“Mi tío de América” fue el nombre absurdo de una película premiada en Cannes en la década del 70: las historias de cuatro protagonistas (Gerard Depardieu, Nicole Garcia, Roger Pierre y Nelly Borgeaud) eran velozmente presentadas por Resnais, como fichas documentales. Entrecruzaban sus destinos y enfrentaban conflictos. Como cualquiera. La novedad estaba en el enfoque.
Alain Resnais se había dejado cautivar por el punto de vista de un biólogo –Henri Laborit– y lo aplicó (con perdón de Freud y sus motivaciones) a personajes que vivían de acuerdo a tres actitudes básicas: fuga, lucha, inhibición.
¿Hay que decir que Laborit fue pionero de la psicofarmacología, premiado por descubrir uno de los primeros tranquilizantes, la clorpromazina? ¿Hay que recordar su cara flaca, sus ojos vivaces, presentado por la cámara de Resnais? Sí. Pero hay más. Sus libros. En Biología y estructura, definió a un ser vivo como “alguien que mantiene su estructura ante las variaciones del medio”.
En Mon oncle d’Amérique, Laborit, con su adusta expresión en primer plano, explicaba: un conejito, en su jaula, recibe una descarga eléctrica que lo desasosiega, da vueltas sobre sí mismo, descubre un camino hacia otra jaula, se escapa. Segundo caso: hay conejo y descarga eléctrica… pero no hay fuga posible; pero hay, con él, otro conejo: conflicto compartido, pueden enfrentarse uno al otro, luchan, descargan su tensión. Tercer caso: no hay salida y el conejito está solo.
En los dos primeros casos (fuga, lucha) los conejos, al poder actuar sobre el medio, no afectan su estructura: su pelo brilla, su organismo no se altera. En cambio, cuando no tiene salida y no tiene compañía, inhibido de actuar… siente ahogos, cansancio, angustia, se enferma. Incluso muere.
En la película de Resnais los personajes jugaban su rol basados en estas tres actitudes: fuga, lucha, inhibición. Descubrir que esas son –con complementos más o menos sofisticados– las que adoptamos en situaciones conflictivas (cuando peligra nuestra estructura ante las variaciones del medio) resultaba fascinante.
BIOLOGÍA Y ESTRUCTURA. Para un músico o un pintor no es ajena la palabra “estructura”. Sabe que de ella depende su obra. Laborit se refiere a una estructura de pensamiento, donde cada conocimiento encuentre su sitio. Llamó estética a esa gran orquestación del conocimiento. Dijo que es posible para los hombres comprenderse mejor, integrarse unos con otros y con el medio en que viven.
La idea de Laborit es considerar la estética como ciencia de las estructuras. Y revisar los juicios de valor sobre el consumo, la manera de defenderse o de imponer los juicios propios sobre los de otros hombres.
Somos nosotros mismos quienes juzgamos a las cosas útiles o no, lindas o no, buenas o no. Esos juicios de valor tienen fronteras (de tiempo y geografía). Costumbres muy recomendables para unos son detestables para otros: la moral (las morales) son antropológicas. En cambio la estética –escribió Laborit– considera los hechos en sí mismos (es ontológica). Los estudia porque “están ahí”, sin pensar en su aplicación práctica inmediata. Más abarcadora que los códigos de conducta, relaciona a los hombres con el universo. Se acerca al conocimiento por placer.
Para vivir, se consume. Si no, conejos, células o humanos mueren.
Pero el consumo es un medio para vivir. No un fin. ¡La finalidad es vivir!
¿Y qué es la vida? Contínua homeostasis. Un permanente desequilibrio en busca de equilibrio. Apenas se alcanza, vuelve a alejarse.
La total tranquilidad es la muerte. Gracias al desequilibrio avanza la humanidad.
Quienes movilizaron el pensamiento de su época –en arte, en física, en astronomía– han estado en desequilibrio con sus contemporáneos.
“Ciertos juicios de valor son temporales y la enseñanza, como mera trasmisión de conocimientos, encierra caducidad. Hace falta concebir la educación como desarrollo de la facultad del pensamiento –propone Laborit– para integrar cada nuevo elemento a una estructura. Cuando la necesidad de conseguir alimento para subsistir deje de ser un problema angustioso no actuaremos en función de consumir sino para conocer.”
