Espacio. Tiempo. Silencio. Bienes intangibles. Lujosos como el lujo de no tener hambre.
Caminar por la rambla al amanecer, una silla en la vereda, un balconcito con madreselvas… Puede haber espacios más grandes, tiempos más largos, silencios más profundos; pero disfrutar en cualquier medida esos bienes es ser rico. Antes también lo era, pero no nos dábamos cuenta. El tiempo, el espacio y el silencio parecían estar ahí naturalmente, como el clavel del aire. Al escasear se convirtieron en tesoros (tal vez con el agua nos pase lo mismo, en unos años).
Ser rico siempre ha consistido, en opinión de quienes no lo son, en tener más de lo que se consume, poder elegir situaciones o cosas o casas, cumplir deseos a corto plazo, ser asistido con primor al estar enfermo, ejercer la real gana (dormir la siesta o comprar libros o apostar a los burros, importar toros, motores o abrir una galería de arte). Es sinónimo de poder hacer. Cuando ese poder hacer toma forma egoísta, enceguece. Cuando se encamina a mejorar la vida de los unos y los otros es útil.
“Los ricos no tienen vecinos”, escribió Aldous Huxley en Contrapunto. Aludía al aislamiento. A la prescindencia. Al hecho de que todo auxilio fuera a sueldo.
“La fortuna, que anula las distancias, como el tapiz del árabe” –¡esa certera línea de Borges!–. Llegar rápida y cómodamente es un placer que desconoce media humanidad (caminan de país en país con su vida a cuestas, toman subterráneos atestados, esperan buses lentos). Pero la velocidad pone alas de Mercurio a los pies de los ricos. En tiempos antiguos era raro que alguien conociera horizontes más allá del pueblo en que nacía, salvo que fuera soldado romano o marino genovés. Hoy, viajar en un abrir y cerrar de ojos –como Aladino gracias a la lámpara maravillosa–, para quienes disponen de un auto o un pasaje de avión, es natural como prender la luz o abrir una canilla (también riquezas, esas dos; derrochadas por unos, inimaginables para otros).
De todas las fortunas la menos perecedera es el conocimiento. Saber hacer croquetitas con el arroz que sobró del mediodía, saber utilizar las cosas, saber que la higiene es la base de la salud y la empatía, la del bienestar, saber comprender una partitura, un texto, un algoritmo, una función matemática, aplicar la regla de tres, saber un poema que acompañe un desvelo, una historia que ayude a comprender la vida, saber que el universo es más ancho de lo que hasta ayer nos parecía único y mejor.
EL PATRIMONIO DEL OCIO. El ocio –derecho que preconizaba Paul Lafargue, el yerno de Marx– fue durante siglos herencia de unos felices pocos.
“¿Qué es weekend?”, antológica frase en la serie Downton Abbey. Maggie Smith con su ceja levantada evocó así las largas vacaciones de la delicada Inglaterra en tiempos previos a 1914. La Segunda Guerra Mundial acarreó cambios mayores. Por ejemplo, en Japón la riqueza se midió durante siglos por la extensión de los jardines. Postigos llamados “puertas de lluvia” los rodeaban. El elogio que reconocía el prestigio del dueño de casa era: “¡Se necesita un día entero para abrir y cerrar los postigos de su jardín!”. Eso lo consigna Taichi Sakaiya en Historia del futuro. La sociedad del conocimiento: “La riqueza consiste en abstenerse de los bienes escasos y sacar provecho de lo abundante, cada entorno cultural o histórico desarrolla una ética y una estética para utilizar los recursos abundantes y economizar lo escaso”. Emplear muchos sirvientes era elegante y prestigioso antes de la Segunda Guerra. Después cambiaron los valores, abundó la energía eléctrica: la casa más lujosa era la que tenía más tomacorrientes. “Grande” y “bello” dejaron de ser sinónimos; se prefirió lo “ligero, liviano y pequeño” (productos ágiles como mariposas y con más contenido que el propio Aleph). Adiós jardines. “Hoy –sostiene Sakaiya– se advierte que la energía escaseará y el conocimiento abundará; se valoran los bienes que por su contenido o su diseño muestren que pertenecen a la sociedad del conocimiento.” El diseño es el valor agregado del siglo XXI.
