I) Luisa Cuesta era el mejor recordatorio de que el poder es, ante todo, un mecanismo de represión; la represión constituye, en efecto, la naturaleza misma del poder. Y si tomamos en cuenta que la modalidad represiva del Estado durante la dictadura no fue un episodio esporádico y desproporcionado sino, antes bien, una tecnología adoptada racional y centralizadamente, entenderemos que la desaparición no es un eufemismo sino una alusión literal. Según la politóloga argentina Pilar Calveiro, este concepto hace referencia a “una persona que a partir de determinado momento desaparece, se esfuma, sin que quede constancia de su vida o de su muerte. No hay cuerpo de la víctima ni del delito. Puede haber testigos del secuestro y presuposición del posterior asesinato, pero no hay un cuerpo material que dé testimonio del hecho”. Al respecto, también puede observarse la aseveración que realiza Judith Filc sobre las desapariciones “sin testigos”: “El doble mensaje del discurso autoritario, la imposibilidad de determinar qué es verdad y qué no a partir de una estrategia oficial de ocultamiento (de la clandestinidad del aparato represivo) produce, en el momento del recuerdo, lo que Shoshana Felman llama ‘un hecho sin testigos’”. Refiriéndose a los campos de concentración nazis, Filc señala la especificidad del genocidio clandestino como “un evento no empírica sino cognitiva y perceptualmente sin testigos, tanto porque imposibilita el ver, como porque excluye la posibilidad de una comunidad de los que ven: un evento que aniquila radicalmente el recurso (la apelación) a la corroboración visual (a la conmensurabilidad entre dos visiones)”. Es decir, la desaparición de personas provoca la invisibilidad de los crímenes de Estado, ya que, al no haber víctima, también se invisibiliza o “desaparece” al victimario. A no ser que se acepte como viable lo que planteó el ex presidente José Mujica en sus declaraciones en el Parlamento: “A veces hay cosas que no tienen otra respuesta que la tortura para encontrar la verdad”.
II) Semejantes torsiones respecto a las prácticas institucionales no han sido nuevas. En las palabras de Mujica se encuentra una simbiosis con las de su amigo y compañero Fernández Huidobro. Este último, al ser consultado por las críticas que realizó el Serpaj, referidas a que él contaba con información sobre los detenidos desaparecidos, dio una respuesta demoledoramente ilustrativa: “Es falso lo que dice esa Ong, financiada por las peores fundaciones imperiales. Pero si el Serpaj me autoriza a torturar por un mes, yo capaz que le consigo información”. En el momento de semejantes declaraciones, Fernández Huidobro era secretario de Estado. Secretario de Estado durante el gobierno de José Mujica.
La tortura permite la extracción de información y hace posible la constitución de un saber sobre las fuerzas del enemigo. A la vez, produce un saber sobre el cuerpo en el que actúa: determina sus zonas débiles, sensibles, placenteras, dolorosas. Es en la producción y elaboración de ese saber corporal, de ese despliegue de la relación entre el cuerpo, el saber y el poder, donde emerge ese personaje siniestro: el torturador como el ejecutor de esa política corporal. La “lógica” de la tortura muestra esa economía del castigo en la medida en que la muerte física no es el propósito de la acción; más bien es una tecnología corporal que potencia la mecánica del sufrimiento: el “hacer sufrir” y, con el sufrimiento, el despliegue del terror que ella puede producir en el sujeto torturado. Es quizá por esto que la tortura refleja de manera más clara esos procesos de “ajuste”, esa economía política del castigo con la que se pretende dominar y someter por la fuerza pero no matar, incluso si la destrucción psíquica de las personas sometidas a ella está siempre presente. Sus efectos no se agotan en el torturado mismo, sino que repercuten socialmente por una especie de “resonancia”, que es otra condición del terror.
En las declaraciones de Mujica, como en las que realizara en su momento Fernández Huidobro, queda clara una lección propia de su paradigma: la tortura es la forma más directa, más inmediata de la dominación del hombre sobre el hombre, la cual es la esencia misma de lo político.
