Historias viejas, formas nuevas - Semanario Brecha

Historias viejas, formas nuevas

João Moreira Salles en el Doc Montevideo.

João Moreira Salles. FOTO: AFP

El documentalista brasileño, famoso por ser el autor de la multipremiada “Santiago”, de 2007, estuvo en el festival presentando “No intenso agora”, una película basada en una increíble cantidad de material de archivo sobre el mayo del 68.

—¿Cómo empezaste en el cine?

—Por mi hermano Walter, que es cineasta. Yo estudiaba economía, me había formado en la Universidad Católica de Rio, estaba haciendo un doctorado en Estados Unidos y tenía seis meses de intervalo. En ese período Walter volvió de Japón, adonde se había ido con una cámara Beta Cam, que acababa de aparecer en el mercado y era un avance tecnológico porque el sonido y la imagen se grababan juntos. Con esa cámara Sony filmó como 80 horas de material sin guion. Como yo tenía seis meses sin nada que hacer, cuando Walter volvió de Japón me preguntó si quería ayudarlo a ver el material y encontrar historias. Eso resultó en una serie de televisión de cinco episodios, de lunes a viernes, que ocupó el horario principal de una de las grandes redes de televisión de Brasil. Era algo nuevo: una producción independiente entrando en el horario más importante de una televisora brasileña, y con muy buena repercusión. Después de eso, yo quería una excusa para no volver a Estados Unidos; quería quedarme en Brasil porque estaba enamorado de quien sería mi primera mujer. Entonces Walter recibió una invitación de China para hacer lo mismo que en Japón, y ya tenía una ficción pensada, entonces dijo que iría, pero que mandaría antes un equipo y se encontraría con él una semana después. Estaba mintiendo. Mandó el equipo, pero él no fue, apareció después de 40 días para filmar lo último. Yo sí fui: esa fue mi primera dirección. Y así empecé. Pero no era algo que pensaba o que hubiera imaginado. Era el año 87. Retorné de China y monté esa serie de cinco capítulos sobre ese país, a los que también les fue muy bien. Entonces empecé y no paré más, sin jamás creer que fuera una vocación de verdad. El cine nunca fue muy central en mi vida.

—¿Y cuál es tu vocación? ¿Hay una?

—Me lo pregunté siempre. Cuando cumplí 30 años me di cuenta de que quería ser médico. Sé que eso me hubiera hecho feliz, pero no tuve el coraje de volver a la universidad y estudiar tanto tiempo. Entonces tomé la decisión de que, si hacía documentales, tendrían que gustarme. Tenía que gustarme de verdad lo que hacía. Decidí enseñar documental para tener la disciplina de estudiar, de ver las películas, de entender la tradición. Y cuando me dediqué a estudiar para enseñar me di cuenta de que el documental tiene una historia muy rica y compleja, que ha sido siempre un laboratorio de experiencias para el lenguaje cinematográfico. Es más fácil arriesgar en el documental: es menos plata, un equipo reducido, no hay industria, entonces es más fácil hacer cosas porque no hay un superego que dice: esto puedes, esto no puedes. Por eso en la historia del documental las innovaciones en el lenguaje y las técnicas narrativas suceden casi siempre antes que en la ficción. Por eso, porque tenemos más libertad. Eso me encantó y pasé a admirar la tradición. Pero el cine como actividad no es algo esencial para mí. Hace unos diez años me cambié de disciplina, dejé de dirigir y armé una revista que se llama Piaui, que es donde trabajo como periodista.

—¿Cuáles son hoy las corrientes principales en el campo del documental brasileño? ¿Qué innovaciones apreciás?

