Ha sido el primer verano de mi vida –no breve– en que no caminé por la orilla del mar. Ni me zambullí. No era mi intención. Tan no lo era que compré en diciembre un traje de baño lindo, cómodo, alegre (para despedir los biquinis de antaño). Pero no lo usé y… ¡ya llegan “las aguas de março”!
“La democracia del Uruguay está basada en el traje de baño” –decía Juan Pablo Ribeiro–. No lo decía con reflexión de filósofo. Lo decía con el desparpajo feliz de los 20 años, al bajar del 64 frente a la escalera de Playa Honda. Qué alegría. El aire, una gloria; las olas, altas, por el bajón profundo de la orilla; la arena finita se pegaba a los hombros y era pretexto para caricias distraídas. La playa “al alcance de todas las clases sociales” (como proclama, acerca de la escuela pública, la base del monumento a José Pedro Varela). No nos damos cuenta de la maravilla de esos dos beneficios, por tenerlos. La moña azul. Y el traje de baño: único pasaporte necesario. Igualados por discretos cuadritos escoceses o unánime azul marino, los muchachos de antes lo usaban con la seguridad de que la pinta y el verso sobraban como carta de presentación. Las muchachas con los suyos (siempre parecidos, los de las más amigas) agraciaban el paisaje en posturas displicentes pero no intimidantes, recuerdo. El del atlético Eduardo Galeano era negro (uno que lucía entonces) conciso como sus cuentos todavía no escritos, demostraba autoestima. Más holgado, a unos metros, flameaba el del ceñudo comisario Otero, que caminaba con espalda de árbitro de fútbol y con un baldecito de plástico verde en una mano. Testigos hay de lo que digo.
Playa Honda. Casi sin sombrillas. Se llevaba a lo sumo una lonita y un paquete de Nevada o La Paz suave. Estilo sin equipaje, inconcebible para los argentinos que como caracoles previsores trasladan donde sea heladeritas y reposeras.
Playa Honda. El muelle a la izquierda que, por el vértigo de ver el agua golpear contra las piedras era imprescindible recorrer abrazados.
Frente a la playa: el Molino de Pérez. No tenía, en 1970 –esa construcción entre barrancos–, bar donde tomar café. Ni lo precisábamos. Sentados en el pasto, al lado de la rueda y del ruidito del agua, se podía conversar lo más bien sobre cosas que empezaban a ser importantísimas.
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Quien haya nacido en Montevideo no tiene noción de lo que es vivir sin mar. Sin rambla. Ese regalo de quilómetros azules. O a veces gris y despiadadamente ventoso. Si uno está enamorado: va a la rambla. O si está simplemente contento: va con el termo bajo el brazo y con el perro (dichoso perro, corriendo a lo loco, como aquel de Lelouch en la playa por donde caminaban “un hombre y una mujer”). Si hay que llorar se va, claro, a la rambla. Y si, apenado, alguien llega al pie de la mujer que cerca del hotel Carrasco sueña sueños perdidos, la belleza de la puesta de sol y su promesa implícita (“volveré mañana”) lo consolará.
Este verano lo viví del lado color león del río grande como mar. Como al propio rey de la selva es difícil acercarse a él. Debe ser, Buenos Aires, la única ciudad del mundo que no se asoma al río que la recorre. Si fuera un paseo accesible, por donde poder tomar mate mirando el horizonte, claudicarían los psicólogos, fraternizarían los sindicatos, los pescadores y los enamorados. Pero una selva de grúas, contenedores y camiones humeantes amedrenta a la gente de a pie. Demasiada ciudad, demasiado cemento. Hasta el sol se despide entre azoteas, en vez de refrescarse en el agua antes de ir a despertar a los chinos.
