Se murió el verdulero de la cuadra en que vivo. Cuando lo cuento, digo: se murió mi verdulero. Me enteré por mensaje de texto. Yo no estaba en el barrio, y cuando mi novio fue a comprar fruta se encontró con un cartel diminuto pegado con cinta en la cortina metálica: “Cerrado por luto: falleció nuestro querido Luis”.
Aunque hace cuatro años que vamos a esa verdulería al menos una vez al día, no nos acordábamos de que se llamara así. Nos pusimos nerviosos. El verdulero tiene cinco hijos que también atienden la verdulería y temimos que fuera uno de ellos. O quizás uno de los empleados. Aunque dudábamos que cerrara el negocio por un empleado. No es que una muerte fuera peor que la otra –aunque sí, las muertes jóvenes siempre son trágicas–, pero Luis, si es que el verdulero se llamaba Luis, estaba bastante maltratado por la vida y por sí mismo. La idea nos impactaba y entristecía –¡hablé con él ayer!–, pero tenía más sentido.
Fue el portero de nuestro edificio, que también se llama Luis, quien nos confirmó que la muerte se había llevado al patriarca mientras dormía. Llegó una ambulancia en la madrugada, cuando era demasiado tarde. Luis, el verdulero, estaba divorciado, tenía 65 años y vivía con algunos de sus hijos en un edificio pegado al nuestro. Además era el hermano del dueño de la granjita de debajo de mi edificio, José, que a su vez es dueño del bodegón de enfrente, también cerrados por luto.
Si hubiésemos podido elegir entre la muerte de uno y otro hermano, no habríamos elegido a Luis, que siempre nos cayó bien. A diferencia de José, tenía una impronta más auténtica y poca pinta de cagador. Fumaba sin parar detrás de una caja registradora tan cascoteada como él y a su lado siempre estaba su mascota, una gata arisca llena de agujeros.
La verdulería de Luis es legendaria por sus buenos precios –viene gente de otras cuadras, incluso de otros barrios–, y abastece a todos los negocios de comida de la zona: pleno centro porteño. Además siempre redondeaba a favor del cliente y regalaba comida antes de tirarla. Y así era normal llegar a nuestras casas con tres quilos de uva o cinco paquetes de acelga o demasiados tomates para lo que fuera.
Luis tenía una afabilidad rústica solamente interrumpida por accesos de violencia pública hacia su hijo mayor. Esa parte complejizaba su bonhomía. Rodrigo, así se llama el primogénito, es un coleccionista-vendedor de muñecos de acción tipo tortugas ninjas o He-Man. Por sus referencias y nostalgia de época calculo que debe tener mi edad. Usa lentes, ya está medio pelado y carga con la seguridad sobreactuada de quienes han sido históricamente ninguneados. Entonces habla mucho, fuerte, y a todo le imprime –a su colección de figuritas, a una anécdota sobre las tropas de Hitler, al clima– una trascendencia exagerada. Eso lo convierte en blanco permanente de las burlas de los empleados de la verdulería –que revolean los ojos apenas empieza a hablar–, y exasperaba a su padre al punto de gritarle casi de forma cotidiana: “Rodrigo, pedazo de pelotudo, podés dejar de decir pavadas y ponerte a laburar”. Eran momentos tensos. El galpón lleno de choclos y de papas, espinacas, lechugas, cinco empleados, una cola de diez clientes –siempre hay mucha gente– y unas palabras dichas con desprecio y furia contenida convertían la ida a la verdulería en una inmersión violenta en el núcleo del disturbio familiar. Todos éramos testigos de un conflicto que nunca pude adivinar. ¿Por qué Luis se enojaba tanto con su heredero? La pelotudez puede ser irritante, sí, y quizás le diera vergüenza la exhibición tan pública de nimiedades dichas con ínfulas. Aunque, ¿era para tanto? O simplemente detestaba a su hijo.
Pero me niego a pensar en esos términos. Prefiero creer que Rodrigo funcionaba como un receptáculo de las frustraciones e infelicidad de su padre. Quizás desde su divorcio –que obviamente no sé cuándo fue ni en qué términos– Luis quedó amargado y por eso se dedicaba con obsesión a la verdulería. A las seis de la mañana ya estaba sentado fumando y trabajando y allí se quedaba hasta las nueve de la noche. Y entonces se la agarró con su hijo mayor, porque con alguien hay que agarrársela, y Rodrigo es, realmente, un blanco fácil. Siempre me sorprendió su falta de reacción. El hijo recibía los golpes de su padre con resignación y a veces decía bajito: “Bueno, bueno”. Nunca me quedó del todo claro si era por pusilánime, por avergonzado o por una actitud magnánima. Lo cierto es que apenas me enteré de la muerte del verdulero pensé en él y en cómo le habría afectado. Los vínculos difíciles complican los duelos. “Falleció nuestro querido Luis”, decía el cartelito con letra manuscrita. Estoy segura de que fue Rodrigo quien lo escribió.
***
El negocio sólo estuvo cerrado el día del entierro, y aunque la muerte siempre descoloca, enseguida todo volvió a la normalidad. Al día siguiente la verdulería abrió puntual y con los hijos atendiendo, como siempre, y turnándose en la caja. Aunque todo parece más descuidado. Las lechugas están un poco marchitas y los zapallitos medio podridos. Rodrigo ya no habla de muñequitos. Anda como preocupado y parece mayor. La gata vieja y rota tampoco está más, pero no me animo a preguntar por si tengo que volver a dar un pésame. Ahora hay una gris y chiquita. Se llama Poupée.