—Cuando yo empecé a dar clase de documental en Brasil les preguntaba a los alumnos qué querían hacer de verdad dentro del cine, y todos querían ser directores de ficción, pero estaban haciendo documentales porque creían que era la manera más fácil de empezar una carrera. El documental era como una etapa para llegar al gran destino de la ficción. Pero no querían ser documentalistas, por eso el documental en Brasil no era muy rico, porque nadie deseaba de verdad hacerlo. Sin embargo había películas excepcionales, como Cabra marcado para morrer, de Eduardo Coutinho. Pero era muy difícil encontrar documentalistas que pusieran su deseo en hacer películas innovadoras con las técnicas del documental. Sin embargo existía un campo fértil, porque gracias a un gran festival experimental de documental que empezó a traer a Brasil grandes películas y directores e introdujo las grandes corrientes del documental, eso cambió mucho. El festival aproximó a los jóvenes cineastas al panorama del documental contemporáneo, porque era muy difícil ver documentales en Brasil en la década del 90. Además en el 97 Coutinho comenzó con la segunda fase de su cinematografía y empezó a hacer una película cada dos años, ejerciendo una profunda influencia. Los jóvenes cineastas de Brasil percibieron que era posible hablar del país a través del documental, con una profundidad que la ficción en aquel momento no tenía. Y de pronto, cuando en el aula preguntaba qué querían hacer de verdad en el cine, más personas levantaban la mano y decían: sí, yo quiero hacer documental. Sin perjuicio de hacer ficción, pero se veían como documentalistas. En ese momento el documental empezó a tornarse interesante, porque tenía a Coutinho como una figura tutelar, una persona que mostraba que era posible hacer un cine muy complejo, rico y profundo, con medios muy austeros. En los últimos 15 o 20 años el documental explotó en Brasil. En general es más rico que la ficción. Hay más grandes documentales que películas de ficción, porque son muy variados. Salieron de la camisa de fuerza de hablar de los dramas sociales, de la miseria o de la violencia, que son importantes también, pero además hay películas sobre historias personales, en primera persona; hay historias sobre mundos aislados del interior de Brasil con culturas muy singulares, hay películas que explotan el lenguaje de la propia película, hay mucha variedad. Y hay lugares diferentes haciendo películas diferentes. En Minas Gerais, por ejemplo, hay un grupo de documentalistas experimentales que hacen materiales muy singulares y ricos. Está el documental de Recife, que es más urbano; hay muchas cosas interesantes sucediendo en Brasil.

—El cine brasileño tiene una historia muy fuerte vinculada a las imágenes documentales.

—Sí. El cinema novo tiene mucho que ver con el documental. Eran equipos mínimos; se filmaba con luz natural, utilizando como fondo los paisajes brasileños, mezclando actores profesionales con no profesionales. Hay mucha más relación con el documental que en el cine argentino, que nace más del teatro; el cine de ficción brasileño nace del fotoperiodismo y del documental.

—¿Cuál es la importancia del punto de vista en el cine documental?

—O hay un punto de vista o no hay documental. O es autoral, o no es un documental. El documental social inglés fue la única experiencia de una industria documental, nacida en la década del 30 en Inglaterra para responder a los dramas de la Gran Depresión. Se creó una forma industrial de hacer documental: el documental didáctico con voz narrativa en tercera persona que señala los problemas y da las respuestas para solucionarlos. Eso quedó hasta ahora en la televisión, en canales como Discovery Channel o History Channel. Esa forma, que es muy eficiente, es claramente industrial: se saca al director, se coloca otro y no importa: la eficiencia de la forma se impone sobre el punto de vista. Eso para mí es la muerte del documental. Fue importante cuando la inventaron porque implicó una innovación de lenguaje: la narración en tercera persona, las entrevistas con expertos, la banda sonora que le da sentido a la imagen. Esas fueron creaciones del cine inglés, y todas las invenciones son interesantes cuando nacen. El problema es cuando se fosilizan y se tornan una especie de dogma. Muchos documentales toman esa forma cómoda. A mí lo que me mueve para hacer un documental ya no es más el tema –tener un tema como la violencia, la explotación, etcétera–, y creer que éste es la sustancia del documental, y que la forma ya existe desde antes, que preexiste al tema. Trabajar así es como decir: agarro una forma dada, hago que el tema pase por esa forma y el documental está pronto. No, eso ya no puede ser. Para mí es al revés: el documental no es una nueva historia contada de manera vieja, es una historia vieja contada de una nueva manera, encontrando nuevas maneras de narrar y cambiando el punto de vista. La perspectiva desde donde se cuenta la historia es lo que hace a los grandes documentales. Si mirás la tradición del documental, todas las veces que han ocurrido puntos de inflexión es porque se inventaron nuevas maneras de narrar. Eso es profundamente político. Mirar la realidad desde otro punto de vista exige la invención, y la invención necesita de un autor: si no hay invención no hay documental. Es el género que amplía las posibilidades narrativas, no es el género que cambia el mundo. Soy muy escéptico sobre la capacidad de un documental de cambiar el mundo, pero creo que cambia el propio documental, y eso es importante porque cambia la manera de mirar. Esa es la verdadera autoría; si una película no tiene eso, simplemente no es interesante.

—¿Qué se procesa en el documental personal? ¿Qué es lo que mueve a hacer un documental sobre la propia familia?

