“Montevideo precisaba un centro de espectáculos de primer nivel”, es la frase con que se pretende cerrar cualquier discusión sobre el tema. Parece que el remozado Solís y el nuevo teatro del Sodre ya no son de primer nivel. Y sí, está bueno que cuando el Sodre queda chico y el Estadio Centenario queda grande haya una solución intermedia (y techada). Hasta acá todo bien, pero las cosas no suelen ser tan simples.
Un “arena” es un estadio cerrado o semicerrado, con capacidad para muchas personas, donde se hacen espectáculos deportivos y artísticos en un escenario ubicado a nivel del piso. Pero la palabra es también símbolo de modernidad, porque aparece en las trasmisiones de eventos que ocurren en países avanzados. Entonces, si no podemos avanzar de verdad creamos símbolos de avance (no todos necesariamente negativos, si se los considera aisladamente): índices de esto o de aquello, edificios llamativos, artes pensadas para ser televisadas y vendidas; en fin, el tipo de cosa adecuada para un folleto turístico.
Estamos inmersos en una cultura del resumen, consecuencia directa, supongo, de la facilidad de acceso a muchos datos. Internet puede crecer y crecer, pero nuestra capacidad de retención es finita. Entonces hacemos esquemas, listas de ítems, palabras clave. Los datos resumidos y estandarizados facilitan el procesamiento por parte de inteligencias artificiales; de hecho, los primeros intentos en tal sentido empezaron con una tabla de datos. Eso ha cambiado: hoy los programas son más astutos y son capaces de partir de realidades más amorfas (y ya hace rato que mueven la economía mundial). Nosotros vamos por el camino inverso, ya que nuestro input (siguiendo con el paralelismo) se parece cada vez más a una tabla resumida donde todo vale cero o uno.
El Antel Arena se enmarca perfectamente en la cultura del resumen. Es un dato, una frase ideal para figurar en un sitio, resaltado entre los ítems que describen un país pujante, progresista y preocupado por la cultura y el deporte. Como el combinado que en los sesenta se ponía bien a la vista de las visitas, o la laja y el ladrillo que escondían la fachada humilde o antigua. Así, la cultura del resumen se puede mezclar con la de las apariencias. Las grandes obras, los puentes raros, los megahoteles y los edificios con comba son la piedra laja y el ladrillo visto de Uruguay.
¿Y sobre qué cimientos debería apoyarse esa casa remozada? Entre otras cosas sobre un buen sistema educativo, una sociedad sin discriminaciones, cárceles para humanos, unas clases media y alta con un poquito menos de odio y asco hacia la gente pobre y su entorno, políticos obsesionados con gobernar bien y no con ganar elecciones al precio que sea, y una jerarquización del pensamiento por sobre la adoración del consumo choto de ideas precocidas. El problema, por lo tanto, no son el césped ni las tejas brillantes, ni los arenas ni los puentes circulares, sino que nos dedicamos al aspecto exterior mientras los cimientos se desintegran.
Pero, claro, es mucho más fácil hacer un video publicitario mostrando logros constantes y sonantes (me acordé de Uruguay hoy, una serie de cortos que en los verdosos años setenta pasaban en los cines y que mostraban puentes, túnicas y moñas, represas, industrias pujantes y sonrisas; hay cosas que no cambian). Hablando de cortos: en el sitio de Facebook de la Presidencia de la República hay un video hermoso sobre el Antel Arena; búsquenlo, no tiene desperdicio. Tampoco tiene locución: sólo una música con unas cuerdas un poco dramáticas, muchas imágenes y algunos sobreimpresos que dicen cosas como: Serrat, Maluma, Cultura, Gutemberg, Comunidad, Futuro, Sarah Brightman, Fiba, Educación, Abel Pintos, Wrestling World Entertainment, Agarrate Catalina, Ntvg y Semana de la Energía.
¿Qué criterio se habrá usado para esta selección? ¿Pudo haber alguno mejor? ¿Fue un descuido inocente que no se incluyera a ninguna mujer? ¿Era imprescindible un espectáculo de lucha libre? Preguntas que surgen, nomás. En otra página de Antel hay un comunicado que alaba el acuerdo con “el líder mundial de entretenimiento, Aeg Facilities” (la coma se la puse yo, por obsesivo). Es interesante leerlo,1 porque todo, desde lo que se dice hasta el lenguaje utilizado, da una clara imagen de los conceptos que se manejan. Destaco algunos: “cumplir con los máximos estándares de calidad en la industria cultural”, “brindar lo mejor en deportes y entretenimiento de clase mundial”, “(Antel Arena) establecerá el estándar para la excelencia en el continente”. El comunicado está lleno de lugares comunes, repite palabras (entretenimiento, Uruguay, estándar, líder) y está paupérrimamente redactado, lo que lo afilia a esa ola de culto a la ignorancia que ha invadido la programación de la radio y la televisión, en la que el mensaje central es: “Sí, soy así y me enorgullezco porque estoy acá haciendo plata mientras a vos, con todos tus libros, no te conoce nadie”. Probablemente la soberbia que emanó por décadas de ciertos círculos culturosos tenga algo de culpa en esto, pero ese es tema para otra nota.