Alvin y Heidi Toffler en El cambio de poder señalan la espada, el anillo, el espejo como símbolos míticos: la fuerza, la fortuna, el conocimiento.
En este siglo el conocimiento se expande prodigiosamente. Desde Gutenberg no hubo vehículo tan importante para que se difunda y se acerque como el que permite la fibra óptica. Comunicaciones que sólo podían tenerse en sueños son ahora reales. Escuchar una voz o ver la expresión de un rostro querido se consigue rozando un botón… No es una riqueza de todos, pero sí de muchos más de lo que fue ninguna.
LA RIQUEZA ES ALGO QUE PASA DE MODA. Dejando en paz y en las antípodas a los jardines japoneses, consideremos las apariencias de la riqueza en el Río de la Plata. Hace menos de un siglo ser orientales ricos (orientales de Uruguay) propiciaba llevar una vida sin sobresaltos, endogámica, con todo en su sitio, ir una vez a Europa, ir a ciertos colegios, ir a misa, a la estancia, al Lawn Tennis, tomar té, tomar whisky, mezclar con la historia nombres familiares, usar mocasines con medias en verano y palabras de buen tono, y no poner los codos en la mesa ni las cucharitas al revés en las tazas de café. En Buenos Aires ser rico era más recoleto y en ocasiones más ostentoso: incluía noches de placer y locura, llegar –como cantó Gardel– a las veladas del Colón en auto propio y lucir desde el palco el blanco peto de rico frac; comer en casa entre aguamaniles y mucamos enguantados o frecuentar restaurantes con cartas europeas. Los argentinos viajaban más que los orientales. Por temporadas largas. Irse a vivir a París era una ocurrencia frecuente en los Alvear, los Ocampo, los Mujica Láinez. Ser ricos incluía ser cultos, con un tipo de cultura que conseguía acercar a algunos al mundo exterior. Y a otros ensimismarlos en sus recuerdos.
“¿Quién quiere ser millonario?”, preguntaba Frank Sinatra en Alta sociedad (primera película romántica que vi). “¡Yo no!”, respondía Celeste Holm.
“¿Quién quiere la molestia de mantener una casa de campo? ¿Quién querría bañarse en champagne…?” “¡Yo no! ¡Yo no! ¡Yo no!”
Hubo –y hay– ricos que lo son por aprovecharse de otros; ricos trabajadores, conscientes, generosos. Ricos invisibles (accionistas de multinacionales). Ricos ultravisibles que disfrutan al mostrarse en fiestas y revistas. Ricos tan acostumbrados a serlo como a usar un viejo suéter inglés con agujeritos. Ricos novedosos que confunden riqueza con exceso. Ricos momentáneos, a quienes serlo les dura lo que dura un lirio. Pero, sobre todo, la riqueza ya no es lo que era: no se viaja con la vaca atada, sino con tarjeta de crédito. La abundancia (ostentosa o escondida) se ha vuelto minimalista. Los ricos de hoy aprecian el diseño en máquinas, gastronomía, ropa, fiestas y en itinerarios pautados con precisión de Gps. Su cultura es distinta a la del viajero de antes, que la iba adquiriendo en el viaje. El viaje es, casi, una confirmación de su información previa. Y eso puede ser la pena de ser rico hoy en día: la falta de sorpresas, lo inmediato de todo, la escasa morosidad en descubrir un lugar, una persona, una obra de arte.
“Todas las cosas tuvo y lentamente todas la abandonaron”, dice el poema de Borges dedicado a esa mujer que él conoció armada de belleza, que tuvo el don del verso y la fortuna que acorta las distancias. “Todas la abandonaron/ menos la generosa cortesía…” La sonrisa de Elvira de Alvear, difusos ya sus dones, la iluminó “más allá del delirio y del eclipse”. Hay riquezas que no desaparecen.