—Empecé a hacer documentales en primera persona sin saber que lo estaba haciendo. Santiago, de 2007, es una película que filmé en 1992 y no conseguí montarla: fracasé, la abandoné; recién en 2007 volví a ella. Pero no volví para hacer una película, porque pensé que había algo errado en el material bruto y que no había una película ahí. Volví a trabajar por una cuestión puramente personal. Estaba pasando por un momento muy difícil de mi vida y pensé que podía tomar drogas, ir al psicoanalista –creo que había intentado las dos cosas y no habían funcionado– o trabajar con algo que me interpelara de verdad, que me hiciera crecer. Tal vez volver a un material que lidiaba con mi padre, mi familia, mi infancia, el pasaje del tiempo –que eran las cosas que estaban vinculadas con mis problemas–, me podía hacer bien. Fue una decisión casi terapéutica. Entonces le dije a Eduardo Escorel: “Mirá, creo que no es posible hacer una película, pero lo que quiero es pasar un mes pensando en este material. Si querés nos juntamos, y no importa lo que consigamos: si es una secuencia de cinco minutos está bien, si es una secuencia de dos minutos está bien, no importa”. Así empezamos, y durante el trabajo la película fue apareciendo. No había guion, no había nada. Y en el camino del montaje nos dimos cuenta de que era una película que para existir necesariamente tenía que ser en primera persona. El problema de la primera vez que intenté montarla era que yo estaba excluido de la película, y claramente la verdad del material estaba en la relación que yo había establecido con Santiago durante los cinco días de rodaje. Entonces, o me incluía –y entonces hacíamos una película en primera persona– o no tenía película. Decidimos que era mejor tener película que no tenerla, y así se convirtió en lo que es. Después, pensando sobre eso, encontré una manera de justificar la película desde un punto de vista más político. Pero eso es algo retrospectivo, no del momento. Es sincero, pero es algo que pensé después de hacerla, que es que los documentales en Brasil –y también en todo el mundo– casi siempre son películas hechas por personas que tienen medios sobre personas que no tienen medios. Son películas sobre la miseria, la guerra, sobre los que sufren con la violencia y la desigualdad social. Son películas sobre los desheredados de la tierra. Ese es el tema central del cine documental, la denuncia, pero todos esos documentales son hechos por hijos de la clase media haciendo películas sobre personas que no pertenecen a la clase media sino que son pobres. Y ahí hay una relación de poder, hay algo que se sirve de las desigualdades. Nos damos, así como así, el derecho de agarrar una cámara, ir a una favela y filmar. Porque nosotros tenemos el poder, y ellos no lo tienen. Lo contrario sería imposible. Yo te lo digo así y no parece una relación de poder hasta el momento en que se piensa en la posibilidad inversa. Si tres o cuatro niños negros de la favela se vienen a un barrio rico, tocan el timbre de tu apartamento y dicen: mirá, somos de la favela Rosinha y queremos hacer una película sobre este barrio de clase media alta, queremos saber cómo viven –que es exactamente lo que hacemos cuando vamos a la favela–, claro que ese segundo filme no existe. Porque jamás los van a dejar filmar, nunca les van a dar autorización. Eso comenzó a ser un problema para mí. Porque yo hice varios de esos documentales sobre la violencia en las favelas, y comencé a pensar que la enorme mayoría de las películas en Brasil son películas en las que los que tienen filman a los que no tienen. Cuando hice Santiago me di cuenta de que tal vez por primera vez, porque no consigo recordar otro ejemplo, una película brasileña abrió una ventana hacia el mundo del privilegio. Tal vez mi contribución sea hacer películas sobre un mundo que no es objeto de películas documentales en Brasil. Incluso la ficción, cuando intenta hacer películas sobre las clases dominantes, tiene una visión muy caricaturizada, no logra descifrar el enigma. Entonces hay algo que empieza en Santiago que no ha sido pensado para eso, pero en el resultado final tiene una potencia muy grande, porque es una reflexión crítica sobre un mundo que no se devela en las pantallas de Brasil. Esa es mi explicación, aunque sé que hay una explosión de películas en primera persona. Y también sería el momento de hacer una reflexión crítica sobre eso y pensar por qué. Vivimos en el mundo de Facebook, en un tiempo en que hay una evasión de privacidad; no una invasión, una evasión de privacidad. La gente quiere hablar de sí misma porque se piensa interesante, y hay algo de narcisismo en eso. Creo que muchos de los documentales hechos hoy representan ese espíritu del tiempo, de colocarse en el centro de los hechos. Hay también un absoluto desencanto con el modo público de la política institucional. Hablar de las instancias clásicas del poder, los partidos, los sindicatos, eso no está más en la pauta de la discusión de las nuevas generaciones. Se discuten las políticas de identidad, de género, que vuelven siempre al cuerpo y a la sexualidad. Entonces hay algo que torna lo personal profundamente político. Ya nadie dice: “Yo soy un proletario igual a la masa de proletarios, perteneciente a un colectivo, entonces voy a hablar de ese colectivo”; la gente piensa: “Voy a hablar de mí porque soy negro, soy trans, cisgénero, etcétera, porque mi condición es singular e intransferible”. Lo que se discute ya no es el marxismo, los temas del capital y el trabajo, se discute la sexualidad. Las categorías cambiaron y se habla mucho más de la singularidad, porque el cuerpo se tornó un campo político.

