“Sé gritar hasta el alba cuando la muerte se posa desnuda en mi sombra.”
“La jaula”, Alejandra Pizarnik (1958)
No era la primera vez que la muerte venía a ofrecerme su invitación. A que optara por ella. Era la de siempre, con sus zafras. Casi siempre ocurre de la misma manera. Me olfatea, soy incapaz de percibir sus intenciones de tentarme a la autodestrucción. La ahuyento fácilmente, pero es leal en su retorno. Tampoco la desprecio. Palpo cierto regocijo en la posibilidad de entregarme a la finitud. Con nitidez, fantaseo cómo.
Dejo atravesarme por su potencia seductora. En algunas ocasiones me convenzo de que viene a arrebatarme sin prórroga, pero con lenta aflicción. En otras, la mayoría, quiero irme con ella, mi musa. Su convocatoria es atractiva.
Como distracción –su ausencia comienza a rehusarse– recurro al oasis de la rutina. Recalo en ella, sigo sus instrucciones. Sigo funcionando mientras duran las obligaciones, y algunas veces las prolongo. El ocio de los domingos y la monotonía cíclica de cada semana le abren el telón a la muerte voluntaria y el transcurrir se vuelve impertinente. Empiezo a quedar sin refugio.
Es perseverante con su deseo, ahora mi deseo. Me regocija aunque nunca se lo he pedido. Pienso, equivocadamente, que puedo lidiar con esto. Así que continúo con mis tribulaciones y analizo posibilidades, hasta que la cadencia de la muerte comienza a incomodarme, a invadirme. Su presencia torva imanta mi vitalidad y en su lugar me cobija el desgano.
La inapetencia de ser me subyuga. Especulo con su elección, la acaricio con suavidad. Comienzo a deshabitarme, la mente, mi mente, toma el dominio. Me asaltan ciertas curiosidades. Observo cómo las personas sonríen genuinamente y me pregunto cómo lo logran. Para no levantar sospechas o habilitar preguntas que sólo puedo resolver con meras respuestas de cortesía o elusiones, no me queda otra que fingir. Que intentar interpretar la vida. En esos ensayos, la capacidad ajena de disfrutar despierta mi envidia. Me pregunto, una vez más, cómo se logra, si necesitaré ayuda.
Sospecho que mi predisposición a olvidar el ofrecimiento, mi deseo, nunca fue suficiente. Mis intentos de no ceder a la autodestrucción no me inmunizan en lo absoluto. Más bien me hunden, pero me resisto. La ilusión de concretar el pedido de ayuda aparece como en esos sueños mañaneros en los que uno apaga la alarma, se viste, se acicala, desayuna, espera en la parada del ómnibus, el despertador vuelve a sonar y el cuerpo continúa inactivo entre las sábanas, incapaz de reaccionar, pero creyendo que sí. Una y otra vez, como las borgianas ruinas circulares.
El dolor irrumpe en su faceta física. La rutina comienza a fallarme y yo comienzo a fallarle a la rutina. La irritabilidad me evidencia. Ensayo explicaciones insuficientes. Quiero que entiendan que aún respiro, pero estoy deshabitada. Que no le temo a la muerte salvadora sino a la locura del sufrimiento. Las palabras no salen, se precipitan al fondo de la nada o se abroquelan en mi garganta. Los demás me hacen saber que lo intuyen, algo no está bien. Pero se pasará con una siesta, una buena lectura, un mate en la rambla o una maratón de series.
Me hieren los prejuicios de la depresión, el largo alcance de su ignorancia; la búsqueda de motivos terrenales donde hay síntomas de una enfermedad; el tabú del suicidio; la apelación a la voluntad de “ponerse bien”, cuando la voluntad por sí misma no puede curar un cáncer, ni una gripe, ni ninguna enfermedad. Una depresión, sustractora de las fuerzas por excelencia, muchísimo menos.
Cada embestida apocalíptica me debilita un poco más. No puedo ponerme bien, tengo que pedir ayuda. Me gravita la locura. Siento que me desplomo, que todo se acaba. Sigo respirando, esa es la única certeza. Con la angustia por lo que no soy, pero sobre todo por lo que me impedirá ser esta maldita enfermedad. La zozobra de llegar a mi último aliento y darme cuenta de que no viví.
No quiero vivir, pero intento funcionar para los demás, cumplir con mis responsabilidades, con el alma ajada. Pero hace rato que el engranaje de mis hábitos me soltó la mano. La desolación es apocalíptica. Intento que los latigazos del desamparo no me venzan. Ya no sé quién soy. Pronto todo acabará y dejaré de sufrir. La mejor manera de no sufrir es no-ser. ¿Ese es, entonces, mi deseo? La mente se despista y secuestra el último vestigio de mi consentimiento para vivir.
Me hundo en el colchón de la nada, me traga un sinsentido aturdidor, me pierdo en las noches subterráneas, con las palabras puntiagudas enterradas en mi garganta. Tranquila, me digo, siempre puedo hundirme un poco más. ¿Hasta cuándo? ¿Qué pasará cuando toque el fondo? ¿Ya estoy en el fondo? El rumor de la muerte, cada vez más cerca, logra rasgarme. Concluyo, entonces, que la muerte me quiere salvar.
Frente a semejante revelación, mi cuerpo, resignado, se entrega. Sé que no seré capaz de responder por sus acciones. No las elijo. Me doy cuenta de que no las elijo. Es hora de pedir ayuda. Mientras respire, ya nada puede ser peor. Hagan algo conmigo.
Acepto las recetas verdes, tomarme ciertas licencias frente a las exigencias cotidianas y dejarme abrazar. El camino es largo, con bifurcaciones dudosas, pero el destino, refulgente. Con oscilaciones, mis tentaciones desisten, los violines de la muerte se apagan, descubro la vida. Ya no quiero, por ahora, decidir su llegada, mi partida. Esta vez no. Porque no quería morir, quería detener el sufrimiento. Me prometo recordarlo a tiempo cuando regrese, la próxima vez, con la fórmula de siempre.