Imaginada de golpe, la Trinidad, su concepción de
un padre, un hijo y un espectro, articulados
en un solo organismo, parece un caso de teratología
intelectual, una deformación que sólo el horror
de una pesadilla pudo parir. Así lo creo,
pero trato de reflexionar que todo objeto
cuyo fin ignoramos, es provisoriamente monstruoso.
Jorge Luis Borges
En La condición humana, Hannah Arendt plantea que sólo a través del lenguaje podemos estar en el mundo: “Desde que la función del lenguaje está en juego, el problema se torna político por definición, puesto que es el lenguaje lo que hace del hombre un animal político”. Si el mundo político se vuelve tangible a través de las palabras, el lenguaje es el fundamento a través del cual se construye lo político. ¿Qué queremos decir? Que la enunciación de los conceptos en la historia también deviene acto político. Especialmente, desde el momento mismo en que una palabra o un concepto pasan a ser una imagen cuya potencia y sensibilidad remiten enseguida a un sentido contemporáneo que la vuelve siempre actual. Por eso, cuando hablamos de política, difícilmente los conceptos puedan reflejar el falso atributo de la neutralidad, aunque un buen manejo de la retórica pueda hacerlos parecer como tal. Se sabe: sea de manera consciente o inconsciente, el lenguaje nunca está desprendido de su propia capacidad para construir sentidos sobre la realidad de la que habla. Esto es lo que algunos filósofos como Pierre Manent definen como “la fuerza política de la palabra”. En otros términos: uno no sólo es lo que habla, sino desde dónde y en qué momento lo hace.
El caso de la santísima trinidad del reaccionarismo criollo que constituyen Petinatti, Gerardo Sotelo y Nacho Álvarez quizá sea una buena muestra de lo que estamos hablando. Desde la hegemonía mediática –que siempre respondió a los intereses de la derecha–, cada uno de ellos ha demostrado –en cuanto operadores de un discurso reconociblemente macartista– que el que suele pedir tolerancia termina siendo, por lo general, el más intolerante. Es como aquel que dice “yo pienso distinto” frente al que sí piensa distinto. Si este último rarísimas veces se posiciona desde ese lugar, porque sabe –tiene conciencia– desde dónde y en qué momento lo hace, quien se afirma que “piensa distinto” no hace más que repetir planteos propios del pensamiento hegemónico.
Pero vuelvo a estos muchachos que se colocan como adalides de la tolerancia en estos tiempos revueltos. Cada vez que se los lee o se los escucha, encaramándose en “lo que piensa la gente”, nos recuerdan a esos enconados liberales que buscan con tanto afán derrotar a los grupos que portan valores y medidas que atentan contra el orden establecido (un orden signado por ciertos privilegios de clase, etnia y género), que terminan llevándose puestas la libertad y la democracia. Si los nuevos “terroristas” o “subversivos” –sobre los que dos por tres ejercen su sinonimia llamándolos “comunistas”, “vagos” o “pichis mantenidos”– están dispuestos a quemar el mundo para fundar el cielo en la tierra, no nos extrañemos que estos defensores de la paz y la convivencia celebren la caída de cualquier garantía constitucional, por su negación radical del otro. Aman tanto la dignidad humana que no les tiembla la voz cuando la levantan a favor de que se legalice la represión, la persecución y la muerte. Esa santísima trinidad pone en evidencia que la tolerancia de los que piden tolerancia no es más que indiferencia, en el mejor de los casos. En el peor, odio regulado. Su lenguaje, nunca inocente, jamás neutral, no es más que el breviario político de la peste: la del fascismo.