Hace unos días, mi madre estaba cocinando en su casa con una de sus nietas, hija de mi hermano. Algo difícil le salió bien y exclamó, con total naturalidad: “¡Arriba los que luchan!”. La pequeña Inés, con sus tiernos 11 años, gritó a continuación, levantando el puño en un impulso: “¡Por patria para todos!”. Mamá se dio vuelta, sorprendida. “¿Y vos cómo sabés eso?”, le preguntó. “Porque papá siempre lo dice, abuela”, contestó ella. Y mi madre se puso a llorar.
Ser de izquierda en los sesenta y en los setenta no fue solamente una posición ideológica o político-partidaria, también implicó una construcción afectiva que tuvo que ver con la adquisición de nuevas formas, compartidas, de la sensibilidad, que se fueron resignificando a lo largo del tiempo, pero que, para muchísimos militantes– sobre todo para los anónimos que nunca estuvieron en una lista, como mi madre–, nunca se perdieron. Eso está muy lejos de ser racional, y el espacio que ocupan esas memorias políticas tan fuertes suele agrandarse con el paso de los años. Lo público y lo privado se entrelazan íntimamente; a veces mi madre, para referirse a determinadas personas, usa la palabra “interlocutores”. “Es un interlocutor”,dice, y asume que todos entendemos que se refiere a alguien que sabe, que habla con propiedad porque estaba ahí, porque vivió “esas mismas cosas” de las que a ella le cuesta hablar. Contar con las opiniones y formas de pensar la actualidad de esos interlocutores le resulta fundamental para vivir, y no es exactamente porque la palabra de esas personas valga más, sino porque es una palabra única, atravesada por lo no dicho. Es un lenguaje del silencio compartido, del cual la marcha de los 20 de mayo es una muestra simbólica muy cabal; es una zona que nunca termina de explicitarse, pero está ahí, en ausencia, enturbiada –como dice Almodóvar en el título de su última película, aunque refiriéndose a la década del 80 en España– por el dolor y la gloria.
Mi madre es frenteamplista de la primera hora, y los avatares de su vida están marcados por esa pertenencia. Tiene grabadas en el cuerpo las buenas y las malas: el acto del 26 de marzo del 71, el plebiscito del 80, el Río de Libertad del 83, la derrota del voto verde, el triunfo de la primera Intendencia, la llegada a la Presidencia en 2005. Todos esos hitos son parte de la imagen que ve cuando se mira al espejo; si alguien fuera a hacer una película sobre su vida, las diferentes etapas –el noviazgo, el casamiento, los hijos, el divorcio, la ida de los hijos de casa, el nacimiento de las nietas– estarían marcadas por esas cosas, afectadas por sus colores y atmósferas. La política partidaria supone, para ella, algo irrenunciable, y que hasta ahora tuvo, en el correr del tiempo, la potencia implícita de una ascensión. En su caso, y en el de tantos otros, la idea misma de sentido está enlazada a esa lucha, y eso no tiene tanto que ver con los logros concretos que se hayan alcanzado –no intento dar cuenta de ellos en este texto–, sino con la corporalidad concreta de haber transitado el tiempo de la juventud y la madurez en esa certeza. Eso también aplica para la percepción de la región; el primer chavismo, la confluencia de los gobiernos progresistas en Argentina, Brasil, Chile y Bolivia le permitieron encontrarse con una nueva confianza, con esa comprobación que es un cliché, pero que a su vez remite a una dimensión profunda de una manera de ser: creer que valió la pena. Y en esa pena, vuelvo a decir, no estoy hablando de los dolores políticos de los compañeros muertos, presos, heridos o exiliados, sino de la pena misma de vivir, de haber seguido, porque en los tránsitos de izquierda todo está mezclado, y no entender eso –o juzgarlo, simplemente, desde el cinismo o el desprecio– es ser ciego a una zona muy amplia de la verdad.
