“Juancito caminador/ murió en un lejano puerto./ El prestidigitador/ poca cosa deja al muerto./ Terminada su función/ –canción, paloma y baraja–/ todo cabe en una caja,/ todo, menos la canción.”
Están en su casa. Es su casa: el jardín, el patio, la terraza, los talleres. Una exposición1 que es la experiencia de compartir un momento de la intimidad del artista, de los grandes artistas que son Walter Tournier (Montevideo, 1944) y Laura “Lala” Severi (Montevideo, 1962). Ese gesto de apertura es el que propicia el diálogo espontáneo y la aventura de saber que ningún encuentro será igual a otro.
Llego un poco tarde y Lala Severi se ofrece a acompañarme en un recorrido corto. Me comenta que este sábado llegó una cantidad de gente, doscientas personas… Es una enormidad para el espacio disponible, ese camino que viborea por el interior de la casa, circula por el fondo –“un entorno selvático y familiar”, anuncia un dossier– y conduce a los talleres que se diversifican en planta baja y alta.
Lo primero que se observa son las estilizadas esculturas de Tournier, que tienen algo de garza, de penachos metálicos a punto de remontar, y la colección de cerámica precolombina. Las mamparas que hizo para colgar los trabajos de Lala o para poner un contraste blanco de fondo para sus esculturas están iluminadas con paneles led que consiguen una medida escenografía en los sectores más umbríos del jardín. Las tintas de Lala Severi son recientes. Parecen floraciones espontáneas que se “entreveran” con la humedad. Hay una cuestión de énfasis muy sutil entre qué señalar de la naturaleza y el arte, entre objetos industriales y gestos industriosos.
“Ponle luto a la pianola,/ al conejito, a la estrella,/ al barquito, a la botella,/ al botellón, a la bola./ Música de barracón –canción, baraja y paloma–/ flor de campo sin aroma./ Todo, menos la canción.”
Ante un comentario perseguido de mi parte, “¿Se animaron a abrir a los extraños?”, Severi confesó que ella al principio puso reparos, pero todo fue viento en popa. No sé si usó esa expresión marinera o me la imagino porque estoy observando un mástil que sostiene el extraño techo en diagonal del taller. “La hicimos difícil”, me dice Lala, mirando el techo con un diseño complicado. El mástil fue lo único que quedó al final de un remate de maderas al que llegaron tarde. Tirado en el suelo de la barraca, sin saber exactamente qué utilidad tendría, lo compraron y vieron que, en efecto, era el mástil de un viejo barco.
“Ponle luto a la veleta,/ al gallo, al reloj de cuco,/ al fonógrafo, al trabuco,/ al vaso y a la carpeta./ Su prestidigitación/ –canción, paloma y baraja–/ el tiempo humilla y ultraja,/ todo, menos la canción.”
Me sorprende el orden minucioso de las herramientas y expreso mi incredulidad: un taller tan prolijo no puede funcionar. Me dice que es así, sólo que sacaron el polvo que se acumula en cantidades industriales (Lala debió abandonar su estudio, situado justo sobre el taller, por ese motivo). Luego razono que no se puede hacer animación stop motion sin tener bajo control hasta los detalles mínimos. Vemos los famosos Tatitos, sonrientes en un aparador cuyas puertas de vidrio ostentan un biselado art nouveau. La mesa de carpintero es de una solidez ósea, como un gran fósil del Pleistoceno. Observamos una máquina que no sabemos para qué es, algo para tensar alambres. Pues bien, al flaco Tournier le gusta comprar máquinas viejas rotas y ponerlas a funcionar. Sólo eso. Pienso en “lo usado” y la manera en que envejecen los objetos cotidianos. Mientras funcionan, están vivos. La expresión cúlmine del capitalismo debe ser la obsolescencia programada, lo que fue hecho para que un día se rompa y haya que comprar otra cosa, produciendo cantidades ingentes de basura y sinsentido. Vencer la obsolescencia, reparar sin mayor motivación que el ejercicio de hacerlo es un acto de resistencia cultural, pero también una postura estética. Stop motion es, entonces, no sólo el cambio de escala, el timing, la animación, sino la consagración de una dialéctica de lo útil-inútil; es decir, que la magia existe porque envejecer –ni siquiera para las cosas– significa morir o ser descartado.
“Mucha muerte a poca vida,/ que lo entierre de una vez/ la reina del ajedrez/ y un poeta lo despida./ Truco mágico, ilusión,/ –canción, baraja y paloma–/ que todo en broma se toma,/ todo, menos la canción.”
Poseen un huerto también, en un espacio reducido, en una especie de terraza. Es otra forma de vivificación. Al lado está el taller de stop motion y muchos trofeos ganados que son reconfortantes pero no dan de comer. Pues, pese al reconocimiento internacional a los autores y al trabajo de tantos años, es difícil conseguir sponsors y apoyos financieros estables. Los fondos concursables no son suficientes. No hay dinero para los técnicos. Así que, como verdaderos prestidigitadores, terminan haciendo todo, salvo la música, me dice Lala. Deben contratar a un músico. Y enseguida me acuerdo de los versos de Raúl González Tuñón: “Todo, menos la canción.”
1. A puertas abiertas. Los sábados de marzo de 11 hs a 14 hs, en Anzani 2015 (barrio Buceo).