No conozco otro lugar en el mundo donde la amnistía para los dictadores haya sido validada por una consulta popular. Tal vez este sea uno de los elementos más distintivos de Uruguay en la comparación con los otros países del Cono Sur. En 1989, el pueblo refrendó una ley que avalaba la amnistía para los militares por los crímenes que cometieron en la dictadura. En realidad, técnicamente, la ley no constituía una amnistía, ya que no implicaba un perdón luego de establecer una condena, sino que abortaba la posibilidad de desarrollar un proceso judicial. Sin embargo, el impacto de este acontecimiento, así como el del infructuoso intento de anularla a través de una nueva consulta popular en 2009, resulta central para entender algunas de las características particulares del proceso uruguayo.
Más allá de esto, también existieron otros asuntos que resultan positivos en la comparación con el Cono Sur en los primeros años de democracia. Mientras que en Argentina y Chile la liberación de los presos políticos fue problemática y paulatina, en Uruguay se dio en el primer mes de la recuperación democrática. Aunque muchas veces se habla de Argentina como modelo de justicia transicional, lo ocurrido en relación con los presos políticos y las causas que abrió el gobierno de Alfonsín contra ex guerrilleros en el contexto de la teoría de los demonios da cuenta de un escenario adverso, que dificultó la integración de ciertos actores de la ex izquierda armada en la nueva democracia. Aunque en el caso uruguayo no existió técnicamente una amnistía para todos los casos, la liberación de presos vinculados con organizaciones armadas y partidos políticos legales de la izquierda habilitó una rápida integración y un compromiso de dichos militantes con el proceso político democrático que se iniciaba en Uruguay. Este elemento positivo en la comparación ha resultado, en alguna medida, opacado por el profundo impacto que tuvo el resultado de 1989.
AMBIGÜEDAD INTELECTUAL. “Yo firmo para que el pueblo decida”, rezaba la consigna del movimiento de recolección de firmas para derogar aquella ley. En cierta medida, dicha propuesta anticipó un problema en relación con el discurso de los derechos humanos. Por un lado, el influyente paradigma de derechos humanos durante los años ochenta sugería que existía un número limitado de derechos inalienables que los estados debían respetar. Sin embargo, en la estrategia del movimiento, dichos derechos estaban sometidos a la voluntad popular. Esta ambigüedad intelectual en relación con el tema de los derechos habilitó lecturas políticas y jurídicas extremadamente problemáticas luego de los resultados de las consultas populares.
El resultado golpeó duramente al movimiento de derechos humanos, al sistema político y al Poder Judicial. Recién en 1996 el movimiento social retomó públicamente sus demandas. Y, a diferencia de lo ocurrido en el resto del Cono Sur, donde la demanda se concentraba en la justicia, el movimiento de derechos humanos se restringió a pedir solamente verdad y el cumplimiento del artículo 4 de la ley de caducidad, vinculado con la investigación de los hechos ocurridos en la dictadura. Esta restricción da cuenta de cómo la ley limitó los márgenes de las demandas posibles en materia de derechos humanos por muchos años.
El sistema político interpretó el resultado como el cierre de un ciclo y la consolidación del olvido y el silencio. La mayoría sobreinterpretó la ley. La norma tenía algunos espacios que posibilitaban el desarrollo de políticas de memoria e incluso justicia. Pero prevaleció la lectura de “dar vuelta la página”, en palabras de Sanguinetti, uno de los más firmes intérpretes de la caducidad. Esto no sólo ocurrió con los partidos tradicionales, sino también con sectores importantes del Frente Amplio. Entre otras cosas, eso se expresó en la dificultad para asegurar una propuesta legal que la dejara sin efecto.
GOBIERNOS Y MILITARES. El resultado del referéndum por el voto verde también influenció en la relación entre los gobiernos y los militares. Los voceros oficiosos de las Fuerzas Armadas consideraron el resultado como la posibilidad de una definitiva reconciliación con los sectores del sistema político que se habían opuesto a la dictadura. Dicha reconciliación se sostuvo en la idea de un empate, por el que la institución militar tendría una importante autonomía y su memoria del período dictatorial no sería cuestionada. Tarde o temprano, todos los partidos políticos comulgaron con esa idea. Y argumentaron que la ley de caducidad era el fundamento para evitar todo tipo de intervención en la memoria de la institución militar. Aunque era claro que una cosa no necesariamente implicaba la otra. Podía no haber marcos legales para la justicia, pero sí había espacios para construir una memoria democrática en las nuevas generaciones de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, no se desarrollaron intentos relevantes de apostar a dicha transformación. A diferencia de lo ocurrido en Argentina en 1996, con el general Martín Balza, o en Chile en 2004, con el general Juan Emilio Cheyre, los militares uruguayos aún no han hecho una condena pública de los delitos cometidos por las Fuerzas Armadas en la dictadura y en el período anterior.
