El trabajo, en el neoliberalismo contemporáneo, avanza sobre nuestros cuerpos y subjetividades de un modo nuevo: ya no sabemos cuándo empezamos ni cuándo paramos de trabajar; por lo tanto, la “jornada” de trabajo se vino abajo.
Por Tatiana Oliveira
Es difícil encontrar en el pensamiento político occidental, así como en la historia contada a partir de ese supuesto filosófico, mentalidades y prácticas sociales que valoren el diletantismo o el ocio, en el sentido del pleno disfrute del tiempo libre en tanto que no-trabajo. Esto sucede, entre otras razones, porque la civilización industrial, de la que somos herederos, considera a la idea de progreso un aspecto central de la moderna experiencia del tiempo y de la temporalidad histórica.
Progreso sugiere un movimiento constante, a veces frenético, hacia el perfeccionamiento humano. Cultivarse a sí mismo es el punto de partida para la transformación del mundo. Salir de la ignorancia para producir obras es la tarea fundamental que el Iluminismo impone a la humanidad. Al mismo tiempo, también por medio de esta fórmula, el “esclarecimiento” justifica la dominación de poblaciones enteras.
No sorprende, por tanto, que el reposo o la quietud puedan desencadenar angustia y sufrimiento, ya que la promesa que se abre a partir de esta formulación se refiere a la posibilidad de escapar de la servidumbre mediante el trabajo dignificante. En ese sentido, el trabajo es ante todo el camino hacia la libertad y la autonomía. Pero es también una prisión cuyos límites no siempre son tangibles.
Hablar del tiempo libre como un “común”, o sea, como un derecho de todas y de todos es, por así decirlo, una aberración. En el capitalismo, sistema para el cual la cuantificación del valor funciona como una premisa básica, el trabajo se vuelve central. Es el trabajo el que organiza la dinámica de la ciudad. Y, en teoría, el trabajo cuantificado –cuya medida está fundamentalmente en el tiempo diario de actividad– es un artificio que permite la cuantificación del valor para la formación del precio.
Karl Marx, por ejemplo, argumentó que el trabajo es la única mercancía capaz de generar un excedente de valor, pues el valor del producto final supera el total de los costos de producción (que incluyen el propio trabajo). La noción de valor está, por lo tanto, directamente relacionada con el trabajo. De ahí que se permita imaginar el “común” moderno como trabajo, jamás como tiempo libre.
De hecho, el trabajo es tan importante que hasta el capitalista enuncia por medio de una metonimia aquello a lo que se dedica: en el lenguaje corriente, “productor” es aquel que detenta los medios de producción, no quien los utiliza y produce concretamente. Si fuera literal, o sea, si así se designara a aquellos que efectivamente producen, o si no estuviera el trabajo sometido a tal bombardeo retórico, las sociedades se verían obligadas a reconocer su deuda para con todas y todos los responsables por la realización del valor.
Entonces, si, por un lado, el trabajo emerge como ese común moderno, es decir, esa cosa distribuida socialmente a la que uno debe someterse y a la que se tiene derecho, el tiempo libre entendido como no-trabajo es experimentado como privilegio. Pues fue en la relación de explotación del trabajo en la que se ha producido, a lo largo de los años, la posibilidad de disfrutar del tiempo libre.
Quiero argumentar que es en su relación con el trabajo que el tiempo libre (o el no-trabajo) gana potencia analítica. El nexo trabajo/no-trabajo como esquema analítico que permite abordar la formación del valor en el capitalismo es una contribución a la economía política del pensamiento negro y feminista (con sus intersecciones). En ambos casos se parte de una crítica de la concepción clásica del trabajo para ampliar su alcance conceptual y darle mayor complejidad.
El sentido clásico del trabajo refiere a la actividad económica desempeñada en un espacio determinado, y con jornada fija, por hombres adultos libres a los que se les remunera por esa actividad. Pero el trabajo de ninguna minoría pasa necesariamente por ahí. Por el contrario, en la modernidad opera una concepción de trabajo “racializada” y con sesgos profundos de género que refuerza desigualdades y opresiones por medio de la moralización, la devaluación y la invisibilidad proyectada sobre determinados tipos de actividad económica.
Desde ese punto de vista, la noción de trabajo dignificante que mencionaba anteriormente (re)configura los símbolos y los instrumentos de poder del capitalista-colonizador cuyo objetivo, además de invertir su capital en la construcción de infraestructuras, también es crear cuerpos y subjetividades adaptados al trabajo en el capitalismo. En lo que respecta a los negros y a las mujeres, estos mecanismos de sujeción conllevan al desempeño de actividades económicas con poco prestigio, mal pagas o que ni siquiera son visibles en tanto categorías de trabajo, como en el caso del trabajo doméstico y de los cuidados desarrollados por las mujeres.
Lo que tenemos es una fórmula muy refinada y sutil de sujeción. A partir de ella uno no depende del derecho o de las armas para imponerse, sino que se actúa en la configuración del deseo y sobre el comportamiento, así como en la manera en que percibimos las oportunidades a lo largo de la vida. Esto es central en la idea de dignidad tal cual la estoy abordando: unida al concepto de trabajo, logra producir una sujeción voluntaria, con compromiso y obediencia, por parte de todos nosotros que, de alguna manera, deseamos una especie de redención que nos permita estar en paz en este mundo.
