Así como hay actores que quedan enganchados para siempre a un exitoso rol, hay cantantes que no podrán desprenderse jamás del éxito de una de sus canciones, por más años que hayan pasado.
Alfredo Zitarrosa nunca pudo dejar de cantar “Milonga para una niña”, Daniel Viglie-tti jamás dejó de incluir en su repertorio “Gurisito”, Numa Moraes no logró zafar de “La patria compañero”, Jaime Roos será siempre el autor de “Brindis por Pierrot”, Mauricio Ubal y Rubén Olivera serán los autores de “A redoblar”, muy a su pesar, Eduardo Mateo fue siempre el creador –con letra de Horacio “Corto” Buscaglia– de “Príncipe azul”. Y Carlos Benavides pasará el resto de su tránsito vital y su trayectoria de músico como la voz que en 1974 convirtió a “Como un jazmín del país” en un enorme clásico. ¿Quién no cantó –o escuchó cantar– en un asado, por ejemplo, estos clásicos versos de Washington “Bocha” Benavides?: “Dijo el muchacho a la moza/ desde el comienzo te vi/ en el sueño en la vigilia/ como un jazmín del país”.
El tema es que Carlos Benavides ha logrado –no sin esfuerzo– sobrevivir a ese enorme clásico que cautivó a un Uruguay entonces en dictadura y desarrollar una larguísima carrera que incluye numerosos discos posteriores a Soy del campo, que incluía aquella canción emblemática (y otras como “Chamarrita de una bailanta” y “Ronda catonga”).
Benavides sigue cantando con el entusiasmo y hasta la voz de siempre. Esa voz peculiarísima en su timbre agudo, con notas largas que suelen “calarse” un pelito al final de la emisión y adquirir una “ronquerita” final que, lejos de molestar, seduce. Una voz que es, sin dudas, una de las más arquetípicas del Uruguay profundo. Ese país al norte del Río Negro al que tan mal leemos los montevideanos, especialmente desde el punto de vista de su vida cultural.
El último eslabón de la larga cadena de su discografía apareció sobre fines de 2017 y se llama De almacén y bar, título que sin dudas alude a otra clásica letra, “Guitarrero viejo”, coautoría de Washington y Carlos Benavides, cuando dice: “Guitarrero viejo astroso y borracho /musiquero alterno de almacén y bar”.
Se trata, una vez más, de un disco que Carlos Benavides ha grabado en los estudios Sondor contando con la sapiencia técnica de Gustavo de León en la consola.
Podríamos decir que no presenta mayores novedades respecto de lo que Carlos ha hecho siempre: canciones de temática rural, instrumentadas austeramente con base en guitarras, principalmente, y cantadas, como alguna vez dijo Coriún Aharonián sobre Benavides, “con voz de corderito guacho”.
El intérprete –y autor o coautor de casi todos los temas del disco– aborda un repertorio con ritmos orientales tradicionales, como la milonga, el gato, la polca criolla, y otros venidos de Argentina, como la chacarera o la zamba, con letras de entrañable transparencia que entona con su estilo tradicional, a esta altura encantadoramente anacrónico, pero que quienes le han seguido durante tantos años disfrutarán enormemente.
Los incondicionales del cantor disfrutarán el repertorio de punta a punta. En lo personal el material que más me emociona es aquel basado en los ritmos más tradicionales del noreste uruguayo. En tal sentido destaco las polcas “La cachiporrera” y “La finita” y el gato “El atorrante”. También debo señalar momentos destacados en la “Chamarrita de las guitarreadas” –coautoría con Julio Mora–, las versiones de las zambas “Niña Isabel”, de Daniel Viglietti, y “Blanco y azul”, de los argentinos Manuel Castilla y Eduardo Falú, y muy especialmente la bellísima “Habanera de La Orgullosa”, con hermoso texto de Washington Benavides.
Mientras volvemos a conocer un nuevo disco de Carlos Benavides, seguiremos, sin la menor duda, entonando en los asados: “Dijo el muchacho a la moza…”.
Y está bien. Sin la menor duda esa eterna identificación seguramente emociona a este músico, lejos de molestarlo.
De almacén y bar. Carlos Benavides, Sondor, 2017.