En uno de sus textos más celebrados, Bertolt Brecht afirmó: “El peor analfabeto es el analfabeto político”. Recuerdo el impacto que me produjo leer esto en mi adolescencia, y más cuando empecé a comprender, en aquellas viejas clases de filosofía, lo que implicaba la noción aristotélica del hombre entendido como “animal político”. Porque los tiempos eran otros (ni siquiera se soñaba con las transformaciones sociales, culturales y tecnológicas de las que hoy somos testigos, promotores y productos), Brecht definía al “analfabeto político” como aquel que “no oye, no habla, ni participa de los acontecimientos políticos” y “es tan burro que se enorgullece e hincha el pecho al decir que odia la política”. La única característica que sobrevive de esa definición es la del proclamado –y contradictorio– odio a la política. Del resto (y a raíz de las transformaciones sociales, culturales y tecnológicas que experimentamos), el analfabeto político de estos días que corren en clave electoral es algo diferente al que describió el dramaturgo alemán con furiosa precisión.
Para empezar, el actual analfabeto político habla y participa de los acontecimientos políticos. Diríase que, aun sin profundizar en esos acontecimientos, aun renunciando a la tarea de informarse mejor sobre ellos, aun partiendo de prejuicios, rumores o mentiras descaradas sobre ellos, el analfabeto político de la contemporaneidad participa opinando de manera compulsiva en las redes sociales. Cualquiera podría recurrir a muchos ejemplos: están los que defienden el linchamiento de los delincuentes pobres –o de aquellos que pueden ser sospechosos de–, los que denostan cualquier política inclusiva mandándose la parte de que se mantienen vagos con “nuestros impuestos”, o que negras de mierda y papusas de cantegril tengan hijos para que el Estado las mantenga. También están aquellos que piden el regreso de la mano dura y los que defenestran los derechos de mujeres, homosexuales e inmigrantes. O los que juegan con la restauración de la pena de muerte. O los que piden que nos dejemos de joder con la memoria y el saldo de desaparecidos.
Esos comentarios no son sólo ejemplos del analfabetismo político contemporáneo. Son también el síntoma de una amenaza al debate público pautado en la honestidad intelectual y en el respeto al conocimiento: la mayoría de los “analfabetos políticos” no deja de ser una víctima de aquel que Brecht considera “el peor de los bandidos: el político aprovechador, embaucador y corrompido, lacayo de las empresas nacionales y multinacionales”. Y también de los medios que difunden una y otra vez ese manojo de ideologemas para ganar circulación y rating, haciendo que se desparramen y prendan en mentes perversas. Esos mismos medios que desencadenan epidemias de peste y que luego, como en plena Edad Media, procuran un chivo expiatorio: en aquel caso las brujas o los judíos, y en este un Estado de derecho para mandar a la hoguera.
La extrema liviandad con que se ejerce el “trolleo” en las ágoras virtuales es inversamente proporcional a su capacidad de daño. Son como alfajor de pollo o un yogur de salame: carentes de verdad ontológica. Sin embargo, tenemos manifestaciones partidarias que encarnan esa carencia a modo del espíritu absoluto de Hegel. Cabildo Abierto, liderado por Manini Ríos, alcanzó, en menos de dos meses, siete puntos en las encuestas. Lo suficiente como para entrar al Parlamento.