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Lo que, en cambio, tiene Buenos Aires de magnífico (más que sus jacarandás floridos, más que las librerías que no duermen, más que sus teatros y que la pizza de Guerrín o de El cuartito) es la disposición a la amistad. Tienen, los porteños, la ocurrencia permanente de invitar a sus casas, reunirse, conversar –más rápido y más alto de lo que ningún oriental podrá hacerlo nunca– con los amigos de siempre –siempre a punto de pelearse o de abrazarse– y con amigos nuevos. Quien diga que son soberbios no sabe lo que dice. Abren sus hogares a los viajeros, sus corazones para escucharlos, sus heladeras para organizar –en un abracadabra– cenas con lo que haya y donde se sienten a gusto la venezolana que habla con dulzura, el escocés que no entiende ni palabra; la rubia rusa que era ingeniera electrónica y aquí vendió café por la calle hasta que consiguió trabajar según su título; el indio –“que no hindú”, especifica con acento de Oxford– y la peruana que aporta un ají de gallina que deja extasiado a todo el mundo; el largo armenio parecido a un apóstol del Greco que lee la borra del café como quien lee un poema; el gallego que vino para escapar del frío invernal de La Coruña (porque, dice, no aguanta el frío, aunque sea frío de primer mundo). Con el gallego sostuve una charla fascinante que empezó por nuestra afición por los azulejos y derivó al terremoto que en 1755, Día de Todos los Santos, destruyó la Lisboa medieval y mató a tantos. ¡Y el maremoto mató después a quienes se habían refugiado en los barcos! Un espanto. Quedó como Cartago. Pero dio paso a la Lisboa moderna que el marqués de Pombal llamó a diseñar y construir (creo que sustentado por el oro y los diamantes de Ouro Preto y Diamantina). Me hizo reír mi nuevo amigo gallego cuando para desdramatizar en algún punto tal catástrofe me dijo que la duquesa de Abrantes con gran cuidado había hecho pegar algunas piezas de las doscientas cincuenta de su vajilla de porcelana china convertida en añicos y las mandó rehacer al país de origen. Después de dos años llegaron de Macao las cajas con las frágiles piezas, nuevas, perfectas y… ¡quebradas todas otra vez y vueltas a pegar! para que resultaran idénticas a las propuestas por la duquesa como muestra de lo que habían sido, encareciendo que “así las quería.”
Digo, en fin, que en verano Buenos Aires es más de los visitantes que de los locales. El lugar que dejaron quienes se fueron a Mar de las Pampas, La Cumbre o Claromecó (o aun más lejos) lo ocuparon quienes vinieron de Canadá o de Berlín. Munidos de sombreros chinos y botellitas de agua mineral. Ecologistas todos, necesitan regarse durante sus caminatas. Hacen bien: es fácil deshidratarse por San Telmo o Palermo al hacerse el guapo con 37 grados a la sombra. No fue ficción en Borges mencionar “la candente mañana de febrero” ni exageró Salgán cuando compuso su obsesivo “A fuego lento”.
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Así han sido estos meses. Lentos, candentes. Vivir el verano en la ciudad fue una elección necesaria para mí, semana tras semana, este año. Sucedían responsabilidades que requerían presencia: niños en vacaciones. Fracturas, yesos, paciencia, mejorías. Lejanos parientes de visita y conversaciones arqueológicas. Ya pasó todo eso. El verano pasó. El mismo viento que desprende las hojas de los fresnos se llevará retazos de reuniones donde dijimos palabras, palabras, palabras. Que no suplieron 30 años de lejanía familiar (sería imposible) pero nos vincularon en lo que somos ahora: no por recuerdos ajenos sino por sinceridad actual. Eso estuvo bien. Creo que teníamos un poco de miedo. Yo al menos tenía un poco. Pero fue bueno vernos: somos ahora menos ideales que en los recuerdos. Resultamos personas. Con dificultades y búsquedas propias, no todas intercambiables. Con culturas y tiempos distintos (aunque compartamos la nariz familiar o la sonrisa idéntica a la de alguien que ya no está).
Algo más me conmovió este verano, una vieja película de John Houston: Desde ahora y para siempre. ¡Ese cuento! Esa emoción repentina, recóndita, arrasadora. Aquel amor. “The dead”. ¿Cómo pudo evocarlo, James Joyce, tan así? Perdurable como una joya antigua. Una joya guardada en el estuche de una canción. Al entreabrirlo escapó el fulgor. Breve, lejano y absoluto, como la juventud.