Seguramente no resulte sorprendente informar que en algún país centroamericano hay señales de que podría haber un nuevo golpe de Estado. En buena medida ello es el resultado de la forma rápida y habitual con la que se asocia el acontecer político de los países del istmo al vago concepto de “repúblicas bananeras”. El término, acuñado en 1904 en una novela ambientada en Honduras, describía a un pequeño país políticamente inestable cuya economía era dominada por intereses extranjeros. Aunque los historiadores renegamos de esas simplificaciones, la crisis institucional que atraviesa Guatemala actualmente habilita interpretaciones de ese tipo.
Los hechos se desencadenaron hace dos semanas, cuando el presidente de Guatemala, Jimmy Morales, anunció que no renovaría el mandato de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), un grupo de trabajo de las Naciones Unidas que investiga la corrupción en el país y que ha acusado a Morales, entre otros, de cometer ese delito.
Pero las tensiones y disputas tienen, por supuesto, una historia más larga, y en ese conflicto se enfrentan dos grandes frentes claramente divididos. De un lado están el presidente junto a sus ministros, la mayoría de los diputados del Congreso, las cámaras empresariales, los gobernadores departamentales, varios medios masivos de comunicación, buena parte del Poder Judicial, el Ejército, la Asociación de Militares en retiro y la peligrosa Fundación Contra el Terrorismo, una expresión radical del anticomunismo contrainsurgente centroamericano, que en Guatemala jugó un papel destacado durante la Guerra Fría. Del otro se encuentra la Cicig –presidida por Iván Velásquez, un abogado colombiano y duro opositor de Álvaro Uribe–, el procurador de los Derechos Humanos, la Corte de Constitucionalidad, numerosos periodistas, activistas de derechos humanos y defensores del ambiente, el Comité de Desarrollo Campesino y los estudiantes de la Universidad de San Carlos de Guatemala.
ABOGADO NO GRATO. Un año atrás el presidente declaró persona non grata al comisionado de la Cicig y buscó su expulsión. La Corte de Constitucionalidad, la movilización popular y la embajada de Estados Unidos detuvieron en esa ocasión tal medida. Desde entonces se libra una lucha de poderes. El objetivo del gobierno y de quienes lo sostienen ha sido extremadamente claro: deshacerse de Iván Velásquez para impedir el avance de sus investigaciones. Esto forma parte de una estrategia más amplia de recomposición de la impunidad que ha sido seriamente erosionada por una Cicig que ha obligado a un sector importante del empresariado a reconocer y pedir disculpas públicas por financiar ilícitamente a los partidos políticos.
Uno de los partidos que recibieron dinero ilegalmente durante las últimas elecciones de 2015 fue el Frente de Convergencia Nacional, del actual presidente, quien como secretario general de ese frente ocultó tal información a los organismos de contralor correspondientes. Cuando se pidió una vez más su desafuero, a los efectos de continuar las investigaciones, el presidente Morales descargó una vez más su furia contra la comisión.
PUESTA EN ESCENA. Fue el pasado viernes 31 de agosto que el presidente Morales anunció por televisión que había notificado al secretario general de la Onu que no renovaría el mandato de la Cicig en Guatemala. Sus argumentos no sorprendieron: acusó a la comisión de practicar una “persecución penal selectiva” con un “sesgo ideológico evidente” que la llevó a sembrar el “terror judicial en Guatemala”. De hecho, sostuvo que dicha “justicia selectiva” fue empleada para “intimidar y aterrorizar a la ciudadanía”. Lo que sí sorprendió fue la cuidada puesta en escena de la alocución: para su breve y por momentos mal leído discurso, el otrora actor de televisión decidió acompañarse de 60 militares y policías, además de autoridades de su gobierno. Y paralelamente, mientras el anuncio era trasmitido, tropas del Ejército guatemalteco, helicópteros y jeeps rodearon la sede de la Cicig y tomaron las calles. La detención de Velásquez parecía inminente, ya que su nombre, el del procurador de Derechos Humanos, y los de varios periodistas y profesores universitarios circularon profusamente como algunos de los instigadores del supuesto proceso de desestabilización nacional que denunciaba el gobierno. En respuesta al escenario que se instaló en las calles, comenzó a circular en las redes sociales una foto fechada en 1982, de cuando el general –y más tarde genocida– Efraín Ríos Montt se hizo con el poder en el país.
