I) El apoyo de amplios sectores de la izquierda a las crecientes prácticas de pacificación social que ha desatado el gobierno uruguayo –en particular, y de un modo paradójico, contra los mismos trabajadores y estudiantes– reactualiza el debate acerca de la actitud de los progresistas ante el Estado burgués y el aparato represivo. Pienso, en este momento, en la lista de los 150 militantes y dirigentes catalogados como “ultras” y “peligrosos” que dio a conocer el servicio de inteligencia en 2015; pienso en la aprobación del protocolo de la ley antipiquetes a inicios de 2016; pienso en la represión a los estudiantes en Salto después de la Marcha por los Mártires Estudiantiles en agosto de 2017; pienso en el violento allanamiento de las casas de los anarquistas que organizaron la antimarcha contra el G 20 en diciembre de 2018, o en el accionar de las fuerzas policiales ante la manifestación de las agrupaciones feministas de Rivera por la muerte de Laura Cabrera. Indudablemente, en el Frente Amplio está muy establecida la idea de que es beneficioso para la clase trabajadora que exista un Estado “fuerte”, capaz de guiar a las fuerzas productivas hacia alguna forma de “socialismo de Estado bonapartista”, para usar la expresión de Lenin. Se piensa que el capitalismo “popular”, o guiado por el Estado, legitima y demanda un aparato represivo poderoso y consolidado. Por eso, y bajo el argumento de “combatir el desorden”, se aplauden medidas que van desde la restricción de libertades y derechos elementales hasta las detenciones arbitrarias y el hostigamiento a manifestantes opositores. De ahí también el rol que tienden a jugar, en este tipo de regímenes, las fuerzas armadas y sus estructuras de mando. No vendría mal volver a leer a Marx, para quien “el poder del Estado fue adquiriendo cada vez más el carácter de un poder nacional del capital sobre el trabajo, de fuerza pública organizada para la esclavización social, de máquina de despotismo de clase”. Esa fuerza que existe, según dicen, para ayudarte y protegerte. Esa fuerza que te pide obediencia, respuesta, cooperación y respeto al canto de “sal de ahí, chivita, chivita” con la cachiporra desenfundada.
II) El reclamo por mayor seguridad ha sido una de las principales causas de movilización ciudadana en los últimos tiempos. Esta inquietud tiene una base de explicación estadística concreta: según los datos del Observatorio Nacional sobre Violencia y Criminalidad, el número total de hechos delictivos ha venido creciendo desde 1992, y de manera más sostenida entre 1998-2002 (coincidiendo con el período de recesión económica), para descender levemente en los años subsiguientes y conservar etapas de cierta estabilidad a partir de 2010. Con base en algunos datos empíricos, y en especial sobre ciertos empujes ocurridos en 2018, se ha montado una serie de campañas mediáticas que buscan instalar una especie de “pánico moral”.
En este contexto, varios sectores civiles se organizan (dudo cada vez más del verbo “autoconvocar”) para reclamar a las autoridades, pero también para actuar sin esperar las respuestas de los representantes del Estado. La mayor parte de las agrupaciones y asociaciones surgidas al calor del reclamo por seguridad se definen a sí mismas y su accionar como “no políticos”. Resulta curioso, cuando no risible, que haya quien pretenda plantear que el debate por la seguridad pueda ser considerado como un tema al margen de “lo político”. De hecho, el carácter netamente político de la cuestión de la seguridad puede ser afirmado en varios niveles. En primer lugar, en los últimos años la agenda del crimen se ha venido posicionando como un tema central de la comunicación política y como eje de campañas electorales. En segundo término, no hay que olvidar que lo que está en juego, en última instancia, cuando hablamos de seguridad, es la cuestión de la propiedad privada y de las formas legales o ilegales de apropiación privada de aquello que es producido colectivamente, formas que siempre son el resultado de luchas históricas y están en permanente discusión. En otras palabras, se trata de la cuestión del control social que, a su vez, preserva un determinado orden. Un orden signado por la diferenciación de clases y lo político.
Los intercambios discursivos en torno al problema de la seguridad, fuertemente cruzados por temáticas identitarias y retóricas estigmatizadoras, se constituyen entonces en una de las superficies privilegiadas de aparición de lo político en el Uruguay de los años recientes. Y no desde su costado más democrático. Las declaraciones de Edgardo Novick, Verónica Alonso y Jorge Larrañaga no son más que breviarios de la peste.
III.) Reviso un cuaderno de anotaciones de cuando realicé un viaje al sur de Chile. El motivo era la situación de los mapuches, la participación en un proyecto con ellos que se cortó cuando Piñera envió el ejército a desmantelar la comunidad y, de paso, echarnos. Terminé con el maxilar astillado y dos muelas de menos. En esas hojas, y por esas fechas (junio de 2010), escribí lo que sería un primer esbozo de teoría y praxis de lo político. La necesidad de la violencia, las posibles vías de pensar lo alternativo de manera alternativa, los vínculos entre ética y estética fueron temas recurrentes. Pero entre borrones encuentro el fragmento de una conversación con Javier Chaura, una de las figuras más respetadas del pehuén de la localidad de Pio Pio, Quellén, bien al sur de Chile, quien planteaba que siempre había que hablar desde el lugar de sujetos capaces de palabra y de acción, jamás de víctimas. A través de Chaura llegué a entender que el ubicarse en el lugar de víctima es una estrategia que han adoptado individuos, grupos y organizaciones para plantear a otros sus necesidades, en términos de injusticias que exigen reparación. Si la estrategia de victimización ha dado sus frutos, al mismo tiempo contribuye a la despolitización de los conflictos, atenta contra la capacidad de actuar políticamente, e impide en última instancia la propia constitución de sujetos colectivos. Se produce una competencia del tipo “juego de las gallinas” entre las víctimas, para posicionarse como “la más víctima”, en un juego de victimización funcional, o al menos coherente, con el modelo neoliberal. Propende a la desarticulación social y ancla una situación de conflicto estructural en la situación individual, reafirma el estigma y desempodera. En síntesis, plantarse como víctima y no como sujeto despolitiza (privatiza, naturaliza) nuevamente las relaciones privadas y naturales que habían sido politizadas, pues sigue el modelo de la reparación en lugar del modelo universalizable de los derechos; confunde la idea moderna de representación política con la idea de estar físicamente representado. En pocas palabras, la victimización oblitera la posibilidad de actuar, actuar responsablemente y con poder, incluso con ironía y sentido del humor.
Chaura, que sabía de encierros, palizas, persecuciones y de familiares asesinados, lo tenía más que claro. Bailaba, celebraba, sabía dar la carcajada, diferenciaba perfectamente lo que atentaba contra la dignidad del ser humano de lo que no era más que un gesto infantilista de los susceptibles de turno. Confieso que lo extraño. Su lucidez hubiera sido más que necesaria entre varios de nosotros.