“Una suerte de autobiografía liliputiense en secuencia temporal”, define esta exposición su curadora, María Yuguero. Liliputiense, obsesiva e increíblemente larga, ya que esta memoria se constituye con boletos de ómnibus dibujados y escritos, adheridos unos a otros para conformar una cinta de 129 metros de largo. La exposición se titula Micromemoria porteña1 y su autor, el dibujante Sebastián Santana (La Plata, 1977), también conocido como “Pantana” en sus libros y radicado en Montevideo desde 1984, resume la muestra como “el resultado de juntar los boletos de los bondis porteños (las micros, en lenguaje local) y hacer sobre ellos el relato gráfico de lo que viví con mi compañera en la ciudad de Valparaíso, Chile, que fue nuestra casa entre marzo de 2015 y diciembre de 2016”. Se trata, como se entenderá, de muchos viajes dentro de muchos viajes. Porque no sólo interviene los boletos de varios recorridos personales y prestados (realizó una convocatoria solidaria para juntar más boletos), sino que a la vez va recordando otros recorridos y otros viajes por Valparaíso, de modo que el dibujo traduce y engarza, por decirlo de alguna manera, el laberíntico viaje de la imaginación.
La muestra consta de una serie de boletos no intervenidos y enmarcados al principio de la exposición (donde descubrimos lo variados que son en Valparaíso), dibujos ampliados y textos impresos en la pared (a modo de recuerdos de un posible flâneur chileno) y al centro de la sala un gran panel en donde se desenvuelve la espiral casi inhumana de los boletos intervenidos con dibujos microscópicos. En verdad, no es inhumana, porque si por algo destaca la poética de Santana es por su empatía con las personas y los seres de todo pelo que va conociendo en sus trayectos porteños (gentilicio de Valparaíso, al igual que de Buenos Aires). Una atención especial merecen sus dibujos de perros vagabundos, que en Chile llaman quiltros: “Voz mapuche para designar un tipo específico de perro (esos peludos, bajitos y con el colmillo medio torcido, eternamente asomado sobre el labio superior, según la precisa aclaración de un amigo”. Y Santana prosigue aclarando: “Pero no son perros salvajes, más bien parecen mascotas abandonadas que por alguna razón perdieron su hogar y no encuentran la forma de volver a él. Entonces andan por ahí, sueltos, buscando alguna forma de cariño. Y la reciben…”. El relato micrográfico posee también algo de quiltro en busca de cariño, pues abunda en esas búsquedas emotivas personales o en las instancias en que se anuncian los encuentros. El dibujo obligadamente esquemático y sin aristas filosas, de bordes redondeados, recuerda por momentos algunas soluciones del gran Charles M Schulz y su sentido para la (in)acción en Snoopy, y acaso, también, su humor comedido. Los textos apenas legibles mezclan jocosidad e incertidumbre, y recurren a la enumeración caótica que, más que un recurso literario, se vuelve un método de observación. Santana no quiere discriminar (operación inevitable del lenguaje), no quiere separar en estamentos rígidos y por ello todo pasa a ser digno de mención: las gaviotas, las escaleras, los pingüinos, los edificios, los terremotos, los árboles, la librería Milán y la pensión donde conviven (o conmueren) los ancianos del asilo y los estudiantes en residencia. El amor, el humor y el vértigo caracterizan la operativa de Santana, que se lanza a la conquista desmesurada de un territorio ignoto armado con plumas y papelitos.
- Sala Carlos Federico Sáez (Rincón 575), durante los meses de mayo y junio.