Lo que para Julio María Sanguinetti ayer era “temerario y una falsedad”, hoy es en parte “discutible” y en parte “no negable”. Entre una y otra postura –que recuerda el estilo “como te digo una cosa te digo la otra”, característico de otro ex presidente– mediaron dos horas de comparecencia en la investigadora de Diputados sobre espionaje militar en democracia y el contacto personal y visual con unos cuantos documentos del llamado “archivo Berrutti”, que exhiben firmas y sellos de indiscutible factura militar y oficial.
La admisión de lo que hasta ayer negaba no fue producto de ese contacto personal con los documentos secretos de la Dirección General de Información de Defensa sobre el espionaje a que fueron sometidos partidos políticos, sindicatos y personalidades durante su primer mandato presidencial. Esos documentos –exhibidos por los diputados Gerardo Núñez y Luis Puig, que comandaron el interrogatorio en la audiencia parlamentaria– no eran desconocidos por Sanguinetti, puesto que hace más de un año que se han publicado en diversos medios de comunicación. Al negar su origen oficial y su propia existencia, Julio María Sanguinetti hizo abuso de una agigantada imagen ética que le permite actuar con impunidad y eludir responsabilidades. Con un conocido uso mediático de esa imagen –que inhibe a algunos periodistas de hacer las preguntas más elementales e inclina a dejar pasar las incongruencias más evidentes– el ex presidente machacó, antes de su comparecencia, en tres afirmaciones: que es temerario decir que hubo espionaje militar en democracia; que es una falsedad asegurar que ese espionaje fue institucional; y que es falso su carácter sistemático a lo largo de los años.
Sabía que sus afirmaciones eran contrastables e indefendibles, pero las puso igual en circulación, apegado al axioma de que un desmentido siempre deja un cono de duda. El miércoles en la comisión Sanguinetti se repitió con su caballo de batalla: los dos demonios. En todo caso, el espionaje había que adjudicárselo a los “bolsones nostálgicos” en las Fuerzas Armadas, que pervivieron como pervivieron los grupúsculos “que venían de los viejos terrorismos”. Sin que tuviera ningún apoyo entre los diputados de la oposición, Sanguinetti achicó el paño, aceptó lo que las pruebas volvían evidente, pero mantuvo su negativa en cuanto a que su gobierno hubiera ordenado ese espionaje, y consideró muy discutible el carácter sistemático del espionaje, aunque ello esté avalado por miles de documentos oficiales.
Sanguinetti prefirió quedar en ridículo, aceptando que la inteligencia militar había actuado bajo sus narices, antes que reconocer la responsabilidad que le cupo como comandante supremo de las Fuerzas Armadas. Al negar su responsabilidad, la vuelca sobre los ministros, sobre los comandantes de las armas y sobre los oficiales superiores que comandaron la inteligencia militar y ocuparon las jefaturas de los organismos de espionaje.
Todos estos antecedentes pasarán a la justicia penal.