Sólo que esta paz no llega. El peso de esta redención imposible es frecuentemente tratado como algo del orden fenotípico, biológico. Los cuerpos que cargan la marca de la otredad, estimulados a buscar tal objetivo, nunca la logran porque ya nacen con máculas de violencias y prejuicios ancestrales. Entonces, la salida es abdicar del descanso-tenerlo prohibido, en una superposición entre un autocastigo y un castigo sistémico, institucional. El progreso, nacional y familiar-individual, sólo se puede lograr con mucho trabajo, sin descanso, sin ocio, sin reivindicaciones por tiempo libre. Explotación sin límites.
Lo que aprendimos con las técnicas de violencia neoliberales es que el capitalismo además de producir “cosas” produce individuos, sujetos. Comprender el capitalismo pasa por el estudio de las subjetividades en tanto que una especie de ecología sociopolítica. Y las subjetividades enseñan sobre la opresión que los sujetos ejercen sobre sí, además de sus antídotos.
¿VIVA EL TIEMPO LIBRE? Sin embargo, las transformaciones contemporáneas del capitalismo y del mundo del trabajo traen una novedad cada vez más evidente: la valoración del tiempo libre. Este escenario viene imponiendo la inversión de lo que postulé anteriormente, es decir, del trabajo concebido como “común” y el no-trabajo entendido como dispositivo de dominación, igual que el tiempo libre visto como privilegio.
Curiosamente, hoy observamos una trasmutación del tiempo libre, que asciende al estatuto de un derecho, precisamente cuando deja de ser tiempo libre para, capturado por el capitalismo, ser invadido por el trabajo.
Empresas como Google o Facebook se organizan a partir de la idea de que se vuelven tan lucrativas cuanto más “improductivos” son sus empleados en el día a día. Pensar la producción como innovación está asociado, de alguna forma, al tiempo libre.
De la misma manera, la lógica emprendedora que se propaga por todo el mundo depende del tiempo libre. No sólo, como antes, en lo que se refiere a la creación, sino porque el trabajo de gestión de afectos es un desafío del emprendedor, porque uno depende de su red de relaciones para obtener la disponibilidad tanto de colaboradores como de consumidores-promotores de su marca.
Estos ejemplos recomiendan no confundir tiempo libre con el no-trabajo, pero permiten inferir de la noción de tiempo libre un no-trabajo sorprendentemente productivo. El tiempo libre como trabajo es tanto innovación como negocio, emprendimiento. Lo que esto viene a decirnos es que el trabajo en el neoliberalismo contemporáneo avanza sobre nuestros cuerpos y subjetividades de un modo nuevo.
Otra referencia a Marx: el trabajo se caracteriza por una actividad que es externa al cuerpo y a la subjetividad de los trabajadores. Así, el capitalista no tiene la posibilidad de explotar tales instancias del individuo, porque, entre otros motivos, esto posibilitaría un cuestionamiento acerca de la libertad del trabajador. Aunque Marx reconocía la existencia de sectores en los que este tipo de separación no era posible, como en las artes o en los servicios, la escasa importancia en la estructura económica de su tiempo le llevó a considerarlos irrelevantes desde el punto de vista analítico.
Hoy, sin embargo, vivimos bajo un capitalismo en el que los servicios son centrales en el proceso de acumulación. Y uno observa con gran facilidad el entrevero entre la explotación del trabajo y la implicación de cuerpos y subjetividades individuales en el proceso productivo. Esta nueva característica de la producción y del trabajo es lo que permite hablar de la “feminización” del trabajo, como técnica de gestión de personas y ventas al consumidor, o como procesos de precarización, en tanto que explotación intensiva de las y los trabajadores. Hoy en día ya no sabemos cuándo empezamos o paramos de trabajar. La medida de la “jornada” de trabajo se vino abajo.
En el momento en que el capitalismo extremo avanza sobre nuestras vidas de modo radical, la experiencia de quienes siempre han sufrido este tipo de violencias es vital para comprender los procesos de precarización que hoy alcanzan mucho más que las periferias. Quiero decir que las transformaciones estructurales en la lógica neoliberal tienen como consecuencia la alteración de las formas de producción (automatización) de los sectores que generan más valor (servicios), y del trabajo (inmaterial). Esto viene de la mano de una revolución tecnológica que introduce una polarización radical en el mercado de trabajo, apagando las capas medias que un día dieron sostenibilidad al pacto social del bienestar. De un lado, los súper calificados; de otro, el resto, los empobrecidos y endeudados.
Por esto es difícil pensar el tiempo libre como un “común” y su relación con el trabajo. Para ello sería necesario pensar el tiempo libre ante todo en su relación con el no-trabajo, pero dentro del vacío que el propio discurso de dominación produjo históricamente contra las minorías, anulándolas y lanzando su modo de vida a lo indeseable.
Sucede que el olvido del mercado, así como de las instituciones gubernamentales, crea un espacio de libertad en el que la vida es autogestionada por las propias personas en su esfuerzo de supervivencia. Así, uno de los aspectos del “común” del tiempo libre está en la restitución de las imágenes dormidas y despotencializadas de la pereza y del vagabundeo, de los rituales, de la fiesta y de la bohemia. Pues por detrás de esos límites irreconciliables con una vida (cor)recta hay todo un universo de feliz inutilidad que produce vida y ayuda a sobrevivir.
* Tatiana Oliveira es doctora en ciencia política, militante feminista y miembro del Colectivo Tiempo Libre (tempolivre.org). Para contactarla: tatianasoli@gmail.com
(Nota de la autora: Agradezco el diálogo con los compañeros del Colectivo Tiempo Libre, sin el cual este texto sería mucho más pobre. En particular, a Víctor Mussa y Pedro Mendes. Sin embargo, soy personalmente responsable por todo tipo de tontería que se encuentre en estas líneas.)