaudación, cuáles son las reglas de uso, ni qué criterio son los que se van imponiendo en cada una de las batallas territoriales, que terminarán por modificar el recurso natural y estandarizar el todavía bello paraje solitario.

 

  1. La propia ordenanza costera de Rocha (2003) establece que ellas, ubicadas en el tramo comprendido entre las lagunas de Garzón y de Rocha, así como al noreste de La Paloma,“no son sólo profundos entalles más o menos lineales, sino que alcanzan una gran superficie, abriéndose en abanico en forma arborescente”.

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