Admirada por algunos, despreciada por otros, desconocida su obra por la mayoría. En el ambiente artístico uruguayo, la figura de Américo Spósito (Montevideo, 1924-2005) constituye casi un fenómeno de culto, como, en la música, podría serlo un oscuro personaje del under neoyorkino de los ochenta, si algo así pudiese existir en un Uruguay cuyos mayores exponentes pictóricos concitan adhesiones mínimas en comparación con la música. Pero si la pintura importa, y queremos creer que sí, Spósito importa. Por esa razón esta muestra1 era tan esperada. No se trata, vale aclararlo, de una retrospectiva completa, sino de una aproximación a las preocupaciones de sus dos últimas décadas (1984-2004), representadas por una veintena de pinturas. La muestra, curada por Manuel Neves, es acompañada por un hermoso catálogo que nos proporciona un análisis del período expuesto e información actualizada de su vida y su obra.
Para acercarnos a esta pintura hay que saber que Spósito, entre otros métodos de la abstracción y sus “poderes”, tiende a la esquematización radical de las formas. Pero, además, que el esquema mismo es su principal método de trabajo. Para el artista, la realidad es susceptible de representarse en formas primordiales o pitagóricas, nos atreveríamos a decir. En ese sentido, sus búsquedas religiosas –fue por muchos años predicador de los Testigos de Jehová– son también maneras de indagar en los sistemas de conocimiento: el ideal de la creencia se somete a esquemas de aproximación analítica. Y aunque para una mentalidad atea esto pueda resultar extraño o contradictorio, de esa forma y con esa intensidad el fenómeno estético era vivido por el artista. Dios es la realidad suprema y la unidad última detrás de la variedad: las apariencias cambian, pero a través de ellas el ser humano es invitado a vislumbrar el conocimiento y aprehenderlo.
Tomemos, por ejemplo, su famosa serie Ceibos, de la que aquí se exhiben varias piezas. Es difícil reconocer el vegetal en ella. La pintura es una cifra. La abstracción radica en esa síntesis extrema, en esa tensión del signo creado a partir de la flor del ceibo, como si los atributos fitomórficos de la especie fueran reductibles a un conjunto de líneas esenciales cuyas variantes nos devuelven al ceibo.
En el mismo sentido, el color en la pintura es también representación de un valor, una codificación sensible. Es el tono abstracto tal como lo entendía Joaquín Torres García. Spósito recoge la enseñanza de su maestro, que no pretendía copiar el color de la naturaleza, sino captar su registro tal como se aprecia el tono musical en una orquesta. Pero también han de jugar otros elementos en la pintura de Spósito, como la materia, cuyo variable empaste no se evita, o los brillos y reflejos que derivan de la pincelada gruesa y los contornos pronunciados. Su período de pintura negra –que en la muestra no está presente– explota al máximo esos otros “datos” que no son los del color puro. Son cuadros pintados enteramente de negro con formas que se superponen y en los que el observador debe esforzarse para ahondar en su percepción.
Signos, líneas, criptografías se entrelazan y generan nuevos espacios de la representación en la pintura de los años ochenta. Entonces, la abstracción se vuelve cosa espacial y contingente, no tan esencialista. Librado de la pintura tonal a la que hacíamos referencia en la serie Ceibos, en los noventa prima una visión más lúdica del color, con juego de primarios y contrarios, y un trabajo más notorio en los planos. Y si en estas últimas décadas su pintura se vuelve más espacial que puramente sígnica, continúa siendo una obra atemporal, carente de todo vestigio narrativo, con relaciones espaciales expresadas a través de intrincadas y coloridas geometrías.
La muestra tiene la virtud de hacer foco en ciertos períodos clave de este artista tan arborescente y así posibilita el examen de aspectos formales de su producción heterogénea, en general, poco vista, pero interesante e intensa como pocas.
1. Los poderes de la abstracción, Museo Gurvich.