Estuvo cerca de alcanzar el siglo de vida, lo que para un filósofo urbanista, diseñador y artista de la talla de Tomás Maldonado (Buenos Aires, 1922-Milán, 2018) constituye ciertamente un raro privilegio. Su materia de estudio involucraba a la arquitectura, al equipamiento individual y social, la construcción material y también mental del entorno humano: “mundo escenario, mundo receptáculo, mundo producto, aunque también cabría agregar mundo herramienta, mundo para cambiar el mundo”, había dicho en una conferencia dictada en la Facultad de Arquitectura de Montevideo, y la prolongada actividad en esas ramas del saber le otorgó una perspectiva generosa. Pero “raro” privilegio al fin, porque ese casi siglo que le tocó en suerte fue una vorágine, un cambio convulsivo constante y desacompasado con las necesidades humanas. Las decisiones las toman otros, sostenía Maldonado en esa conferencia magistral. “Nunca fue más difícil dar estructura y sentido al entorno humano como en nuestra época. Nunca el entorno humano fue más anárquico e irracional, más rico en objetos y más pobre en estructuras coherentes y ordenadas. Nunca, en consecuencia, urbanistas, arquitectos y diseñadores industriales hemos tenido a la vez tanto y tan poco que hacer (…). Nunca se nos ha necesitado tanto y utilizado tan poco.” Esto lo decía en 1964, en la mitad del camino de su vida.
Maldonado se formó en artes plásticas en la Academia de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, y participó de muy joven de las nuevas tendencias. En 1944 fundó la mítica revista Arturo, en cuyo único número colaboraron los uruguayos Carmelo Arden Quin, Rhod Rothfuss y Joaquín Torres García, así como su hermano Edgar Bayley y prestigiosas figuras extranjeras, como María Helena Viera da Silva, Murilo Mendes y Vicente Huidobro. Dos años después redactó el “Manifiesto invencionista” y creó el Movimiento Arte Concreto-Invención, renovando con espíritu de vanguardia abstracta y geométrica las expresiones artísticas de la región. En 1948 realiza un viaje por Europa, donde hace amistad con Bruno Munari y Gillo Dorfles, y se vincula con Max Bill y Georges Vantongerloo, cuya influencia acusará a su regreso a Argentina. En 1951 edita la revista Nueva Visión, dedicada al arte, la tipografía, la arquitectura y el diseño industrial. Tres años después inicia en Alemania una serie de investigaciones vinculadas a los campos de la semiótica y la ergonomía, dictando conferencias sobre estos temas. Invitado por Max Bill a formar parte de los cuadros de la Hochschule für Gestaltung, en Ulm, se desempeña como una de las personalidades más influyentes en la famosa escuela de diseño industrial, legataria de lo mejor de la Bauhaus y en parte responsable del llamado “milagro alemán” de posguerra. Durante una década (56-66) integra la junta de directores de esa institución y le imprime un carácter científico, al punto que se considera que allí nace la figura del diseñador de productos tal como hoy lo conocemos. A fines de los años sesenta y comienzos de los setenta se radica en Milán y publica numerosos libros, polémicos los más: Desarrollo e ideología (París, 1972), Vanguardia y racionalidad (Barcelona, 1977), El diseño industrial reconsiderado (Barcelona, 1977), El futuro de la modernidad (Madrid, 1990), Tres lecciones americanas (Milán, 1992), entre otros. En los últimos años había vuelto a la práctica de la pintura, y hay algo de declaración de principios en este retorno. En su concepción global del diseño y del arte, el sentido humanista no cede terreno ante el carácter profundamente racional de sus planteos: se nutren mutuamente. Por eso no extraña que en la mentada conferencia montevideana propusiera como primer paso de un posible programa arquitectónico mundial “la elevación de los índices de calorías y proteínas per cápita, es decir, la adopción de medidas concretas contra la subalimentación e hiponutrición crónica que hoy padecen más de 2.000 millones de seres humanos”. Con Maldonado se va uno de los pensadores y artistas más brillantes que nos dio la modernidad.