Se podría decir que en la administración del Frente Amplio ocurrió algo distinto. Ciertamente, existió una preocupación por la verdad y la memoria. Dicho esfuerzo se expresó en la promoción de investigaciones a cargo de historiadores y arqueólogos, que inicialmente generaron impactantes resultados (con la recuperación de los primeros restos de personas desaparecidas), en la preocupación por la apertura de algunos archivos y en el reconocimiento de sitios de memoria. Sin embargo, todas estas iniciativas se desarrollaron desde un paradigma que tenía que ver con la respuesta y el reconocimiento particular de las víctimas, y no con el debate público de la memoria del pasado dictatorial.
Desde aquel mensaje ambiguo acerca del Nunca Más planteado por Tabaré Vázquez el 19 de junio de 2007 hasta la realidad interna de las Fuerzas Armadas de 2019, queda claro que el Frente Amplio no pudo desarrollar una batalla ideológica en cuanto al pasado que trascendiera la demanda específica de sus víctimas. Siempre pareció prevalecer una inquietud por la estabilidad política frente a la discusión sobre la verdad histórica, que no convenció ni a tirios ni a troyanos.
El Poder Judicial también sintió el golpe de 1989. También sobreinterpretó la ley e inicialmente la asumió como la imposibilidad de cualquier forma de justicia. La idea de que era inconstitucional y contradecía acuerdos internacionales con los que Uruguay estaba comprometido tuvo poco espacio en ese poder del Estado. Aunque la ley dejaba lugar para juicios: para con civiles implicados en los crímenes, para con delitos que no se habían desarrollado en el territorio nacional o para con figuras de crímenes que la ley no incluía, como la desaparición forzada. Nada de esto fue promovido por la mayoría de los actores judiciales en la década posterior a 1989. Por último, en comparación con Chile y Argentina, el Poder Judicial mostró una fuerte resistencia a incorporar los derechos humanos como demanda específica. Recién en 2018 se terminó de crear una fiscalía especializada en delitos de lesa humanidad.
ENCONTRAR LAS DIFERENCIAS. En las últimas décadas, también se asentó el planteo de que el voto amarillo había cerrado el ciclo de la transición. En los círculos gobernantes existió la idea de que era posible lograr una convivencia con aquellas Fuerzas Armadas, de que no era necesario intervenir para transformar su memoria institucional. Los argumentos fueron variados. Desde aquellos –esgrimidos por mandatarios de todos los partidos– que apostaron a razones de estabilidad institucional y evaluaron como problemáticos los costos de una intervención directa hasta aquellos que, con argumentos nacionalistas –como Eleuterio Fernández Huidobro–, intentaron resignificar y borrar la dimensión represiva de la institución militar en el pasado. A diferencia de lo ocurrido en Argentina, con Néstor Kirchner, o en Chile, con Michelle Bachelet, no existieron intervenciones relevantes a los efectos de transformar la memoria de la institución militar. Asimismo, entre los analistas vinculados con la transición, mayoritariamente politólogos, no existió la conciencia de que esa transformación era un elemento central de la democratización. Por el contrario, consideraron el de los derechos humanos un movimiento principista que en alguna medida dificultaba la transición.
Sin embargo, el escenario actual muestra que, en la medida en que los movimientos de derechos humanos lograron incidir más en el proceso político –como ocurrió en Chile y Argentina–, los militares parecen estar más adecuados a la cultura democrática. En cambio, en Brasil, donde los militares no recibieron ningún tipo de juzgamiento, fueron suavemente cuestionados por las políticas de verdad durante el período del PT y funcionaron con total autonomía respecto del poder político en democracia, hoy reemergen con una participación central en el gabinete del nuevo presidente, Jair Bolsonaro. Las lecturas del resultado de 1989 habilitaron una trayectoria uruguaya a mitad de camino entre Brasil, Chile y Argentina. En este contexto, volver a pensar las políticas de memoria como políticas de Estado, no solamente como una mera concesión a las víctimas del terrorismo de Estado, es una de las pocas herramientas posibles para evitar las amenazas autoritarias que se asoman en la región.