EL PELIGRO DE LAS PALABRAS. El lenguaje siempre le pisa los talones a la realidad. Los primeros hombres, que vivían en medio de hostilidades muy concretas, se comunicaban por órdenes o avisos (¡Cuidado! ¡Fuego!). Aquel medio prehistórico requería respuestas inmediatas para defenderse de las fieras y de los elementos en forma instintiva, condicionada. A esas respuestas inmediatas Laborit las llama paleocefálicas.
Define el paleocéfalo como una gran bolsa de juicios de valor que los genes y el lenguaje nos trasmiten: contiene la experiencia de generaciones. Usarlo nos ayuda a defendernos.
El neocéfalo mezcla y administra esa experiencia.
Cuando elaboramos repuestas más creativas, más imaginativas, más neocefálicas somos más sapiens, menos faber.
Todavía, muchas veces, reaccionamos frente a las palabras de los otros como ante dinosaurios: instintivamente, sin examinarlas, sin comprenderlas bien. Respondemos en forma condicionada, poco neocefálica.
Esto sucede, porque las palabras no quieren decir lo mismo para todos.
Los hombres se acercan cada vez más al conocimiento, pero por distintos caminos. Hay muchos lenguajes. Gran parte del conocimiento descubierto por unos queda fuera del alcance de otros. Hacen falta –sugiere Laborit– “hombres de espíritu sintético”, que ayuden a estructurar el conocimiento de la época.
El homo sapiens no trabajará menos, en la época de la automatización: trabajará más, pero más neocefálicamente, más humanamente, más estéticamente.
Este sentido, esta motivación para vivir –integrarse a una estructura universal– parte de algo tan sencillo como contemplar cuál es la finalidad de cualquier ser vivo: mantenerse vivo. Mantener su estructura.
La finalidad de la humanidad no es explotar, dominar, consumir. Es vivir.
Mantener una estructura –finalidad de todos los seres vivos, más o menos evolucionados– adquiere hoy una dimensión mayor: mantenerla estéticamente. Sin egoísmo (no con exclusivas finalidades de provecho para un grupo) sino con conciencia de integración a un universo que, si se perjudica en cualquiera de sus partes, se perjudica en su totalidad.
CONCIENCIA, CONOCIMIENTO, IMAGINACIÓN. “Prefiero oponer estas tres palabras –escribió Laborit – a aquellas otras tres, tan peligrosas como irrealizables: libertad, igualdad, fraternidad”. Desde su punto de vista de biólogo, planteó: “En un organismo vivo, ninguna célula, ningún órgano, es libre o igual. Uno trabaja más o menos que otro y tiene necesidad de consumir más o menos que otro. Su libertad o su igualdad –si se dieran– desembocarían en anarquía celular o en una disfunción. Y la fraternidad ¿de veras se la han propuesto los hombres alguna vez? Las sociedades futuras harían bien –dice– en guiarse por estas palabras: conciencia, conocimiento, imaginación”.
Conciencia y conocimiento son los fundamentos de la tolerancia (que es lo más aproximado a la fraternidad). Y del esfuerzo imaginativo puede surgir un término –rico en posibilidades evolutivas– el de complementariedad: un conjunto complementario no precisa igualdad, porque se integra a un conjunto mayor, donde el antagonismo o la dominación desaparecen. Esta crítica de Laborit a los conceptos de libertad, igualdad y fraternidad reconsidera palabras que recubren un contenido semántico tan impreciso que cada uno lo llena con su experiencia personal, que no es jamás la del vecino. Laborit dixit. Resnais tradujo al lenguaje visual su teoría de las tres actitudes “ante las variaciones del medio” (los actores llegaban a moverse en ocasiones con grandes cabezas de conejo…). Ojalá vivieran hoy, los dos, y filmaran una nueva película, con esas “tres palabras que son mi razón”, como dice el bolero. Son menos emocionantes a primera vista que las flameantes palabras de 1789. Pero las necesitamos tanto para convivir: conciencia, conocimiento, imaginación.