—Sobre No intenso agora, ¿es una película sobre la nostalgia?

—Las luchas políticas pueden ser muy intensas, pero eso pasa, pasa. Como pasan las pasiones. Es muy difícil mantener esa energía durante mucho tiempo. Hay un momento de intensidad, el momento del intenso ahora, que necesariamente pasará. Entonces viene la nostalgia. Y para mí la película es una crítica de la nostalgia. Porque los que murieron, los que se suicidaron, fueron quienes quedaron presos de la nostalgia. Los que no consiguieron encontrar sentido después de que eso pasa. Como si uno no consiguiera vivir el amor cuando la pasión se convierte en amor. Hay momentos de pasión que después se convierten en otra cosa, que también tiene una gran belleza, pero que no tiene la misma intensidad. Y si siempre se quiere volver a la intensidad se está nostálgico. La tristeza es el resultado, y todavía son más graves la melancolía, el suicidio, la muerte, la pérdida de sentido. Mi película no es sobre el momento, sino sobre lo que sucede después. Los momentos de intensidad política son raros y magníficos, es muy difícil abandonar esa sensación, tenerla y luego perderla. Pero los que consiguen seguir adelante de manera productiva, feliz, son quienes comprenden que eso está en el pasado, y no intentan reproducir eso en el futuro: el futuro será diferente, serán otras cosas, otras luchas. Cohn Bendit es un clásico caso de alguien que no quedó bien parado por decir eso, por decir: es preciso matar el 68. Él no estaba diciendo que lo que pasó en el 68 no había sido importante, magnífico o esencial, estaba hablando sobre la necesidad de matarlo porque no se puede volver ahí, y querer volver es muy peligroso. El mundo de hoy presenta nuevos problemas que no pueden ser solucionados con las armas que se tenían en el 68: hay que abandonar el 68 y crear otras luchas. Cohn Bendit, en las décadas del 70 y el 80, fue el primero en entender que la lucha ambiental, que no era parte de la pauta política del 68, era muy importante. La nostalgia es una especie de pasión reaccionaria, porque niega el futuro en nombre del pasado, cree que la única salvación es regresar en el tiempo, volver a algo que pasó, sin construir nuevas posibilidades.

—¿Creés que hay felicidad en la película? ¿Qué es lo que hace una imagen feliz?

—La penúltima imagen que se congela, de la niña en el teléfono, es de una absoluta felicidad. La felicidad está ligada a la promesa de un futuro en que todo es posible, nada está dado, todo se puede hacer. Y veo claramente eso en el rostro de la niña, como lo veo en los ojos de todos quienes están marchando en París en mayo del 68. La felicidad es creer que en el futuro hay cosas nuevas. Eso también está en La salida de la fábrica, de Lumière. Hay dos razones por las que la película se cierra con La salida de la fábrica. La primera es que en medio de ella hay una secuencia a la que llamo “la muerte de mayo del 68”, cuando la operaria mandada de vuelta a la fábrica, por lo tanto de vuelta al mismo mundo que creía que estaba cambiando, empieza a trabajar nuevamente de la misma manera. La salida de la fábrica, de Lumière, es todo lo contrario, porque se abre, se sale de aquel trabajo repetitivo, masacrante, que mata el espíritu, y la gente va hacia la vida, hacia la familia, hacia la comida, hacia los amigos, hacia la fiesta, hacia la danza, hacia la música, hacia los perros. Es lo contrario, las posibilidades están abiertas para la vida. También creo que es una escena de posibilidades porque inaugura el cine. Y como No intenso agora es una película hecha de cine, porque no filmé nada, cerrarla así también es un homenaje a quien creó una posibilidad que no existía antes. Siempre que hay algo que abre la puerta a nuevas posibilidades, para mí esa es una imagen feliz.

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