En el comunicado se menciona una larga serie de artistas renombrados (de todos los niveles imaginables pero que venden muchas entradas) que han tocado en “las más de 120 recintos en todo el mundo” (¿“las recintos”?; perdón que insista, pero ¿quién les escribe?) vinculados a la empresa Aeg. Algunos han actuado en el Estadio Centenario con precios que obligaban a pedir un préstamo o cometer algún delito común. ¿Cuánto saldrá verlos en un lugar cómodo y mucho más chico? No digo que no haya quien lo pague, pero sospecho que no seré yo ni nadie que conozca de cerca. La sala no será para cualquiera. Para disimularlo seguramente se harán conciertos de algunas de las orquestas estatales, incluso acompañando a algún artista popular, mescolanza que suele desvirtuar ambas propuestas de un solo tiro. No sé qué tiene de cultural vociferar que ahora podemos compararnos con los mejores (un claro síntoma de estar entre los peores). Hay un doble discurso enfermizo según el cual somos distintos, maravillosos y admirados, mientras nuestra meta es parecernos a los demás, nuestra medida son los demás: “sonar como”, “vender como”, “ser nombrados por”. Esta forma de pensar tiene un poderoso efecto uniformizante, destructor de identidades.
Un shopping center es el emporio del consumismo, un templo del capitalismo, la chonguez y la mediocridad, pero es honesto: se hace para vender, como lo indica su cool denominación. El problema surge cuando todo en la sociedad está orientado a ser comercializado. Hasta se nota en el lenguaje: los artistas ofrecen su producto, la calidad se cuantifica (en entradas, en “me gusta” o en puntos de rating, y hasta la propia ciencia sirve para “agregar valor”). Pero ¿qué significa “cumplir con los máximos estándares”? ¿Sacarle el sonido a huevo frito a los discos de Gardel? Podría tener un interés musicológico, pero a esta altura Gardel es eso; su época está definida por ese sonido de fondo. Si se lo sacás puede perder más de lo que gana, como cuando una murga canta en una sala pensada para orquestas de cámara. Los estándares matan el contexto y hacen que todo suene igual.
Algunos tenemos otra idea de la calidad; abierta y mil veces discutible, que puede abarcar muchos estilos y géneros y hasta tener en cuenta la respuesta del público, pero que no tiene nada que ver con esa visión neoliberal, demagógica y populista (todo a la vez). Basta de ídolos prefabricados, basta de índices y símbolos; basta de resúmenes. Queremos archivos, no links, y lo digo en inglés para que me entiendan. Queremos el asado, no la selfie en el parrillero. Queremos tambores, no candombódromos. Queremos música, no megaespectáculos contables.
Tanta sopa de letras de neón, imágenes vertiginosas, frases de libros de autoayuda, sonrisas de plástico, mentiras impunes, palabras huecas con sonoridad moderna; tantos timbales de arroz, tanto berenjenal ideológico, tanta basura esterilizada, tanto culto a la chatura nos tiene, sencillamente, recontrapodridos. Además, lo que estos amantes apasionados de la estética única y centralizada proponen es que hay una forma “correcta” de exhibir espectáculos, independientemente de su tipo y contenido. Esa forma correcta no es otra cosa que una sala con determinadas prestaciones tecnológicas y comodidades. De ahí se infiere que las manifestaciones que acceden a ella son las que están “bien hechas” y, automáticamente, que las demás son menores, pintorescas, “siga participando”. Pero resulta que las demás son un montón y muchas veces tanto o más válidas que las que podamos ver en el Antel Arena. Claro que es lindo tener un lugar bonito para hacer determinados espectáculos, pero antes habría que haber pensado muy bien qué le vamos a meter adentro (qué artistas y qué público), y, especialmente, qué vamos a hacer con todo lo que queda fuera: con la cultura de verdad, con el barro, con el Uruguay de carne y hueso. Pero claro, eso es lo que menos importa. No vende.
- www.antel.com.uy/documents/20182/874124/AEG+ANTEL.pdf