La semana pasada, fue muy compartida en las redes una entrevista realizada por La Diaria a Alexandra Kohan, motivada por la edición digital de su libro Psicoanálisis: por una erótica contra natura.1 La psicoanalista había sido entrevistada también por la revista argentina Panamá;2 allí, la nota tiene el provocador título “Acostarse con un boludo no es violencia” y generó revuelo en varios sectores de los feminismos latinoamericanos. Ambas entrevistas despiertan preguntas y motivan el debate, del mismo modo que sucede con la mayoría de las voces feministas; resulta al menos ingenuo afirmar que la perspectiva de género es un cuerpo de conocimiento estático cuando es notoria su pluralidad y su constante mutación, evolución y construcción colectiva en diversas áreas y disciplinas.
Tal vez sea ese el primer punto para cuestionar en las declaraciones de Kohan: su necesidad de negar la existencia de otros puntos de vista igualmente provocadores, afirmando que el solo hecho de criticar ciertos postulados la convierte en alguien que será señalado como “antifeminista”. Más allá de opiniones personales que pueden ser vertidas en las redes (y cuya violencia da cuenta de un estado de crispación social que trasciende en grande las discusiones vinculadas al género), no hay verdad alguna en sostener que los feminismos manejan un discurso monolítico en el que la autocrítica no tiene lugar: existen enormes tensiones, justamente, debido a la inmensa pluralidad del movimiento. El concepto de “feminismo” es un significante en disputa al que se le adjudican significados que varían a lo largo de la historia, que evidencian diferencias ideológicas, que cambian en distintos espacios geográficos y un largo etcétera. Cualquier afirmación puede ser criticada, ampliada, negada o cuestionada y, sin embargo, sigue siendo parte de la episteme feminista; en esa lógica nueva y abierta de generar conocimiento radica, sin duda, una de sus mayores potencias.
Pero a Kohan le resulta muy importante pararse en un lugar contrario a lo que llama “la doxa” feminista, sobre todo para cuestionar algunos conceptos, como el de “amor propio” o “responsabilidad afectiva”. En su discurso, parece no tener en cuenta que esas frases-consigna, esos enunciados que los feminismos construyen y se esfuerzan por difundir ‒a contrapelo de la enorme cantidad de mensajes sexistas, racistas y capitalistas que se consumen en los medios de comunicación y en la historia del arte occidental‒, no vienen a ocupar un espacio vacío: intentan desmontar otras afirmaciones o certezas que ocupaban ese lugar antes y que forman parte de un sentido común construido a partir de la naturalización de diferencias culturales atribuidas al género. Los feminismos ofrecen postulados como el de “si te duele, no es amor” para cuestionar otros que, si bien no tienen forma de consigna (porque nadie los enuncia como tales), podrían resumirse, por ejemplo, diciendo: “Soportá cualquier cosa, aunque te duela, en nombre del amor”. Los muros se pintan con la frase “eso que llaman amor es trabajo no pago” para proponer alternativas a una certeza anterior que podría resumirse en la afirmación “si sos mujer, tenés que realizar todas las tareas de la casa y no quejarte, porque, para una mujer, eso es amar”. Es muy peligroso hablar de “feminismos prescriptivos” o de falta de flexibilidad, porque los discursos feministas ‒que se construyen muchas veces entre pares, sin un establecimiento jerárquico de voces únicas legitimadas o autorizadas‒ ayudan a las jóvenes a reconocer que no son descartables y que tienen derecho a ser tratadas con afecto y responsabilidad, y que el amor romántico no es la única forma de amar, y que es importante mirar a la otra con empatía, en lugar de asumirla como competencia frente a la mirada masculina; el procedimiento que realizan es el contrario a estatizar o petrificar la subjetividad: esas consignas tantas veces subestimadas siguen logrando, a pesar de todo, hacer eco en muchísimas personas para fisurar con fuerza verdades anteriores y desnaturalizar las relaciones de poder desiguales que produce la opresión basada en el género.