Mi madre está angustiada, también lo está mi padre. Es muy impresionante ver cómo, en cada uno, esa preocupación se va manifestando de diferentes maneras. El ascenso de Bolsonaro en Brasil, el vaciamiento de Argentina, la situación de Venezuela, la administración Trump, la expoliación cada vez más sistemática de los recursos naturales del mundo entero a favor de los grandes intereses del capital, la posibilidad de que vuelvan, en Uruguay, los milicos a patrullar las calles son procesos que los obligan a aceptar que deben convivir con el advenimiento de los nuevos fascismos. Eso tiene un costo evidente para ellos. Ya no tienen 20 años y algo les estalla en la cara; algo que se parece a un déjà vu pero que, además, tiene carácter de pesadilla. Hay un sentido que, finalmente, se les derrumba, y yo no tengo ganas de cuestionarles, de modo racional, algo que les pasa en el cuerpo. Son mis padres, son grandes y la pelearon mucho.
Me pregunto cómo acompañarlos y pienso que la política partidaria ha sido y es una negadora sistemática de los procesos de la intimidad. Negar la importancia que tiene la construcción de las subjetividades es un problema de las democracias que, funcionales al mercado, responden a una lógica de acumulación, extrayendo fuerzas y energías en pos de objetivos que olvidan la particularidad de los tránsitos individuales. Ahí hay un aprendizaje que tenemos que hacer: ¿cómo nos perdonamos los errores?, ¿cómo nos damos esperanza, más allá de las urnas?, ¿cómo nos hacemos responsables, sin destruirnos, de las consecuencias del sistema del que somos parte?, ¿cómo se construyen –o reconstruyen– una espiritualidad, un sentido, que vayan más allá de triunfos electorales? El relato heroico, unívoco, del progreso –elegido estratégicamente para juntar votos– se convierte, a la hora de una posible derrota, en una forma de abandono: haber acallado las complejidades y diferencias parece haber dejado de lado el tejido, necesario, de una memoria y una corporalidad colectivas que trasciendan lo vacío de las alianzas, lo olvidable de la pragmática, lo inmoral de ciertas transas que se han vuelto constitutivas de la forma tradicional de hacer política.
Sabemos que los diversos intentos de lograr mecanismos para la conciliación de clases no han sido suficientes para desarmar la religión del consumo, esa que justifica que el capitalismo vuelva a desplegar, una y otra vez, sus diferentes violencias. Pero nos resulta mucho más difícil comprender la función desmoralizadora que ha tenido la pragmática del progreso en torno a nuestra retórica de resistencia; cómo la asociación irremediable de la idea de triunfo con los resultados electorales dejó la participación por el camino y terminó logrando que se olvidara la potencia de esa otra politicidad: la que se refugia en los vínculos, en las relaciones comunitarias, en la solidaridad; esa politicidad del sur –diría Rita Segato– que tiene que ver con juntarse, con celebrarse, con verse la cara y estar en la calle; esa politicidad que nos salva porque se traduce en herencias, en formas de trasmisión que conforman sentidos colectivos reparadores, que permiten que nos reconciliemos con nuestras propias historias.
Hay que prepararse: tendremos que abrazar mucho a nuestros viejos. Uno de los grandes desafíos de nuestra generación estará en lograr, a pesar de todo, vivencias de militancia signadas por el placer, el autocuidado y la alegría, entendiendo que los cuerpos y las subjetividades son también territorios de pensamiento, preocupación y conquista que no podemos ceder, de ningún modo, a una visión unidimensional de la política. En el armado de esa nueva red de significación benevolente, amorosa, se nos juega la posibilidad de seguir habitando espacios colectivos, intergeneracionales, para luchar por una patria –¿o una matria?– para todos. En la escucha, en el reconocimiento de esa continuidad, tendremos que volver a encontrarnos y dejarnos afectar; venerar más que nunca la construcción de nuestros lenguajes de lo no dicho, de nuestras poéticas silenciosas. Esa pluralidad compartida es, y seguirá siendo, nuestra mayor fortaleza.