Giros y desafíos - Semanario Brecha

Giros y desafíos

Cardozo y Legrand.

Eduardo Cardozo.

En primer lugar, hay que mencionar el acierto de la recuperación de un espacio que se creía perdido: el otrora Museo de Arte Americano de Maldonado. Ahora sin las recordadas piezas de arte precolombino, tribal, colonial y popular de la colección de Jorge Páez Vilaró, pero remozado con muy buen gusto, respetando las líneas arquitectónicas originales. La vieja casona rosada, hoy Casa Colonial, se mantiene, pues, con un aire intimista y sosegado, como un espacio de cercanía para el visitante, con salas expositivas no muy amplias pero cálidas, y termina en los verdes jardines con hortensias y viejos aljibes, con rincones de pulpería y pisos de ladrillo.1
Ese ambiente colonial se estrena con las muestras de dos artistas destacados de su generación, Eduardo Cardozo (Montevideo, 1965) y Marcelo Legrand (Montevideo, 1961). Ambos pintores elaboraron un proyecto gráfico‑plástico abstracto que se destacó por una formulación a la vez expresiva y contenida. Vayamos por partes.

Legrand es un pintor de cierta violencia en las irrupciones del color, distribuido sobre las telas con movimientos que dan la primera impresión de ser azarosos  –abundante chorreado– o repentistas, pero que, luego de un análisis más detenido, nos descubren zonas de tratamientos diferentes en el interior de la misma obra, ritmos, estructuras, pausas y aceleraciones. Una pintura enérgica o energética, que tan pronto como libera su potencia la encausa, pero que da siempre la sensación de un gran brío, de un alto “voltaje”, ya por la paleta alta, ya por la velocidad y la precisión de los trazos. Esa línea de trabajo se mantiene en sus telas, que vimos en exposiciones recientes y a las que les conviene el colorido cielo raso de tablones reciclados, como si algo del color de las obras hubiera salpicado, por elevación, los techos. Pero la novedad de la propuesta de Legrand está más en sus “papeles” luminosos y enmarañados: una suerte de cartografía salvaje, encrucijadas de puntos, líneas y planos, hecha a base de combinar tinta china y aplicar calor sobre papel vegetal. Allí se está gestando la obra más intensa de este artista inquieto.

Por su parte, Eduardo Cardozo sorprende desde el arranque. Un nuevo giro en la producción –en términos automovilísticos, un volantazo– lleva su propuesta a una dimensión matérica de gran contundencia, distante de las últimas exposiciones montevideanas centradas en la pintura. Mantiene, eso sí, casi como sello personal, un registro cromático etéreo: celeste, crema, verde agua, plateado, dorado y blanco. Esta paleta sugerente contrasta con la dureza de unas formas brutas –reflujo del art brut de sus comienzos–, con las rasgaduras y los costurones de las telas bastas, con las ataduras de alambre y la tosquedad de unas masas elementales, primitivas, impactantes. Cardozo sortea el riesgo de una propuesta decorativa en el peor sentido del término –agradable y poco cuestionadora del sistema del arte–, a fuerza de concebir esas formas rudimentarias –pero de seguro medidas en exceso–, de un profundo atavismo que sugiere al visitante el hálito de piezas arqueológicas u otros objetos de procedencia y función desconocidas que hubieran sido sometidos por mucho tiempo a condiciones climáticas adversas. Entre lo terrestre y lo celeste, Cardozo pulsa una cuerda distinta y logra una melodía seductora, una canción con reminiscencias de tiempos remotos o perdidos.

  1. Casa Colonial, espacio de arte. Treinta y Tres 823, casi Dodera. Maldonado.

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