Sigamos a Kohan cuando habla del lugar del saber para introducir la dimensión del trabajo clínico. Lacan escribe en “Variantes de la cura-tipo”:3 “Lo que el analista debe saber: ignorar lo que sabe”. Una lectura posible de esta frase sería que un saber preestablecido obtura la posibilidad de que el sujeto produzca su verdad como una novedad, única y singular; que rompa con la mismidad y la repetición. A esto se le llama “acontecimiento”, concepto postulado por G Deleuze que se propone discutir las formas de verdad trascendentes, absolutas y hegemónicas. Sin embargo, al final del texto, Lacan afirma: “… será reconocida como afirmación de la verdad de que el análisis no puede encontrar su medida sino en las vías de una docta ignorancia”. El adjetivo “docta” hace referencia a la sabiduría, al conocimiento, por lo que “docta ignorancia” podría leerse como un juego de palabras en el que la verdad se encuentra en el cruce entre el saber y la ignorancia. Por otro lado: ¿quién responde esta pregunta?, ¿quién decide qué sucede en un análisis? Podríamos decir que el paciente, en gran medida, es quien lleva adelante las decisiones en un análisis, pero el paciente no decide todo solo. El analista también decide y, para hacerlo, se apoya en su saber. Llamémosle saber ‒equivocadamente‒ a su entendimiento más próximo del mundo, a sus prejuicios (Kohan habla de “saber anticipado”), pero, más bien, a sus reflexiones previas, a su recorrido teórico, a los autores a los que ha decidido leer, etcétera. Esto puede ser un problema, sí, pero también es necesario. Y es pertinente pensar que Lacan trabaja con esa tensión: debe saber ignorar lo que sabe no significa que no debe saber nada en absoluto.
La posición del analista no es una posición neutra, para nada. Y no debería serlo. La tarea del psicoanálisis es política. El trabajo clínico es una tarea que implica, primero que nada, una lectura social crítica. ¿Cuál es el origen del padecimiento? Si estamos dispuestos a reconocer un sistema opresivo e injusto (por decir poco) en este mundo neoliberal, patriarcal y racista, ya no podemos mantenernos en silencio. No existe diferencia entre el sujeto del inconsciente y el sujeto político. El sujeto debe tomar decisiones, y eso no significa que estemos declarando un sujeto pleno, cristalino, que lo sabe todo de sí mismo.
Pero disputemos a Kohan la teoría psicoanalítica: esta praxis, la de leer un acontecimiento social desde una teoría, es una tarea intelectual y política. Una cosa es pensar el psicoanálisis como teoría emancipatoria ‒práctica extensamente realizada por la filosofía‒ o incluso hacerlo trizas para construir una teoría que apuesta al desarme de toda forma de poder (como hicieron Foucault y Deleuze, entre otros); en ambos casos, la comprensión del mundo está dada por una profunda crítica que apuesta a la transformación radical. Otra cosa es psicologizar un hecho político y llamar a eso psicoanálisis; o sea, anular un hecho colectivo para hacer un análisis individualista y trasladar argumentos de la lógica clínica al ámbito de la discusión política. Este gesto, en los casos más sofisticados, tiende a encubrir su accionar político tras el velo de un misterioso arte para entendidos, cultosos del no-saber, onanistas del datillo anecdótico y los juegos de palabras. Sucede que el psicoanálisis no sólo se practica en el consultorio: los psicoanalistas también son actores sociales que inciden en lo público y asumen necesariamente lugares de verdad y de saber. La pregunta es qué decisión toman con respecto a eso. Si su preocupación es el padecimiento o lisa y llanamente el sufrimiento, deberían poder pensar que muchas veces la práctica más terapéutica de transformación subjetiva no se halla en los consultorios, sino en la organización social. En ese sentido, los feminismos podrían ser pensados como facilitadores de espacios de encuentro y de transformación conjunta que, a pesar de basarse en procedimientos no del todo asimilables a la tarea psicoanalítica, abren puertas colectivas para un camino emancipatorio de los sujetos que se piensan, con otros y con otras, en el mundo.
El desprecio por la doxa y lo masivo puede enmascarar el desprecio por lo popular. Eso, lejos de ser una defensa del pensamiento y la reflexión, es puro elitismo. Entonces, ¿para qué el psicoanálisis? Claro que los pacientes no llegan al consultorio con el objetivo de hacer la revolución. Pero los psicoanalistas deberían saber que hay una potencia revolucionaria ahí, inesperadamente, en el sujeto, en la construcción de una narrativa, de su historia personal e íntima.
2. https://www.panamarevista.com/acostarse-con-un-boludo-no-es-violencia/
3. Artículo de 1955 incluido en el libro Escritos 1, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2014 (1.ª edición de 1966).