Los hechos no terminaron en eso: pocos días más tarde, aprovechando un viaje de trabajo ya planificado del jefe de la Cicig a Estados Unidos, el presidente Morales cursó una orden a los puestos fronterizos para impedir el regreso del colombiano a Guatemala.
CON EL APOYO DE WASHINGTON. La historia de la región obliga a considerar el siempre activo y protagónico papel de Estados Unidos en Guatemala. Aquel país es uno de los garantes y promotores financieros de la labor de la Cicig, y en febrero de este año el embajador estadounidense se fotografió con Velásquez posando junto a un cartel de apoyo a la comisión. El espaldarazo era necesario y llegaba en un momento crucial: cuando Morales viajaba a Estados Unidos para reunirse con su homólogo, Donald Trump. La agenda del encuentro fue secreta, aunque sí trascendió el agradecimiento del mandatario estadounidense por el traslado a Jerusalén de la embajada de Guatemala en Israel.
La reacción del secretario de Estado, Mike Pompeo, ante la decisión de Morales de poner fin al trabajo de la comisión de la Onu en Guatemala indicaría que en ese encuentro el mandatario guatemalteco habría obtenido luz verde de la Casa Blanca para quitarse de encima al jefe de la Cicig. Pompeo coincidió con la interpretación de Morales al expresar que es necesario respetar la soberanía guatemalteca y bregar de ahora en adelante por una Cicig “reformada”.
Morales agradeció públicamente las manifestaciones de Pompeo, pero aún está pendiente de la resolución de un fallo de la Corte de Constitucionalidad sobre un recurso de amparo que busca dejar sin efecto la decisión de impedir el retorno de Velásquez al país. Y he aquí el riesgo de un inminente quiebre institucional, pues Morales ha adelantado que no respetará pronunciamientos de la Corte que él considere “ilegales”.
CRECIENTE HOSTILIDAD. En Guatemala se vive un polarizado y creciente clima de hostilidad hacia el mandatario y sus funcionarios. Las movilizaciones se suceden y las expresiones de rechazo día a día se generalizan, trascendiendo ampliamente a la capital del país. Sostenidos cortes de rutas y movilizaciones de miles de personas, en su mayoría indígenas, confluyen en torno a dos objetivos: la renuncia del presidente y su gabinete; y evitar que se trabe la labor de la Cicig. En el horizonte de las reivindicaciones también aparece –aunque en un mediano plazo– la necesidad de un conjunto de reformas profundas en el sistema de partidos y una nueva Constitución en la que se vean expresados y garantizados los derechos de las grandes mayorías.
En el contexto de las movilizaciones que nutren desde hace tiempo las expresiones populares a favor de estos cambios políticos, merece destacarse la “recuperación”, el año pasado, por los jóvenes universitarios, de la Asociación de Estudiantes Universitarios de la Universidad de San Carlos de Guatemala, tras un largo período de cooptación estatal. Desde setiembre del año pasado la secretaria general de esa asociación es la estudiante Lenina García, la primera mujer en ocupar el cargo, un hecho particularmente relevante en una sociedad que presenta números alarmantes de violencia de género. Días atrás, una multitudinaria asamblea estudiantil presidida por García exigió que el Consejo Superior Universitario de la Universidad de San Carlos de Guatemala declarase no gratos al presidente y al vicepresidente de la república, Jafeth Cabrera Franco –este último ex rector de dicha casa de estudios superiores–. El martes pasado, pese a un amenazante despliegue militar, la universidad respaldó esa exigencia estudiantil.