III) La respuesta no se hizo esperar. Nilo Patiño, sobrino de Luisa Cuesta, escribió en La Diaria (27-11-18) lo siguiente: “En vez de decir que Luisa era una mujer de una dignidad y principios inquebrantables, se dice que es una ‘reliquia’ de la lucha por los derechos humanos, o una ‘polemista’. Luisa es mucho más que eso, señor Mujica. Seguramente les hablaba a los militares el 18 de mayo de 2011 cuando se refirió irrespetuosamente a las madres de los desaparecidos como meras buscadoras de huesos; a pocas horas, por demás, de la discusión parlamentaria sobre el proyecto de ley interpretativo de la ley de impunidad. (…) Su discurso de hoy es tan falaz como funcional a la cultura de la impunidad y su aspiración al punto final, ya que –bien se sabe– ninguna conciencia cívica compatible con la vigencia de los derechos humanos es capaz de admitir tal argumento. No nos engañemos: ya una vez han escrito en la ley de impunidad, como fundamento: ‘la lógica de los hechos originados por el acuerdo celebrado entre partidos políticos y las Fuerzas Armadas’. Hoy nos dicen que la lógica de los hechos que impone el pacto de silencio de los militares sólo se puede quebrar recurriendo a los métodos propios del terrorismo de Estado”.
Vale agregar que no es solamente eso lo que nos dicen. Tanto Mujica como buena parte del Frente Amplio han colaborado a que los itinerarios de la dictadura militar permanezcan inconclusos. La “teoría de los dos demonios”, un lineamiento que tuvo su base programática en el informe “Nunca Más” en Argentina y cuya base fue finamente elaborada en Uruguay por Julio María Sanguinetti, asentó su reflexión sobre la dictadura alrededor de su posible retorno y de la necesidad de generar los mecanismos idóneos que acotaran esa posibilidad. Algunos de ellos fueron la apuesta a la consolidación del sistema institucional, la práctica activa de la memoria, una sana pedagogía que dispusiera a las nuevas generaciones a las siguientes posiciones: 1) la existencia de dos violencias enfrentadas: las guerrillas de izquierda y las Fuerzas Armadas actuando en nombre del Estado; 2) la relación de acción/reacción entre las guerrillas y la represión estatal, es decir, la responsabilidad causal de la izquierda en el inicio de la violencia; 3) la equiparación entre ambas violencias a partir de relaciones que van desde la igualación de responsabilidades históricas hasta la equiparación por simetría de fuerzas y/o de métodos; 4) la situación de exterioridad de la sociedad en ese conflicto, que es presentada como ajena, inocente o víctima de esa violencia.
De este modo, el problema se reduce a una cuestión de “educación cívica”. Tal fue la estrategia del período de transición –en manos de la derecha–, pero también del liberalismo progresista que integra en la actualidad la cúpula gubernamental. El horror se congela y se transforma en puro pasado. Sólo se trata de garantizar su irrepetibilidad, ignorando una forma de dominio que sólo difiere por sus atributos externos y formales. La cuestión es que si sólo nos detenemos en el horror, si vaciamos de contenido la lucha que se llevó a cabo, nunca vamos a darnos cuenta de que el modelo impuesto aún se sostuvo tras la caída de la dictadura. Y es aquí donde la perversión de este ideologema se muestra en toda su extensión: busca negar que la dictadura sigue estando con nosotros, aunque aparentemente el tiempo transcurrido la haya convertido en algo lejano y extraño.
Pensemos que la principal certeza de la dictadura es la supervivencia de sus efectos, ya que la pregunta en torno a las posibilidades de que regresen los tiempos del horror no tiene sentido. Vivimos en él aunque se nos presente con otros ropajes: la impunidad es uno de ellos. La teoría de los dos demonios intenta convencernos de que la garantía del no retorno al tiempo del “caos” y el “horror” implica aceptar el predominio de los sectores dominantes y aprender a convivir, resignados y promiscuos, con sus efectos.
El problema es que Luisa no lo aceptó.
Nosotros tampoco.