Las llaves se apretujan y suenan como cencerros en la noche. Cada figura de bronce, cada silueta metálica y fría, es el instrumento de apertura a otros mundos. Viajan y rugen a la caída del sol, en pesadas letanías, abren paso a los olores, a los hijos, al infierno de una rutina repetida. Pero también a la soledad, al amor, al merecido reposo, incluso a la libertad de vivir algo que la calle condena. Todos recuerdan el tiempo en que ellas llegaron a nuestras vidas: las tomamos por primera vez y fuimos orgullosos dueños de un universo, o protegimos nuestros objetos (y hasta nuestro cuerpo) de un afuera temido. Como el alambrado que por primera vez separó esto del resto, y los demás asintieron.
Hay llaves compartidas, manoseadas como palabras, aburridas. Están las íntimas, las que dan paso al tesoro escondido. Hay manojos que destrozan los bolsillos; llaveros gastados, optimistas, que insisten con un color o un recuerdo, pero cuya finalidad es simplemente diferenciar, o hacer visible lo propio cuando el apuro guía nuestros pasos. Hay ganas de tener todo bajo control porque existe el miedo a perderlo todo, y también el egoísmo (en “El jardín de las delicias”, de El Bosco, un avaro desnudo cuelga de una llave). En la mundanidad de todos los días, hay todavía llaves que penden de la cintura, y vuelven sonajero a quien así las usa (en el mismo lugar supieron reposar los teléfonos celulares, cuando las manos no eran su lugar privilegiado).
EL OLVIDO. Veo un manojo de llaves que alguien olvidó. No hay rastros del dueño, nadie sabe al fondo de qué pasillo o calle están las cerraduras que aguardan en vano. En su minucioso viaje, el propietario aún desconoce que no podrá entrar en su orden; justo ahora que los árboles se resisten a llorar su desnudez sobre las calles, y llegar sigue siendo una forma de guarecerse. De seguro todavía no ha insultado con estrépito a su suerte, pero ya supondrá que las ha perdido y temerá que alguien, buscando la aguja en un pajar, se quede con lo suyo. Tal vez se cayeron por el bolsillo roto del sobretodo −pensará−, quizás están dentro del forro, pero no, no hay ruido que las denuncie. Las llaves siguen derrumbadas sobre una mesa lejana y dicen mucho de él, recogen su invisible tacto, su intimidad en el pantalón o en la cartera, sus microbios, guardan el sonido característico de cada apertura, de cada ejecutor, el paso del tiempo sobre el llavero. Nadie usa estos objetos de la misma forma, los sonidos ya anuncian a la visita, la llegada de quien (para bien, para mal, para lo incierto) romperá la atmósfera decretada. Lo saben los niños, los adultos, y hasta los perros que nos aguardan con un amor incondicional, pocas veces merecido.
Ya es tarde, he quedado solo, junto a mí siguen las llaves de un mundo propio, aunque ninguno supo dónde buscarlo. Pienso en los cerrojos y en todas las llaves diseminadas por ahí, en una montaña, en toneladas de metal barato arqueando nuestras espaldas. Pienso en el agrio ruido al abrirse una celda, en la puerta de una caja fuerte que se cierra y se esconde detrás de un cuadro. Pienso en las llaves de hierro de una vieja casa en el campo, en las pequeñísimas de un candado volviendo cárcel al amor en un puente de París, o en una tonta fuente de Montevideo. Imagino a un turista volviendo después de años, hurgando con desdén entre oxidados candados, llegando al fin al suyo con la ilusión de terminar un vínculo que se ha transformado en embrujo, ya sin poesía ni sentimientos, acaso con el gusto amargo a juventud perdida.
Pienso en las llaves de un auto, que accionan el latido y las ganas de correr de una máquina en los pies de quien la comanda; las puertas de nuevo trancadas, los cristales ahumados, todo aquello que sirva para protegernos de los otros, aunque el peligro también pueda ser uno mismo. Pienso en las llaves de los muebles de largas patas, en su estómago lleno de copas, en su deseo de salir huyendo; y también en las llaves de la ciudad, que no abren ninguna puerta.
LLAVE MAESTRA. Tranco la cerradura para protegerme de la incertidumbre, para domar el miedo y volver pared la puerta antes de caer en el sueño, esa “inevitable sumersión que noche a noche cumple osadamente el hombre desnudo, solo y desarmado, en un océano donde todo cambia, los colores y las densidades, hasta el ritmo del aliento, y donde nos encontramos con los muertos”,le hace decir Marguerite Yourcenar a su emperador en Memorias de Adriano. Pero no hay cerrojo que valga para la muerte ni para el tiempo que llega con su paso de sombra: una única llave le sirve para todas las puertas. El mismo disfraz usa el amor, que irrumpe sin avisar y se escapa cuando quiere.
Hay amantes que descreen de las llaves, puesto que su ingreso está vedado por las puertas, pero no por las ventanas. Lo mismo para los ladrones, que no buscan amor sino materia, y saben sortear no sólo las cerraduras, sino todo aquello inventado para protegernos (o para alarmarnos antes de tiempo). Hay personas cargando llaves como cruces, pero ninguna les servirá para esa puerta que sueñan abrir (los pienso ansiosos, probando una tras otra, sin resultado). Hay obras de arte que son llaves gigantes a recodos de la mente, a habitaciones hasta entonces clausuradas; hay personas que, sin proponérselo, son ese luminoso instrumento. Simón Pedro ha recibido de Jesús las llaves del reino de los cielos; nadie volverá para confirmarlo.
Suenan todas las llaves, las oigo en su viaje, esta misma noche. Tras un rudo ruido, se abren las puertas de los mundos.