El Secretariado Político del Frente Amplio (FA) resolvió, pocos días después de la segunda vuelta, postergar el análisis del resultado electoral para después de las departamentales y municipales de mayo, aunque en la Mesa Política siguiente el tema estuvo presente. Si bien parece una buena idea darle a esa evaluación los tiempos y los espacios requeridos para realizarla con la participación y la profundidad necesarias (para lo cual ni la liturgia veraniega ni la cercanía de otra elección son las mejores circunstancias), es importante extraer conclusiones del proceso hacia octubre y noviembre, para no repetir en mayo los errores cometidos.
Más allá de que la segunda vuelta presentó un panorama más alentador para la izquierda que la primera, no es otra cosa que el sabor agridulce del que pierde uno a cero (o medio a cero, como en este caso) cuando se esperaba que le ganaran por goleada. Sólo así puede entenderse la euforia de la noche del 24, cuando los resultados ya aseguraban que, después de haberse perdido por mucho la mayoría parlamentaria, se perdía por poco la presidencia, pese al gran repunte generado por la movilización de las bases entre la primera y la segunda vuelta.
No es la primera vez que el FA pierde una elección nacional, pero sí la primera vez que la pierde desde el gobierno, cosa que tampoco ha pasado en Montevideo, donde evidentemente tiene su fuerza mayor. Y, si bien la alternancia es indudablemente positiva cuando se trata de personas, porque evita la dependencia de figuras que se vuelven imprescindibles y fortalece la participación y la democracia (por suerte, nuestra Constitución no admite la reelección), el concepto no es trasladable a los partidos: la alternancia genera un hacer y deshacer permanente que afecta los proyectos de largo plazo. Por eso, no debe considerarse algo natural y positivo. “Está bueno cambiar”, pero sólo si es para mejorar, no simplemente por el cambio mismo.
Si perdimos, es porque hicimos algo mal, o porque quienes ganaron hicieron algo muy bien, que permitió olvidar lo bueno que habíamos hecho durante el gobierno. ¿Qué fue lo que ellos hicieron bien? Usaron una táctica astuta, que aprovechó todos nuestros errores, aplicando el pícaro “jugar callado” del truco. Tan callado que aún estamos por saber qué contiene la famosa ley de urgente consideración de quinientos artículos. Llevaron la campaña de modo que solamente se hablara de lo que, real o supuestamente, el FA hizo mal o de forma insatisfactoria, sin dedicar un solo minuto a reivindicar lo que la propia coalición (con menos colores, pero con los fundamentales) hizo cuando fue gobierno entre 1990 y 2005. A tal punto jugaron callados que Lacalle Pou se acordó de mencionar a su padre –presidente entre 1990 y 1995, y profeta de la motosierra antifrentista– cuando estuvo seguro de haber ganado y silenció a sus asesores en el tramo final de la campaña, porque hablaban demasiado de lo que no convenía. Lo único que no pudo controlar Lacalle fue el desmadre final de Manini, y eso seguramente le costó miles de votos.
¿Qué fue lo que nosotros hicimos mal? En primer lugar: dedicar gran parte de la campaña, casi hasta el final, sólo a reivindicar lo hecho, en algunas cosas forzando la realidad más allá de lo sostenible. Arrancamos con una excelente consigna: “No perder lo bueno, hacerlo mejor”, pero después lo que había que hacer mejor quedó de lado, en beneficio de la defensa sin matices del gobierno. En segundo lugar: proponer la continuidad como plato principal y único en un país en el que la gente vota siempre buscando alternativas (cuando no de partidos, al menos de sectores o líneas de pensamiento dentro de los partidos, como puede verificarse al repasar los resultados electorales de los últimos 30 años). En tercer lugar: regalarle la consigna del cambio a la oposición. Si hay algo que representa el cambio, es la izquierda, y si hay algo que representa la derecha, es la defensa del statu quo. Dejamos que “cambio” se asociara a partidos y dirigentes, y no a políticas (cuáles y cómo). A regañadientes, la coalición multicolor prometió no tocar la nueva agenda de derechos, los avances en salud, los consejos de salarios, pero más porque las fuerzas sociales la obligaron a ello que porque lo hiciera nuestra fuerza política.
Además, la campaña se centró en el candidato, y no en la fuerza política y su programa (después nos enteramos de que sólo es una “recomendación”, que se puede seguir o no, porque quien manda es el presidente; herejía frentista si las hay). Si se trataba de dar certezas en contraposición a las vaguedades del acuerdo multicolor, la máxima certeza era, justamente, tener un programa detallado y explícito que tiene el apoyo de todas las fuerzas políticas que integran el FA –y también de sus bases–, logrado después de un año de trabajo en diferentes niveles y aprobado por el Congreso. Era el dos de la muestra y nos quedó en la mano sin jugar.
Faltaron propuestas. No se ganan elecciones, menos en este país, diciendo que todo está bien y ofreciendo más de lo mismo. Nuestro programa tiene propuestas importantes; hubiera sido bueno discutirlas y saber qué pensaba sobre ellas la oposición. Pero quedaron en carpeta y, cuando al fin se habló de medidas concretas, alguna –como la de los 90 mil puestos de trabajo– sonó tan extraña que sólo sirvió para que se nos comparara con nuestro antónimo, Juan Sartori. Finalmente, un detalle, sólo un detalle, pero sintomático: ¿nadie se dio cuenta de que las flechitas del nuevo símbolo apuntan a la derecha?
Las departamentales serán otra historia, en la que jugarán otros factores, pero estos errores no deben repetirse. Porque ahora la derecha ya sabe, como lo sabe la izquierda desde hace 50 años, que unida es muy fuerte. Y tiene una estrategia que ya ha sido exitosa.